Nº 2245 - 5 al 11 de Octubre de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSi algo se hace evidente cuando aparece el tema de los derechos de músicos, intérpretes o autores, es cierto desconocimiento sobre cómo funciona la industria musical. Quizá por eso algunos comentarios que se leen al respecto en prensa y redes suelen estar lejos del eje real del asunto. Lo curioso es que, en algún punto no reconocido de sus respectivos imaginarios, los liberales amantes del ultra libre mercado y los amantes progres de las multinacionales cool en este tema se dan la mano. Los primeros porque se llenan la boca con la libertad, pero no les parece mal los monopolios cuando son privados (y de preferencia, suyos). Los segundos porque parece que creen que, gracias a la presencia avasallante de los gigantes del entretenimiento digital, la cultura es hoy más accesible para “el pueblo”. En el medio quedan los músicos, sin que nadie entienda del todo cómo funciona el expolio al que se ven sometidos por una industria que no controlan ni han controlado nunca.
Para intentar comprender un poco el tironeo actual entre Spotify, los productores discográficos y las decisiones que está tomando el Parlamento uruguayo, hay que dar un salto hacia atrás, a la época en la que el mundo musical digital no existía. El momento es la segunda mitad de la década de los 60. Es entonces que el artista musical, en el rock sobre todo, comienza a ser a la vez autor e intérprete de sus obras. En el mundo ajeno al rock, los compositores iban por un lado y los intérpretes, por otro. Es en el rock donde ambos roles se unifican en un solo artista, aunque también allí existen artistas que son una cosa o la otra. Esos dos roles explican la existencia de organizaciones distintas para gestionar los derechos de autores y de intérpretes. En Uruguay, Agadu y Sudei, respectivamente.
En aquel entonces los sellos discográficos detectaban artistas en el medio local y los ayudaban a realizar su obra. ¿De qué forma? Contratando horas de estudio, pagando un productor artístico y, una vez terminada la grabación, fabricando físicamente el soporte: disco, luego casete y más tarde CD. De alguna forma el sello era a la vez un banco (adelantaba la plata) y una fábrica (producía y distribuía el material). Con la aceleración de los cambios tecnológicos, sobre todo desde finales de los años 90, se redujo el costo de tener un estudio casero en donde producir música de calidad decente. Eso introdujo un primer gran giro en esa industria: ya no hacía falta que los sellos pagaran estudios caros para que un disco sonara bien. Casi al mismo tiempo, la aparición del MP3 y otros formatos digitales de tamaño manejable (era la época del módem) comenzaron a desplazar el material físico por su versión en ceros y unos. Con lo cual las discográficas comenzaron a editar menos CD y el intercambio no regulado (llamado piratería por algunos) las orilló a buscar nuevas estrategias de supervivencia.
Hasta ese momento, el arreglo estándar decía que esos sellos se quedaban más o menos con el 90% del precio mayorista del CD (y, antes, del vinilo) y dejaban el resto para el artista. El argumento para que el reparto fuera tan desigual era, precisamente, el gasto que hacía el sello. Con la aparición del mundo digital, la tarea de los sellos fue quedando reducida a marketing y prensa, por lo que se comenzaron a multiplicar los arreglos de licencia o 360: en el primero el artista produce las canciones y el sello se encarga del marketing y la venta; en el segundo el sello es parte de toda la vida profesional del artista, shows y editorial incluidos. En todo caso, es entonces donde se extiende la idea de que, dado que la música podía obtenerse de manera gratuita, la forma de cobrar en el proceso era facilitar un acceso sencillo y económico a toda la música disponible.
Las plataformas digitales ocuparon entonces el lugar de la vieja disquería pero con la posibilidad de llegar a cualquier punto del globo. Y, esto nos lleva al centro del debate actual, sin tener que preocuparse demasiado por las legislaciones nacionales. Dado ese cambio de modelo, las opciones de los artistas y los sellos (un dúo que no cantaba muy afinado en la previa) se vieron limitadas a encontrar una plataforma que garantizara una distribución más o menos adecuada. Tal como ocurrió con los sistemas operativos de los celulares y los buscadores de páginas web, muy pronto se fueron conformando monopolios de facto. Ese es el caso de Google y, en buena medida, el de Spotify. Es verdad que cuando tenés a todo el mundo usando una plataforma sos libre de estar en otra que no usa casi nadie. Es tu libertad y, muy probablemente, también tu ruina.
Los artículos de la Rendición de Cuentas que discute el Parlamento dicen que se deben pagar derechos de intérprete por los usos (digitales) de la obra, tal como ocurría en la era analógica. A esto se oponen los productores fonográficos y Spotify, quienes argumentan que esos derechos ya están incluidos en el pago que el segundo le hace al primero bajo la forma de “derechos conexos”. Es a eso a lo que Spotify llama “pagar dos veces” y por lo que amenaza con retirarse del mercado local. Como señala el consultor de medios uruguayo Gustavo Gómez: “Eso es chantaje. Los intérpretes tienen legítimo derecho a reclamar un pago si se está usando su trabajo con fines lucrativos, como hace Spotify. Si eso significa que una corporación internacional deba pagar un poco más o sale del contrato, es otro tema”. La lectura que hacen Spotify y las discográficas se desmonta si además se recuerda que muchos músicos no son el artista principal sino sesionistas y por lo tanto muchas veces no están incluidos en el acuerdo existente entre el sello y el artista principal.
Capítulo aparte es cuánto gana el artista al final de todo este proceso. La periodista española Carol Álvarez apunta que Spotify paga aproximadamente entre 0,003 y 0,005 euros por reproducción, aunque aclara: “Lo cierto es que no es tan fácil conocer cuánto paga Spotify cada vez que un usuario reproduce una de sus canciones. Los cálculos están basados en predicciones y estimaciones (…). Por ejemplo, una de las calculadoras predice que se necesitarían más de 280.000 reproducciones para ganar tan solo 1.000 euros en Spotify”. En resumen, a pesar de todos los cambios tecnológicos, la industria sigue estando diseñada para beneficiar al intermediario, sea este sello o plataforma, y no al creador o al intérprete.
Hay algo de Chantajistas sin Fronteras en las multinacionales opacas que se dedican a apretar, con declaraciones y amenazas, las decisiones que toma el Parlamento democrático de un país soberano. Lo triste es que por una vez que ese Parlamento se está tomando la molestia de intentar proteger los menguados ingresos de los intérpretes musicales se encuentra en la opinión pública con la pinza que le arman los liberales de postal, a quienes les importa un bledo cualquier cosa que no se autorregule y son ciegos a los monopolios privados; y los progresistas de cartón, que alineados con las multinacionales cool de nuevo cuño parecen creer que la cultura que aman y consumen surge por generación espontánea. No parecen buenos tiempos para los músicos.