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    Celebrando 24 años de la desmonopolización de los seguros

    N° 1941 - 26 de Octubre al 01 de Noviembre de 2017

    “Declárase libre la elección de las empresas aseguradoras para la celebración de contratos de seguros sobre todos los riesgos, en las condiciones que determine la ley. Deróganse todas las disposiciones que establecen monopolios de contratos de seguros en favor del Estado y ejercidos por el Banco de Seguros del Estado”. (Artículo 10 de la Ley 16.426 del 21/10/1993).

    Esta hermosura de texto es un canto a la libertad, una apertura de las puertas de una cárcel creada en 1911, que mantuvo sometidos a los uruguayos a los altos costos y malos servicios del monopolio instituido a favor del Banco de Seguros del Estado durante 82 largos años.

    Hoy, 24 años después de aprobada esta norma, debemos rendirle un homenaje a su promotor: Luis Alberto Lacalle Herrera.

    Gracias a la derogación del monopolio de los seguros todo mejoró: los precios de las pólizas bajaron, los tiempos de las indemnizaciones también y los ciudadanos recibieron una oferta variada de productos para cubrir sus riesgos. El propio Banco de Seguros también mejoró su gestión y hoy mantiene un importante market share, compitiendo con empresas locales e internacionales.

    Pero no fue fácil aprobar esta ley. Como bien resume el joven Cristian Correa en un post en Facebook, durante el año anterior (1992) se había derogado la llamada Ley de Empresas Públicas, una iniciativa que intentó realmente “sacudir las raíces de los árboles”, sacando de la órbita del Estado empresas que no tenían ninguna razón de existir. Pero tal iniciativa fue frenada por los defensores del estatismo: el Frente Amplio y el PIT-CNT, a quienes se sumó (para sorpresa de muchos) Julio María Sanguinetti, quien recomendó cuidar “las joyas de la abuela”.

    Si hoy podemos disfrutar de las ventajas de un mercado no monopólico, imaginen lo que nos perdimos por no aprobar la Ley de Empresas Públicas: las pérdidas y el escándalo de Pluna; los desastres en Ancap; tendríamos combustibles a mitad de precio y seguramente hubiéramos podido vender Antel y pagar una parte importante de nuestra deuda externa en su momento.

    Recordemos también que en esa época se implementó la Ley de Puertos (16.246 de 1992), terminando con otra gestión estatal desastrosa, gracias a lo cual Montevideo se transformó en un centro logístico de nivel internacional. Su artículo primero dice: “La prestación de servicios portuarios eficientes y competitivos constituye un objetivo prioritario para el desarrollo del país”. Es evidente que antes no lo eran.

    Esta norma se complementa con la Ley 15.921 de Zonas Francas (1987) y la Ley 15.939 de Forestación (1989), todas ellas combatidas hasta el hartazgo por los denominados “progresistas” y, que gracias a ellas hoy gobiernan y aprovechan la prosperidad que generan.

    Si en estos años Uruguay tiene “progreso”, es, en gran parte, gracias a este tipo de reglamentaciones que liberan los mercados y los abren a la competencia. De no haber sido así, no habrían llegado al país muchas de las inversiones que generaron empleos, pagaron impuestos y hoy son el rezo permanente de este gobierno para que otras se concreten.

    Es raro que las Cámaras Empresariales no recuerden esta fecha donde se le dio entierro al monopolio de los seguros, como una gesta que tantos beneficios trajo a la actividad empresarial sana: inversión, innovación, empleo y abundancia.

    También es raro que desde el Partido Nacional no recuerden —con orgullo y convicción— esta parte tan importante de nuestra historia, construida por sus propios hombres.

    Es un buen momento para reivindicar estos logros y mostrarle a la ciudadanía las ventajas de tales cambios. La derogación (parcial) de la Ley de Empresas Públicas en 1992, no debe ser una capitis diminutio ni un tema tabú para el resto de la eternidad. Hay que volver a ponerla sobre la mesa.

    Terminar con los monopolios, liberar la economía y gestionar los recursos públicos con eficiencia, no es solo una obligación política, es una obligación moral. Al menos lo es para los que predicamos la moral de la libertad individual, el derecho de propiedad y la búsqueda de la propia felicidad.