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La muestra es la pared. O mejor: el protagonista inicial de esta intensa caminata por el arte, de la argentina Liliana Porter (Buenos Aires, 1941), es la pared blanca de la luminosa sala del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV) en el Parque Rodó. Lo diferente es que esa pared tantas veces manipulada ahora no es un pretexto para colgar cuadros. En cierto sentido, es la esencia misma de la exposición. Rarísimo. La gente mira y no puede creer. Ve una cuerda que sale y entra de la pared. Nada más. O más allá, una enorme construcción de papel de “pared” que se va desprendiendo y se amontona arrugado contra el piso. Hay clavos. Pero clavos de verdad clavados al parqué. Son grandes, visibles, potentes. Sostienen largos y delicadísimos hilos que se anudan a cierta altura de la pared. A otros clavos. Pero esos, los de la pared, no son clavos, son simulacros de clavos. Con sombra y todo. Clavos de verdad y clavos de mentira. El problema es cuáles son unos y otros. Los visitantes del domingo se divierten con el juego. Sea lo que sea, cualquier comentario o actitud parece dar en el clavo, con el perdón de la expresión.
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Son respuestas ajustadas a la intención de una artista que cuestiona eso, precisamente: el misterioso y errático vínculo entre la materia y la inmaterialidad, entre la realidad y la verdad, entre los recovecos de la existencia y sus innumerables y apabullantes agujeros negros, algo parecido a la búsqueda de otros sentidos, de una esencia poco transitada, quizás inexplorada. El arte como proceso, como búsqueda, como actitud artística y en tránsito. No la obra. Lo que se entendía como tal ahora está en función de otro motivo, más inmaterial, inasible, difícil de encasillar o entreverar en el mundo de los objetos, incluso de las “obras de arte”.
La obra desaparece, tal y cual sobrevivió durante siglos. Desde que llegó un tal Marcel Duchamp, puso una rueda de bicicleta arriba de un banco, un mingitorio dado vuelta y dijo: “esto es arte”. Llevó la búsqueda vanguardista a un extremo fundamental, irritante pero extraordinariamente revelador. Todo es arte, todo tiene el potencial de ser arte. Eso cambió la relación del artista con la materia. Desde un palo viejo hasta una lata de sopa. Solo es necesario un artista. Ni siquiera un espectador, a veces todo se vuelve inestable e invisible. Se superan los límites entre las disciplinas y entre el arte y la vida misma. Llega un momento que la propia materia desaparece y el artista ofrece destellos casi inasibles, razonamientos, ideas, procesos de trabajo, su propio cuerpo.
El espectador se desespera, quiere entender, pretende explicaciones. A veces, el artista se las da. El público tiene que informarse antes de ir a una exposición. La razón parece condicionar ciertas prácticas. Otras no. Como las de Liliana Porter. Poco importa si uno no sabe nada de la artista, de su larga estadía de cincuenta años por el “arte conceptual”, por esos procesos de trabajo que indagan en lo que no se ve, en las “arrugas” de la realidad como un científico en el mundo de los gusanos para viajar en el tiempo. Algo queda igual, algo que trasciende ideologías y planteos o discursos o explicaciones de una reflexión sobre el arte.
Lo de Duchamp fue a principios del siglo XX. Todavía estamos en eso. Y más, porque esta muestra de Liliana Porter provoca hundir la cabeza en el océano imposible de la sensibilidad contemporánea, rota en mil pedazos. A la gente todavía le cuesta entender que eso es arte y lo dice y está bien. Protesta enojada. Cuesta aceptar que una cuerda que entra y sale de la pared sea algo parecido al “arte”. Ya se sabe, a los uruguayos nos cuesta aceptar lo que no entendemos. O que el espacio delimitado por los clavos tenga algo que ver con criterios estéticos. También hay que entender ese cambio sustancial ante la noción de belleza. Sin embargo, algo hay en cualquiera de los dos ejemplos, algo indescriptible como una línea muy sutil que separa o une la perplejidad con la seducción. Algo toca en el fondo de la irracionalidad, de la percepción más profunda, ese misterio de la materia y la representación de la materia y la vida, de la definición de las cosas, de lo que hay de este lado de la pared y del otro, del espacio que queda entre lo definible, entre límite y límite, en los intersticios de la experiencia y el conocimiento. Hay que recorrer toda la muestra y percibir el inmenso esfuerzo por despojar y madurar lo esencial.
Con el increíble avance científico de los últimos años no es imposible pensar que la realidad sea muy diferente a la que creemos entender o ver. Por lo menos, se sabe que es infinitamente compleja y que mucha de esa complejidad todavía no fue nombrada. Otro aspecto interesantísimo de las cuestiones relativas a lo artístico que propone Porter. El problema del lenguaje, de lo que se nombra y lo que existe, categorías desajustadas continuamente. Hay quienes sostienen que la existencia de las cosas es puro lenguaje. Si no existiera una palabra para mesa, ese pedazo de materia no tendría ningún sentido. Es así y más aún: la idea de mesa hay que pensarla desde el lenguaje, de lo contrario ni la podríamos incorporar como categoría de pensamiento. Apreciaciones filosóficas discutibles, sensatas y muy en boga para los tiempos del “fin de todo”, de la historia, del arte, de la modernidad. Hay otras. El arte bebió mucho en ellas y rompió también esos límites.
Disquisiciones de lado, lo interesante es que una cuerda, un papel arrugado, un clavo o su sombra, pueden ser un fuerte golpe movilizador de emociones, removedor de la sensibilidad yorugua tan especial, tan cartesiana. Lo es. Como las sombras que aparecen de tanto en tanto, sigilosamente, en algunas partes de la muestra. Una magnífica presencia, inquietante, de un cuerpo inexistente. Las sombras son los cuerpos. Perfiles suaves, delineados, cautivantes. Más de un visitante buscó un correlato en el espacio. No hay, pero seguramente haya. Solo que están desencontrados, en tiempos o espacios diferentes. O simplemente detrás de las paredes. O en la ficción que también es parte de la realidad.
Tal vez haya que tocar estas invenciones, estos simulacros, aunque no ayude mucho. Al final, quién dice que uno es de verdad y otro no, quién determina la verdad o realidad de las cosas, quién se atreve a definir la presencia y su representación. El lenguaje, la experiencia, la historia, los discursos sobre el arte o el pensamiento. Todas construcciones humanas, permeables, debatibles, insuficientes para explicar el siempre incomprensible mundo del espíritu. Ahí entra el arte, en la necesaria acción de cuestionar, de descubrir, de proponer zonas sin nombre para que alguien las haga existir.
La muestra puede pecar de fría. Es cierto. Ante la posible reflexión o interpretación, va un consejo: dejarse conquistar por lo incomprensible o lo inexplicable. Por esas paredes que parecen flexibles, con vida, con misterios que la artista deja apenas entrever, apenas con una cuerda o detrás de un papel arrugado. El gran secreto es la perfección con la que elabora estos recovecos, es la limpieza de procedimientos, la síntesis, la fineza. El juego y la búsqueda se convierte en arte en un punto donde la belleza se confunde con la técnica, la intención con la intervención del espacio, con la suavidad de los detalles, con la sutileza de los tonos, con la ruptura de las nociones físicas frente a la inmensidad o la pequeñez, entre lo que se ve y lo que se intuye. Una muestra imprescindible.
Liliana Porter. En el MNAV (Parque Rodó), de martes a domingos de 14 a 19 h. Hasta el 21 de junio.