N° 1872 - 23 al 29 de Junio de 2016
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn las empresas privadas (no en todas, por cierto), están acostumbrados a trabajar por objetivos: facturación, rentabilidad, producción, morosidad, satisfacción de clientes o encuestas de clima interno. También es común que esos objetivos estén asociados a diferentes tipos de reconocimientos: bonus, ascensos, mejoras salariales o premios no monetarios. Estos sistemas estimulan a las empresas y a sus empleados a trabajar en forma efectiva, proactiva y con altas dosis de motivación.
Pero cuando esos objetivos son demasiado estrechos, exigentes y casi imposibles de alcanzar, las personas involucradas —en vez de desarrollar las conductas adecuadas para alcanzarlos— suelen hacer trampas: no facturan dentro del mes lo vendido para poder llegar a las metas del mes siguiente; entregan mercadería casi vencida, para que no impacte en los resultados del balance; o, directamente, mienten, engañan o estafan.
A nivel de los administradores de la cosa pública, el sistema de “premio-castigo” produce consecuencias similares y aun peores. En la empresa privada los managers se esmeran por dejar contentos a los accionistas mostrando rentabilidades positivas mes a mes, para lo cual se fijan objetivos de corto plazo que muchas veces atentan contra los objetivos de largo plazo, poniendo en riesgo la sustentabilidad de la empresa.
En la gestión pública sucede algo similar: los “accionistas” (léase lo votantes), como la mayoría de los seres humanos, quieren tener gratificaciones de corto plazo y no soportan las malas noticias. Por eso a los políticos les encanta mostrar cifras de mejoras en todos los ámbitos: educación, seguridad, crecimiento económico, etc., cuando muchas veces esas cifras son adulteradas, o, cuando menos, elegantemente presentadas. Es el caso del Indec en la Argentina de los delincuentes kirchneristas, que mostraba una inflación menor al 10% cuando en las góndolas del supermercado (el mundo real) sobrepasaba el 40%.
El profesor Maxim Sytch, de la University of Michigan, dice que los objetivos muy exigentes por la presión del corto plazo llevan a comportamientos no éticos, como adulterar balances, vender productos defectuosos o engañar sobre las bondades de un producto.
Esto lleva a pensar si los números que muestran nuestros gobernantes son éticamente correctos o están teñidos por la presión de volver a ser electos una vez más. La inflación, la caída de la actividad comercial, el aumento del desempleo y toda otra mala noticia, se la justifica cargándoles la culpa a factores externos: la crisis de Brasil, el cambio de gobierno en Argentina, las menores ventas a Venezuela y un rosario de excusas más. Pero cuando tuvieron diez años de bonanza, esa sí “llovida del cielo”, se las pretendieron adjudicar a sus talentos y virtudes, de los que a todas luces carecen.
Ahora muestran indicadores de mejora en los índices de pobreza, pero al igual que el peor avaro de Wall Street, logran esas cifras a fórceps, creando empleos públicos, dando subsidios o regalando alimentos. Con la educación sucede lo mismo: las pruebas PISA nos dan entre los peores del mundo, pero ellos dicen que mejoraron en niveles de aprobación, ya que inventaron el “pase social” y presionan a los docentes para que sus alumnos no repitan. Algo similar sucedió en “el imperio”, cuando en el estado de Atlanta se detectó que las propias autoridades educativas estaban haciendo trampa, siendo flexibles con los estudiantes para que estos aprobaran, ya que a mayor número de aprobados, más dinero del presupuesto les daban.
Esto nos muestra cómo los “sistemas” influyen en las conductas de las personas. Por eso es tan importante que los accionistas de una empresa privada entiendan que los resultados no se lo logran de la noche a la mañana; que la meta no es ganar el próximo campeonato, sino tener un equipo ganador en el tiempo; y para los ciudadanos, que exigirles a nuestros gobernantes tener metas a largo plazo, un plan escrito para alcanzarlas y una revisión semestral de los resultados, son aspectos clave para tener un país de primera, sin corruptos, sin profesionales truchos ni presidentes más pobres del mundo. Pero para llegar a este estadio, será necesario recordar la magnífica frase del Cr. José Pedro Damiani: “Los números no mienten, los que mienten son los que hacen los números”.