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    Dios es una ardilla

    Lo dieron por muerto porque era imposible sobrevivir con esas heridas provocadas por el ataque de un oso. Lo enterraron pero no llegaron a darle una sepultura cristiana, como Dios manda. Había muchos indios en la zona y, para salvar el pellejo (y sobre todo la cabellera), el resto del grupo —forajidos comerciantes de pieles— olvidó al moribundo y decidió seguir avanzando. Estamos a principios del siglo XIX en una zona salvaje, con temperaturas bajo cero, cielos plomizos y aguas heladas, en la frontera entre Estados Unidos y Canadá.

    Por lo general, los westerns se ambientan en tierras desérticas, polvorientas, soleadas y con cielos azules, donde los pueblos son limpios y agradables si no llegan los malvivientes con sus armas y sus aviesas intenciones. Esta historia escrita y dirigida por Alejandro González Iñárritu se ambienta en la nieve, entre las montañas y los campamentos improvisados en bosques de altísimos árboles cuyas copas son azotadas por un viento incesante, con hombres que hablan inglés, francés y pawnee u otros idiomas nativos, ataviados con pieles y harapos, sucios y desprolijos hasta la médula, gente que lleva meses sin bañarse, un mundo parecido al retratado por Robert Altman en Del mismo barro (McCabe and Mrs. Miller, 1971) y ubicado en un prostíbulo del fin del mundo.

    Lo primero que se impone, entonces, es un naturalismo frontal y violento: el paisaje es imponente, sentís el frío, las barbas y los pelos de la cara se congelan, las uñas de los expedicionarios están mugrientas y sus dientes destrozados, las flechas y los tiros se cruzan y nunca se detecta el origen, la sangre salta contra la lente de la cámara (como estallaba el huevo en Los olvidados de Buñuel) y las heridas supuran. Es, también, un western con hedores.

    Y es, básicamente, la historia de una venganza que tiene a dos personajes antagónicos: Hugh Glass (Leonardo DiCaprio) y John Fitzgerald (Tom Hardy). Glass tiene un hijo mestizo y añora a su mujer india; Fitzgerald detesta a los salvajes y solo piensa en cobrar el dinero de las pieles y quizás, algún día, comprar una parcela en Texas. Ambos son de pocas palabras; el primero lucha por sobrevivir en condiciones infrahumanas y gran parte de la película agoniza, gime y grita; el segundo casi siempre se anticipa al resto de los expedicionarios. Glass conoce y respeta la naturaleza; Fitzgerald es desconfiado y violento y dice que Dios es una ardilla que, llegado el caso y para sobrevivir, debemos comérnosla.

    Hablando de comer, hay una escena en la que DiCaprio, que no ha probado alimento sólido en varios días, debe ingerir las entrañas de un bisonte. Las opciones que le dio el director fueron dos: o una inmunda goma de utilería o el hígado verdadero de una vaca. El actor, consustanciado con el papel de un sobreviviente, optó por lo segundo y le entró al hígado, que al instante vomitó. El realismo por encima de todo.

    Se ha comparado a El renacido —que tiene doce nominaciones al Oscar (ver recuadro en página contigua) y se estrena hoy jueves 21— con otras películas cuya peripecia de los personajes es tan salvaje y accidentada como la del equipo de rodaje. Al igual que Apocalypse Now, Aguirre, la ira de Dios o Fitzcarraldo, se rodó en escenarios naturales, en este caso en Montana (EEUU), Canadá e incluso Tierra del Fuego (Argentina). Varios integrantes del equipo abandonaron la filmación debido a las extremas condiciones del tiempo o a las desmedidas exigencias de Iñárritu, tal vez acostumbrados a hoteles de cinco estrellas bien a mano y a no arriesgar demasiado físicamente en tiempos en que la computadora lo puede solucionar todo.

    Pero el realizador mexicano de Amores perros, 21 gramos, Babel, Biutiful y la oscarizada Birdman, hizo una apuesta alta y le salió bien, más que bien: impecable, porque El renacido es un western épico, notablemente fotografiado “al natural” por Emmanuel Lubezki, donde la extensión de la aventura (156 minutos) está justificada en cada secuencia y en cada toma, con una música que ensancha las posibilidades expresivas y un sonido ambiente tan puntilloso como los primeros planos de esas hojas y esos pastos congelados. Más allá de la envolvente naturaleza de ríos revueltos, inmensidades gélidas, un firmamento atravesado por un meteorito o una avalancha que se desata desde un pico nevado, la belleza de la película estriba en su ritmo ajustado a cada necesidad dramática, en su simbiosis entre el paisaje agreste, virgen y soberano, con las ínfimas posibilidades de supervivencia de los personajes. En este juego se impone la total convicción y entrega de los actores, que saben moverse como figuras perdidas, y donde sobresalen DiCaprio y Hardy, que alternan el trabajo físico (no olvidar a los maquilladores) con los poquísimos —e intensos— primeros planos bajo la luz sepia de un bosque o ante la intermitencia naranja y dorada de una fogata.

    Con o sin estatuillas, un peliculón.

    El renacido (The Revenant). EEUU, 2015. Dirección: Alejandro González Iñárritu. Guion: Mark L. Smith y González Iñárritu, sobre novela de Michael Punke. Con Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleeson, Forrest Goodluck. Duración: 156 minutos.

    Vida Cultural
    2016-01-21T00:00:00