El alma desgarrada
El alma desgarrada
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Tuve ganas de volver a escribir sobre Julián Centeya. Ya lo he hecho, pero vuelvo —con agregados, porque es una fuente inagotable— a esa querida admiración quizás influido por la cercanía de otro aniversario de su muerte, ocurrida el 16 de julio de 1974. Quién sabe.
Además, es probable que nadie haya personificado mejor al tango, la noche y la bohemia —esa tríada que durante más de un siglo fue cultura popular en el Río de la Plata— que este inmigrante italiano, periodista, poeta, letrista de tango y recitador, nacido en Borgo Val di Taro, Parma, el 15 de octubre de 1910, con el nombre de Amleto Enrique Vergiatti. A los doce años, tironeado por su padre anarquista que escribía en Avanti, huyó en el Comte Rosso a la Argentina; primera parada, Córdoba, y a los pocos meses Buenos Aires, en Boedo, donde recaló junto a su madre Amelia, dos hermanas y el perro Cri-cri.
Trabajó siempre y muy rápido gustó de la noche, el lunfardo y los amigos brotados al calor de su humanismo desbordante. Escolar en el Colegio Luppi (adonde también fue Homero Manzi), inició el Secundario en el Nacional Rivadavia, pero por su mala conducta fue expulsado en tercer año. Ya había iniciado su “otra vida” y se consideraba un natural de su barrio de boliches y noctámbulos: —Entonces me sale el compadre de adentro y bato esta sed que me nace de carne… pa’que así se enteren de que yo soy de Boedo.
Demoró en adoptar su luego popular seudónimo; lo hizo al mismo tiempo que compuso su canción iniciática, la milonga Julián Centeya, con música de José Canet: “Me llamo Julián Centeya,/ por más datos soy cantor,/ nací en la vieja Pompeya,/ me llamo Julián Centeya,/ su seguro servidor”.
Sin embargo, su primer libro de poemas, En recuerdo de la enfermería de Jaime, de 1941, lo firmó con el apodo de Enrique Alvarado. Fue creativo periodista en radios Colonia (En una esquina cualquiera) y Argentina (Desde una esquina sin tiempo) y en los diarios Crítica y Noticias Gráficas y las revistas Sábado y Prohibido, donde se destacó por sus aguafuertes, la crónica policial y un enfoque muy personal de la cotidianidad. En 1969 apareció el que está considerado su mejor libro, La musa del barro, con prólogo de César Tiempo. El mismo año, RCA Víctor grabó varios de sus poemas, mientras que su única novela, El vaciadero —sobre “los quemeros”, hombres, mujeres y niños marginados que iban a la incineración de la basura en busca de objetos de valor—, vio la luz en 1971; posteriormente, participó de la película El canto cuenta su historia.
Bohemio a ultranza, amigo generoso. Y un alma profundamente desgarrada ante la infelicidad que veía: “Yo canto en lunfa mi tristeza de hombre,/ ando la vida con mi musa errante./ Ella es así de maleva y yo atorrante,/ camina a mi costado y tiene un nombre./ Nació conmigo en Boedo y Chiclana/ y se hizo mansa a juego de palmera./ Nunca una bronca, siempre cadenera,/ y vivo con ella muy a lo banana”.
Y desgarrada también por cómo cerró la intimidad que había elegido; en la vida de Julián Centeya hubo una circunstancia que lo marcó a fuego. Pocos recuerdan que se casó con Elena Gorizia Vuattone y vivieron juntos hasta la muerte de ella en 1967: una cantante que se hacía llamar Gory Omar, hermana de Nelly, que le dejó una herida incurable de soledad para sus últimos años.
Entre los poemas lunfardos que legó quien fuera llamado “El Hombre Gris de Buenos Aires”, hay que destacar Sigo pensando en vos, negro (uno de sus homenajes a Louis Armstrong; el otro es Esto no tiene remedio), Atorro, Mi viejo (recuerdo de su padre anarquista e inmigrante), Una puteada esdrújula, Pichuco (le hizo también dos a El Gordo, con el mismo título), Muerte del punga y Ortiba. Compuso varios tangos, entre los que resaltan Claudinette (con música de Enrique Delfino), La vi llegar y Lluvia de abril (Enrique Mario Francini), Lison (Carlos Ranieri), Felicita (Hugo del Carril) y Este cuore (música póstuma del ex roquero devenido tanguero Daniel Melingo). Cuatro años después de su muerte se publicaron los libros La musa maleva y El ojo de la baraja izquierda.
Fumador empedernido, murió a los 64 años, muy pobre aunque rico por su recuerdo de amigos como Troilo, Manzi, Cátulo Castillo, el inefable Barquina, Discépolo y tantos más.
—“Si me voy piola,/ en el finirla está la salvada,/ llevo conmigo mi alma cansada,/ que hace diez siglos no quiere Lola”.