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Jueves de noche. El joven llora, se emociona. Es un chico delgado, que habla con acento de la frontera, un poco abrasilerado. No se conocen con el periodista, que apenas entró a su local para preguntarle sobre la inauguración prevista para la noche siguiente. Da vueltas solitario por su taller de moda, en el entrepiso del largo y estrecho local. Es simpático y se lo nota un poco cansado. Habla de sus moldes colgados en la pared. Son muchos, en papel estraza, con palabras y líneas escritas en los bordes. Son formas, unas sobre otras, como carne que cuelga de un gancho, pero más sutil, tan sutil como un cuadro o una instalación. El chico habla de sus moldes, cuenta que fueron hechos para confeccionar tapados y que ahora están allí para que la gente los vea. Camina entre la larga mesa, los percheros y las máquinas de coser. Los tapados están inspirados en poetas y artistas nacionales del 900, en una colección del 2012 que el chico llamó “Poesía”.
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“Soy de Javier de Viana, queda cerca de Bella Unión”. Un pueblo chiquito, con poca gente, exactamente 140 habitantes, según el último censo: 77 hombres y 51 mujeres. El nombre de su pueblo lo inspira y le trae recuerdos. Cuenta esto en pocos segundos, apenas los necesarios para emocionarse y quebrarse ante la mirada atónita del periodista. Se le llenan los ojos de lágrimas. Se llama Marcelo Roggia, es uno de los más prestigiosos modistos de las nuevas generaciones. Trabaja con firmas poderosas, realiza desfiles creativos, vistió a Julissa Reynoso, la joven y simpática embajadora de Estados Unidos, para la recepción por la entrega de los Oscar. Hay mucha ropa colgada de percheros. La visita de Búsqueda se completaría el viernes 6 y sábado 7 de setiembre, noches en las que se anunciaba la inauguración de tres locales y una muestra en el Esplendor Hotel Montevideo, ex Cervantes.
La recorrida del jueves termina en otro local. Una escalerita con luz roja llama la atención. Discreta, como debe ser, la entrada conduce a una puerta con un cartelito que prohíbe fumar. Baja una señora con un pucho en la boca y abre la reja. “Esto es un prostíbulo, está todo limpio y en regla”, dice ante la sospecha de una inspección. Dentro, aparecen tres chicas, sonríen, charlan naturalmente en ropa interior. No creen que el visitante solo pretende hacer una nota sobre la calle Soriano, donde en breve aparecerán nuevos locales bajo un rótulo rimbombante de “Barrio de las artes”, proyecto destinado a convocar la inversión privada en una zona donde domina el Teatro Solís y la Sala Verdi. También están el ex Mercado Central y muchos boliches. El prostíbulo hace siete años que sobrevive de lunes a viernes, entre las diez y las nueve y media de la noche. De mañana solo hay una chica. “Acá no se toma” dice la madama, que muestra los papeles de habilitación y asegura que las chicas tienen “carné de salud en regla”.
Viernes. La calle está cortada y oscura. Es Soriano y Andes, pleno centro. Una cuadra llena de carteles de “Se alquila” o “Se vende”. La zona es tremendamente decadente. Locales vacíos, muchos de ellos angostos y con entrepisos y ventanas a la calle. Locales que en algún momento fueron negocios, pequeños talleres, textiles. De hecho, de cultura se habla en esa calle en estos días. Por la calle Florida, frente a una automotora, una señora limpia la vidriera. Adentro hay muchos cuadros de la misma artista.
Es de noche, casi las diez. Una despensa abierta vende cervezas y cigarrillos por una ventanita. El público es heterogéneo: jóvenes con pantalones bombilla y pelos con cortes llamativos. Hay chicas con tragos en las manos, en la calle, cerca de una barra que empezó a funcionar un rato antes. Dicen que es de “La Diaria”, que tiene por allí su redacción y lugar para espectáculos. La fauna se define por jóvenes onderos, intelectuales, chicas con calzas y polleras, zuecos o zapatos altos, gente que se conoce de ciertos laberintos culturales.
En pocos minutos todo el mundo quiere estar en su casa para ver el partido de Uruguay contra Perú. En esa cuadra se avivaron. Anuncian la proyección del partido en pantalla gigante. Bueno, lo de gigante es un decir. Es una ventana grande con rejas. Pasa Lugano con cara de matar a alguien y queda colgado de la reja con música electrónica. Es el local que combina experiencias visuales al lado de Roggia Gallery. Allí, un colectivo de artistas trabajan con tecnología, proyectan líneas en el aire, imágenes en pantalla y en las paredes. Y el partido. Un poco más acá, un grupo de transexuales reparte volantecitos para su show de la noche. Se destaca Diva Gina, enorme, con una peluca celeste, tacones, vestido y barba. El local continúa la cadena de inauguraciones aunque hace tiempo que ofrece tragos y encuentros gay. Se llama “Chains Pub”. Mientras juega Uruguay no hay nadie. Dos trans imitan a Tony Benett y bailan en un pequeño escenario. Enfrente, la Bodeguita del Sur prende algunas bombitas de colores y su cartelón con el slogan de “Templo de la salsa”.
Sábado de tarde. Llueve a cántaros, se desploma el cielo con transexuales y todo. En Soriano y Andes no queda nadie. Todo cerrado a cal y canto. La noche fue larga. Salvo el Hotel Esplendor, que ofrece grupitos de turistas brasileños. Nadie mira una instalación de cajones dorados que luce en la vidriera. Le da un toque al lugar, remodelado con un gusto exquisito. De Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, figuras emblemáticas de este lugar, nadie sabe nada. Salvo un empleado que recuerda el número de la habitación (“creo que la 202”) del famoso cuento de Cortázar (“La habitación condenada”). La idea de que el cuento cuelgue en la pared de la habitación es contraproducente para el marketing del lugar. Dice Cortázar: “A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto”. A Cortázar le encantaba el hotel, como a Bioy Casares y a tantos intelectuales que pasaron por allí. El periodista recuerda cuando vivía su amigo Luis y se agarró hepatitis. Estuvo tres meses en cama encerrado en una de las “sombrías” habitaciones de techos altos con ventana a enormes edificios grises y sombríos.
El hotel era encantador y quedó muy lindo. En sus corredores luminosos, con puertas blancas y lámparas de diseño, se ven ahora obras de arte. Pinturas de Martín Pelenur, Eloísa Ibarra, Eduardo Cardozo y Linda Kohen, grabados de Claudia Anselmi, fotografías de José Risso y los cajones de la vidriera de Manuel Rodríguez. Excelentes obras, artistas uruguayos de notable nivel. Hay que darse una vuelta y pedir permiso para recorrerlas. Vale la pena.
El Esplendor puede ser un buen motor para acelerar el proyecto de un barrio donde se arme un “paseo artístico y turístico”, como lo plantea el Municipio, el Ministerio de Turismo y otras instituciones públicas y privadas, en el barrio donde fue asesinada Delmira Agustini, entre otras historias de canyengues y presencias culturales importantes. “Esto recién empieza” comentó un artista antes de la tormenta, con un vaso en la mano mientras Luis Suárez desarmaba a Perú.