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    Cinco grandes embarcados hacia la luz

    Sr. Director:

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    Por mi vocación marinera de toda la vida y por mi condición de naviero desde hace cuatro décadas, estoy, desde luego, muy habituado a los barcos, sus arribos y sus partidas, a las despedidas en los muelles y a esa cosquilla que, pese a la costumbre, nos hace la melancolía en el corazón cuando el buque se va empequeñeciendo en el horizonte.

    Un inspirado poema brasileño habla de “la alegría de un barco volviendo”. Pero si uno sabe que el barco en que partieron varios amigos no habrá de volver, aquella cosquilla se transforma en otra cosa, en opresión en el pecho, por ejemplo.

    Cinco grandes (iba a escribir “cinco grandes amigos” pero prefiero “cinco grandes” a secas, para que la amistad no edulcore mi recuerdo) han partido en poco tiempo: Carlos Páez Vilaró, Nibya Mariño, Concepción “China” Zorrilla, José Villar y Eduardo Álvarez Mazza. Y uno en el muelle, de este lado, ha quedado perplejo y conmovido ante tamañas ausencias.

    Carlos Páez Vilaró fue un hombre que hizo de su vida lo que muchos —por no decir todos— hubiésemos querido hacer y no nos animamos: fue absolutamente libre. Fue libre para ejercer sin límites su desbordante creatividad y para construir, por ejemplo, sin ser arquitecto, una prodigiosa escultura en celebración del sol, dentro de la cual vivir. Esa escultura viva, a la que dedicó buena parte de su existencia, se ha transformado en un punto de peregrinación y referencia del Uruguay en el mundo. Y fue libre para mezclar sus óleos de paleta alta, para dibujar sus motivos o para batir los parches de sus tamboriles, con la misma dicha vital y la entrega íntegra que dedicó a su familia, sus hijos, sus amores…

    Nybia Mariño fue una niña prodigio que ya en su primera infancia asombró al mundo, ofreciendo un concierto en el Colón, presentada nada menos que por Arthur Rubinstein. Consagró su vida a la música y en particular al piano. No la conocí tanto personalmente como a los otros cuatro, pero la escuché varias veces en Buenos Aires y en Montevideo y, siendo un profano en música, no podré olvidar su exquisito lirismo en la interpretación de Schumann o de Chopin. Devotísima católica, seguramente se asomaba al misterio de la fe no a través de altas elucubraciones teológicas, sino a través de la belleza celestial de su música, y quizá por ello sus conciertos tenían algo de sacramental.

    “China” Zorrilla era la Gracia misma, hecha persona. Bella, talentosísima, chispeante, carismática, su charla monopolizaba la atención de cualquier auditorio, fuese el que fuese el tema. Desde muy joven fue una especie de símbolo nacional y, sin dudas, integró esa exclusiva elite de uruguayos capaces de alternar en los círculos más sofisticados, con las más encumbradas personalidades del mundo, para seducirlas en el mejor sentido, con la misma simpatía y encantadora sensibilidad con que recibía a su legión de amigos en su casa. ¡Una artista impar!

    José Villar fue un nítido testimonio de aquel Uruguay en que se podía, en base al tesón y la honestidad, llegar a ocupar posiciones destacadas, tanto en la órbita privada como en la pública, sin haber nacido en cuna de oro ni ser descendiente de una dinastía de patricios. Fue de los primeros ministros de Turismo del Uruguay y recuerdo siempre su consejo, emitido con el tono sonriente y bonachón que le era propio: “Tenemos que explotar el turismo, sin explotar al turista”.

    Eduardo Álvarez Mazza fue un técnico destacadísimo, que dedicó lo mejor de su talento y energía a la imprescindible reforma de la actividad portuaria de nuestro país. Uruguay fue puerto mucho antes que país. Y el país le debe a esa condición portuaria acaso su existencia. En ese sentido, la reforma de Álvarez Mazza fue de una importancia capital. No sé si Uruguay ascenderá alguna vez al selecto club de los países desarrollados. Pero si lo hiciese, habrá que reconocer que el primer escalón en la empinada escalera hacia el desarrollo fue la reforma de la gestión portuaria.

    Tres de estos cinco grandes tenían “pase libre” vitalicio en mis barcos. A los otros dos no llegué a ofrecérselos porque, simplemente, no se dio la oportunidad, pero espero que también me hubiesen distinguido aceptando esa modesta atención de alguien que tanto los quiso y admiró.

    Ahora han partido.

    Hacia el sol, como quería uno de ellos; hacia Dios a través de la música, como proponía otra; hacia la Gracia y la imaginación de la literatura y el teatro; hacia un país celestial decididamente turístico; hacia el puerto del desarrollo definitivo…

    El buque que los lleva es ya un punto en el crepúsculo. Y desde aquí, desde el muelle, yo les grito en silencio:

    ¡Chau, queridos amigos que tanto honraron la vida!

    ¡Ojalá seamos capaces de seguir sus luminosos ejemplos!

    Juan Carlos López Mena

    Martes 21 de octubre 2014