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    Derroche de destreza, armonía y vitalidad

    “Gala de Ballet IV”, por el BNS

    Esta es la cuarta temporada en que el Ballet Nacional del Sodre realiza, entre títulos clásicos famosos (este año “La Sílfide” y “El lago de los cisnes”) y giras por el interior y exterior, una “Gala de Ballet” generalmente compuesta por un terceto de obras cortas donde lo que importa es mostrar coreografías modernas que confirmen la versatilidad del cuerpo de baile, su riguroso entrenamiento físico y el derroche de destreza y enérgica vitalidad que le ha impuesto la conducción de Julio Bocca. Ya no sorprende, luego de cierto acostumbramiento (y qué bueno es decir esto), ver en el escenario de la sala Eduardo Fabini a un grupo de bailarines muy homogéneo, muy parejo en calidad, todos compenetrados y seguramente contagiados por el nivel de exigencia que el director ha impuesto como sello personal.

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    Hay que imaginar el esfuerzo, el sudor y el cansancio que todo ello implica, lo que se ve ampliamente recompensado por el aplauso cerrado que el público, masiva y entusiastamente (y no importa cuántas funciones sean porque siempre están llenas), vuelca sobre ese trabajo. Si para un espectador es emocionante, lo qué será para quienes están arriba del escenario, agotados y radiantes, porque saben que están en el mejor momento y en el mejor lugar. Este cronista vio la función del domingo 26 y, como los bailarines rotan permanentemente, se abstendrá de manejar nombres en particular aunque no porque sí: el programa de esta Gala de Ballet IV está estructurado de tal manera que lo que importa es el grupo, no las actuaciones individuales. Hay solos, dúos, tríos y cuartetos, pero no para lucimiento especial de un solista sino que todos se van turnando con iguales oportunidades, como para demostrar que nadie está por encima de nadie sino más bien que todos tienen un desempeño parejo y ejemplar.

    La primera parte es la Sinfonietta del compositor checo Leos Janácek, estrenada en Praga en 1926. En principio la había dedicado a las fuerzas armadas, lo que explica el uso de vientos y percusión para sus triunfales cadencias, pero la coreografía que su coterráneo Jiri Kylián impuso en 1978 le otorgó un tono más lírico y liviano, a veces romántico y ocasionalmente juguetón. El escenario aparece bien iluminado, al fondo hay un panorama campestre muy soleado y las siete parejas vestidas en tonos ocre entran y salen al son de una música festiva, lo que promueve que sus movimientos sean siempre gráciles y saltarines. El maestro repositor es Patrick Delcroix, que bailó con Kylián durante 17 años, y esta obra es una de las más aplaudidas del coreógrafo checo nacido en 1947, uno de los más importantes de la actualidad.

    Luego de un intervalo, todo cambia. Tras un golpe de timbal que suena como un trueno, aparece el escenario totalmente despojado y la música casi enteramente ejecutada con percusión suena en forma metálica, casi atronadora pero de enorme fuerza expresiva. Nueve bailarines con mallas en tono verdoso (tres varones y seis mujeres) entran en escena con movimientos bruscos, atléticos, de precisión impecable. Se entrecruzan y se retiran a un costado hasta volver a emprender la danza, como si estuvieran ensayando o intentando una competencia entre ellos, a ver cuál realiza el movimiento más complicado, la pirueta más exigente, el manejo del cuerpo más elástico y entrenado. Casi con displicencia, caminan por el escenario hasta que les toca el turno de mostrar su virtuosismo, y ninguno se queda atrás. Son 26 minutos a pura energía, porque la música no da respiro, nunca baja el tono y los bailarines se amoldan a esa exigente rutina, al punto de dejar casi sin aliento al espectador.

    Este ballet llamado enigmáticamente In the Middle Somewhat Elevated fue compuesto en 1987 por Thom Willems y escenificado por William Forsythe, director durante 20 años del Ballet de Francfort, nacido en Nueva York en 1949 y reconocido como uno de los mejores coreógrafos contemporáneos. El título responde a que el único elemento escenográfico está colocado arriba, en el centro del escenario, y es una especie de cereza de oro (o así parecería), lo que en realidad no importa nada porque este es un ballet totalmente abstracto, sin argumento alguno, donde lo único que cuenta es el desempeño de los bailarines, quienes al final reciben la ovación merecida porque es tal su impresionante ingravidez que los cuerpos parecen flotar en el aire, recortados secamente sobre el fondo negro del escenario, donde no hay nada que distraiga, ningún telón ni proyección lateral, salvo ese colgamento “algo elevado en el medio”. La maestra repositora en este caso fue la franco-germana Agnes Noltenius.

    Finalmente, la tercera parte es la conocida Consagración de la primavera, compuesta en 1913 por el ruso Igor Stravinsky y estrenada por Vaslav Nijinsky con gran rechazo del público de la época a pesar de la aceptación que habían tenido sus anteriores ballets “El pájaro de fuego” y “Petrushka”. Pero éstos habían tenido coreografías de Fokine y el público temía un nuevo escándalo de Nijinsky luego de sus provocaciones sexuales en “Preludio a la siesta de un fauno”, de Claude Debussy. El tiempo se encargó de convertir en un clásico este título de Stravinsky, con sus ritos paganos y su música modernista, utilizada hasta por Walt Disney en “Fantasía” (1940).

    Entre nosotros, este ballet tiene un recuerdo muy particular porque fue el último que se estrenó en el Estudio Auditorio antes del incendio de 1971, con coreografía de Eduardo Ramírez. Ahora la puesta se debe al argentino Oscar Araiz (La Plata, 1940), que la estrenó en 1968 y sigue manteniendo su enorme calidad estética y musical. Una vez más el escenario está desnudo para permitir que el cuerpo de baile por sí solo logre un tour de force de notable impacto visual, completando un programa sin fallas, de inocultable interés y la confirmación de un gran momento del BNS que ya está haciendo historia. Hay que esperar lo que se viene, porque la curva hasta ahora ha sido solo ascendente.

    Vida Cultural
    2013-05-30T00:00:00