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    Disfrute para ojos y oídos

    La música en seis episodios, en YouTube

    Ostenta la impecabilidad de todas las producciones de la BBC y puede verse en YouTube. Fue lanzada al aire en 2013 como Howard Goodall’s Story of Music y su realizador es el músico y compositor británico Howard Goodall. En un clarísimo inglés (los subtítulos en español pueden bajarse de Internet), Goodall se pasea desde el año 9000 antes de Cristo hasta nuestros días para armar, en seis capítulos de una hora cada uno, no una “historia” de la música, que sería una history en inglés, sino como lo dice el título de la serie, una story de la música, esto es, un cuento, un relato, una narración, sin la complejidad y el detalle que demandaría una historia hecha de manera científica con el instrumental historiográfico correspondiente. Cuento o relato que como el propio Goodall lo advierte en la presentación es el suyo propio y que seguramente hay otros diferentes sobre el mismo tema, tan legítimos como el que él nos presenta.

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    Para ilustrar el relato y explicar las formas musicales o las innovaciones de los diferentes compositores, Goodall recurre alternativamente a un pequeño coro, a una pequeña orquesta de cámara, a un solista o muchas veces a él mismo frente a un teclado electrónico, donde analiza con muchísima claridad diferentes cuestiones. El otro instrumento —este no musical— que está casi siempre presente en el relato es la pintura. Una magnífica selección de las grandes obras pictóricas de todos los tiempos ilustra con criterio gráfico exacto y destacable buen gusto todo lo que Goodall está poniendo en palabras o en música. El transcurrir de los capítulos es entonces un doble placer, para el oído y para los ojos, muy bien amalgamado por el hilo narrativo del guión.

    El primer capítulo, La era del descubrimiento, trae breves referencias al Paleolítico, Egipto, Grecia y Roma, hasta llegar al aporte de la Iglesia, con la que comienza la notación o escritura musical del canto llano; el lento enriquecimiento de una armonía de solo dos líneas al comienzo; la música secular, los trovadores, la imprenta y la reproducción de partituras; la destrucción del melisma en la obra de Josquin des Prés; la importancia de Lutero en la profesionalización del canto, sacándolo del ámbito exclusivo de las iglesias y el nacimiento de la ópera con Claudio Monteverdi.

    El segundo capítulo, La era de la invención, recorre 100 años desde 1650 a 1750 y explica cómo el siglo XVII fue dominado por los italianos Corelli y Vivaldi, la importancia del francés Lully en la ampliación de la orquesta con su música de ballet y cómo en el siglo XVIII aparecen las figuras excluyentes de los alemanes Bach y Händel. Hay una muy didáctica explicación de lo que es un canon, una fuga y una disonancia y cómo con esta última aparece el primer signo de angustia en el discurso musical. Cuáles son los instrumentos temperados y cuáles no, la diferencia entre los clavicordios y los pianos y en 1750 la aparición del público, de una audiencia específica para los conciertos, que pasan así del ámbito privado al público.

    La era de la elegancia y la sensibilidad es el tercer capítulo, donde los protagonistas son Haydn, Mozart y Beethoven. El predominio de la claridad en la forma y estructura musical, el cambio de Johann Stamitz a Haydn, donde la repetición de una frase o tema no será literal sino con cambios, la exploración que se hace a partir de un tema. De cómo Mozart ha sido el más grande fabricante de melodías (“si te acuerdas de una tonada, es de Mozart; si no te acuerdas, es de Haydn”) y cómo Haydn­ y Mozart fueron los primeros músicos que cambiaron su estatus de empleados a compositores freelance. Se detiene en Beethoven y analiza cómo con él se pasa de lo gentil y amable a la psicología profunda del compositor y de sus sentimientos, mencionando la marcha fúnebre de la sinfonía Heroica y sus seis últimos cuartetos. Hace una breve mención al carácter íntimo de la música de Chopin y pasa demasiado rápido por una figura fundamental de este período como Schubert, a quien no le da el lugar que se merece.

    La era de la tragedia es el cuarto capítulo y marca la aparición de temas como la muerte, el destino, los fantasmas y las deidades en el discurso musical. La audacia y el brillo de Héctor Berlioz, la figura dominante de Verdi en la ópera italiana y un trecho importante dedicado a resaltar la importancia de Franz Liszt como experimentador; la llamada música descriptiva por oposición a la abstracta, con sus poemas sinfónicos, su influencia sobre Debussy, el uso de acordes aumentados y disminuidos que luego aparecerán muchísimo en Wagner o las famosas doce notas no repetidas del comienzo de la sinfonía Fausto, que 50 años más tarde aparecerán como “inventadas” por Schönberg y sus acólitos. Analiza luego a Wagner, su reformulación de la ópera, el cromatismo en sus composiciones y también algo extramusical: su antisemitismo.

    El quinto capítulo, La era de la rebelión, abarca solo 30 años que van desde la muerte de Wagner en 1883 hasta el comienzo de la I Guerra Mundial. Analiza el bajo perfil y la simplicidad de los franceses contemporáneos de Wagner, que representaron un reacción contra la pomposidad del alemán: Satie, Fauré, Debussy, Ravel. Hace un contrapunto entre lo que llama la música acogedora de Gustav Mahler, una suerte de all inclusive de tendencias y formas que invita y convoca a todos los públicos, frente a la música de Wagner, más cerrada y excluyente. Pasa rápidamente por el dodecafonismo de la Escuela de Viena, que “no dejó nada de música para disfrutar”, y se detiene en los acordes colgantes y solapados de Debussy y en la influencia que sufrió de la música oriental; destaca la maestría de Ricardo Strauss, capaz de componer una música grandiosa y solemne como Así habló Zaratustra o una melodía de infinita ternura y melancolía como la canción Por la mañana (Morgen), o de marcar un antes y un después en la lírica con su ópera Salomé, compuesta en 1905. Luego, un rápido pasaje por los rusos Tchaikovsky y Mussorgsky, la importancia de la danza en la música, los Ballet Rusos de Serguéi Diaghilev, su explosiva asociación con Igor Stravinsky y las puestas de El pájaro de fuego, La consagración de la primavera, Las bodas y otros. Hace un breve pasaje por el jazz y explica el blues, las blue notes y la síncopa. Termina afirmando que en medio del atonalismo y otros quiebres, compositores de estos años como Strauss, Sibelius, Grieg, Rachmaninoff y Respighi siguieron cultivando la melancolía y un estilo más tradicional y menos rupturista.

    Finaliza el ciclo con La era popular, su sexta entrega, que va desde 1906 hasta nuestros días. Allí se verá el estallido que significaron para la música primero la radio en 1906, luego las grabaciones discográficas y por último Internet. Sabremos del gran impacto que provocó en Nueva York el estreno de la Rhapsody in Blue, de George Gershwin en 1924, con apabullante éxito de público y un no de la crítica, que no supo ver el primer intento serio de acople entre la música clásica y la popular. En el mismo sentido aparecerá Kurt Weil en Europa con su Ópera de tres centavos, y los hermanos George e Ira Gershwin volverán a conmover con su ópera Porgy y Bess. Hace luego una breve alusión a Carl Orff, su Carmina Burana y su vinculación con el nazismo; a Dmitri Shostakovich, su opresión creativa durante el stalinismo y su sinfonía Leningrado; a Aaron Copland y su Primavera en los Apalaches; a Leonard Bernstein y West Side Story; a la importancia del cine domo difusor de música clásica; al surgimiento del be bop, el rock, el gospel, la canción de protesta y esos genios inclasificables que fueron Los Beatles. También hay una breve mención al minimalismo de David Bowie, Steve Reich y Philip Glass.

    Goodall nos deja una reflexión final: lo que acerca hoy a los géneros clásico y popular es la tecnología de sonido y grabación. La pregunta que se formula es si el sirviente (la tecnología) se está sobreponiendo o no al patrón (la música). Queda planteada para que usted lo decida.