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    Dr. Ariosto J. González

    Sr. Director:

    El pasado jueves 18 de junio falleció el Dr. Ariosto J. González. Hijo y homónimo del eminente y no superado tratadista del Derecho Aduanero, heredó sus inquietudes académicas y su amor por el derecho al que cultivó con elegancia y firmeza. Elegancia para asistir tanto a funcionarios aduaneros persiguiendo infracciones, como a particulares defendiéndose de demandas fiscales. Y firmeza para nunca permitir ni para sí ni para sus defendidos ir más allá de lo que (es una reiterada frase suya) “en cuanto por derecho corresponda”.

    No lo movieron de esa posición ni clientes, ni funcionarios, ni siquiera directores nacionales del organismo, ni autoridades policiales, ni fiscales, ni jueces, ni tampoco gobernantes de las más altas jerarquías.

    Entre 1948 y 1957, Ariosto fue alumno del Colegio Seminario de los padres jesuitas donde aprendió sus primeras letras e hizo sus primeros amigos, los mismos que hoy le recuerdan con afecto y admiración intelectual.

    Desde muy joven presentó características de adulto. De estatura mediana, su cabeza bien formada se apoyaba en un mentón amplio y fuerte y remataba en una cabellera de pelo negro y lacio que evocaba la nobleza charrúa. Su boca, de labios finos, habitualmente callada, estaba siempre pronta para emitir alguna de sus inapelables sentencias.

    Tenía un cierto aire hierático, que lo hacía ver como distante de sus contertulios. Aire distante que desaparecía súbitamente con el relámpago de sus ojos negros y la fuerza de una de sus frases siempre indiscutibles.

    Trabajó con la justicia aduanera todavía sin haberse recibido, atendiendo clientes de la más diversa procedencia, orientando alegatos y obteniendo sentencias favorables, con apoyo de abogados amigos que firmaban sus escritos. En los años ‘70 tenía ya un estudio profesional prestigiado como el mejor en el fuero aduanero y era asesor letrado del Centro de Navegación (CENNAVE) donde una proficua trayectoria lo vinculó con los agentes y líneas marítimas participantes de la comunidad portuaria.

    Cultivó el bajo perfil hasta el final de su vida y políticamente fue de origen colorado. Más aún, sus hijos son resultado de su primer matrimonio con una integrante de la prosapia colorada duraznense. Pero nunca permitió que ese origen nublara sus ojos. Por el contrario, mantuvo siempre clara su visión del interés nacional y en los años ‘90 se jugó por la reforma portuaria. Asesoró, sin tasa ni medida, habló en todos los ámbitos y fue un entusiasta promotor (y en determinados aspectos, redactor) de la Ley de Puertos.

    Fue maestro en el derecho aduanero, marítimo y portuario y con generosidad (y picardía) formó en el ámbito de su estudio a sus colaboradores abogados en esas especialidades: son testimonios vivos sus herederas intelectuales, las doctoras Karen Berniger y Mónica Ageitos. No fue ajeno a las inquietudes académicas y fue reconocido como Miembro Correspondiente del Instituto Argentino de Estudios Aduaneros. Participó además, como uno de sus fundadores, en los quehaceres del Instituto Uruguayo de Estudios Aduaneros donde disertó, discutió —como siempre— apasionadamente, promovió y colaboró para su crecimiento con inteligencia y esfuerzo. Fue parte, además, en innumerables ocasiones, de eventos de ALADI y trabajó desinteresadamente con diplomáticos de Paraguay y de Bolivia para lograr los acuerdos —hoy realidad— de la Hidrovía y de la Cuenca del Plata.

    Dueño de una poderosa inteligencia, dictaba en voz alta sus escritos a sus asistentes mientras caminaba por los pasillos de su estudio. Fluía entonces un torrente de palabras ordenadas hacia un fin justiciero que eran, al mismo tiempo, órdenes. Una vez lo vimos en esa singladura y sonrió con sencillez cuando le dijimos que su actitud era la que describía el insigne poeta portugués Guerra Junqueiro: “Héroes de frente tranquila, ojos que alumbran, boca que manda…”.

    Se fue Ariosto J. González. Lo extrañarán la justicia aduanera, diplomáticos de naciones vecinas, colegas, clientes, adversarios, colaboradores y la academia. También —de otra manera— quienes fuimos sus condiscípulos en los jesuitas y luego, modestamente, nos consideramos sus amigos.

    Diego E. Ferreiro Azpíroz

    CI 919.635-3