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Tres amigos viajan en auto a través de un paisaje montañoso en Estados Unidos. El más joven, de pocas palabras, conduce por momentos a velocidad extrema. Puntualmente, el poeta se lo reprocha y el joven obedece aminorando la marcha. Mientras el coche avanza, el poeta y el músico conversan. El disparador ocurre cuando aquel, observando el paisaje, dice: “Estas colinas son puro Beethoven”.
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La afirmación despierta la curiosidad del músico, que le pregunta por qué existiendo tantas colinas y tantos compositores famosos, la asociación que los escritores hacen de estos paisajes es siempre con Beethoven. En un intercambio lleno de inteligencia y de humor los contertulios se preguntan dónde reside el misterio de Beethoven, eso que lo hace tan cercano al corazón de la gente. Así, bajo la guía racional y profesional del músico, van analizando y descartando la melodía, la armonía, el contrapunto, el ritmo, la forma. Concluyen que ninguno de estos elementos —ni la combinación de ellos— es lo que hace grande a Beethoven. Llegado a este punto, el músico hace su afirmación triunfal: “Su secreto es la inexplicable habilidad de saber cuál debe ser la próxima nota. Si cuando estás escuchando una música tienes la sensación de que cualquiera sea la nota que siga a la última que oíste es la única nota posible en ese momento y en ese contexto, entonces es muy probable que estés escuchando a Beethoven. Este hombre tiene el don de hacerte sentir que hay algo que está bien en el mundo, que supera todas las pruebas, que sigue de forma consistente su propia ley, algo en lo que podemos creer, que nunca nos va a fallar”. Entonces el poeta exclama asombrado: “Pero eso es una definición de Dios”. Y el músico le responde: “Es justamente lo que quise decir”. Ese paseo en auto y ese diálogo son las herramientas de que se sirve Leonard Bernstein, el músico en el relato, para regalarnos otra de sus chispeantes reflexiones en el libro The joy of music (Signet Books, Nueva York, 1967).
Y si la definición de Bernstein sobre la música de Ludwig van Beethoven (1770-1827) puede parecer exagerada, basta acercarse a los tríos y cuartetos o a las 32 sonatas para piano para ver cómo sus palabras se ven ejemplificadas de forma esplendorosa en la música. Dentro de la producción beethoveniana, la música de cámara y la de piano son quizás las que ofrecen mayores honduras espirituales al intérprete y al oyente. En este aspecto, las sinfonías, por su propia naturaleza orquestal, constituyen un universo diferente, no menor por cierto, sino un lenguaje distinto, con otras resonancias, pero también con momentos de grandeza, de humor, de pathos y de serenidad. Las primeras ocho fueron escritas a intervalos regulares entre 1799 y 1812; la Novena recién verá la luz en 1824. Sumergirse en este mundo es una forma de recorrer todos los estados de ánimo de su autor, enamorado o solitario, beneficiado por algún mecenazgo de turno o más bien sumido en la pobreza, eufórico o deprimido, o atacado prematuramente por los primeros síntomas de sordera en 1802, lo que no fue obstáculo para que en ese año escribiera su luminosa Segunda Sinfonía.
¿Qué director que se precie no ha grabado estas sinfonías? Las versiones son innumerables, con los conductores más prestigiosos de todas las nacionalidades. Es imposible inventariar nombres, a riesgo de transformar esta nota en una suerte de guía telefónica. Parece más sensato apuntar que durante muchísimos años, dentro de esa pléyade de intérpretes hizo punta la escuela alemana, con un enfoque donde se acentuaban la solemnidad, la grandeza, los tiempos más bien lentos, la sonoridad del tutti orquestal. Una excepción en medio de ese mundo fue ciertamente el enfoque de Arturo Toscanini, quizás no la única excepción pero sí la más nítida. Luego vinieron otros tiempos con lecturas más aireadas, más livianas, en parte fomentadas por la moda de armar las orquestas utilizando instrumentos de época, en parte también por criterios estéticos diferentes en el enfoque de las obras.
Es posible hoy acceder a las grabaciones que de las primeras ocho sinfonías (la Novena no está por ahora incluida) hizo el director milanés Giovanni Antonini con la Orquesta de Cámara de Basilea. La Primera y Segunda fueron grabadas en diciembre de 2005 para el sello Oehms; las demás para el sello Sony Classical de acuerdo con el siguiente detalle: la Tercera en mayo de 2006; la Cuarta en setiembre de 2007 (ambas en el disco 88843083652); la Quinta en julio de 2008; la Sexta en julio de 2009 (ambas en el disco 888697648162); la Séptima en julio de 2010 y la Octava en Julio de 2012 (ambas en el disco 88765469372).
La Orquesta de Basilea tiene 28 integrantes, que es la formación manejada por Beethoven para estas obras. Antonini y la Orquesta de Basilea nos visitaron en octubre de este año e hicieron en la sala Eduardo Fabini la Séptima Sinfonía, dentro del ciclo del Centro Cultural de Música. En esa oportunidad escribimos: “Es un conductor con gran empuje, prolijidad extrema en el dominio de la gama dinámica, obsesivo con el balance entre la línea de canto en un sector y el sonido de los otros sectores. Si tuviéramos que definir el aspecto predominante de su batuta este sería la transparencia. Es tal el cuidado con que hace su trabajo que Beethoven en sus manos se transforma en una filigrana orquestal donde todo se escucha en diferentes planos y al mismo tiempo todo confluye en la gran masa de sonido”.
La audición atenta de esta colección nos acerca a un Beethoven distinto, estimulante, removedor y cristalino; nos sumerge en el misterio del que hablaban los amigos en el auto mientras atravesaban las colinas. Elija una cualquiera de las sinfonías o un movimiento aislado de alguna y ya sea usted un oyente virgen o iniciado, la experiencia será igualmente cautivante.