N° 1951 - 04 al 10 de Enero de 2018
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La exclamación surgió de la concurrencia del café El Estribo, tras varias figuras hechas por el Vasco —también conocido por el Lecherito, en razón de ser hijo de un modesto repartidor—, que bailaba un tango con su mujer, Martina Mein.
El Vasco o el Lecherito fueron apodos de Casimiro Aín, nacido en el barrio La Piedad de Buenos Aires, el 4 de marzo de 1882, hijo de José, francés, y de Rosa Rataro, italiana, y que años más tarde sería llamado “el bailarín del Papa”.
Casimiro aprendió a bailar tango antes que a hablar de tanto escuchar a un organillero que tocaba en la esquina de su casa: niño todavía, fue incorporado por su habilidad como bailarín del circo de Frank Brown, que representaba la obra Pantomima acuática en el teatro San Martín. Al inicio de la adolescencia ganó un torneo de valses organizado por la Colonia Italiana y en 1903 se embarcó hacia Europa, sin rumbo cierto, a la aventura, soñando triunfar en salas y cabarés lujosos del viejo continente; casi a rastras, llevó a dos ignotos amigos, un violinista y un guitarrista, para acompañarlo. Este primer intento naufragó luego de breves ciclos de actuaciones en Londres, París —Montmartre— y España. Apenas un año después, de regreso a Buenos Aires, bailó en el teatro Ópera con Martina, a la que allí había conocido y con la que se casó en 1908, y animó las célebres fiestas del Centenario.
Ya no era un desconocido. Ya le pisaba los talones a Ovidio José Bianquet, el Cachafaz, que había comenzado a bailar muy poco antes que él.
Y su salto al éxito grande se produjo en 1913: otro viaje a Francia, con Celestino Ferrer al piano, Vicente Loduca en bandoneón y Eduardo Monelos en violín. Época de locura por el tango en Europa: trabajaron en el cabaré Princess, que, apenas comprado por el músico argentino Manuel Pizarro, se convirtió en El Garrón, y en varios teatros de París y Biarritz. Pero para Casimiro no había límites; fue contratado en Canadá y luego en Estados Unidos:
—En los yanquis prendió bastante la chifladura del tango. Yo bailaba en Nueva York y una vez a la semana tenía que viajar a Filadelfia, a darle clases a la mujer del “rey del acero”, míster Widener. ¡Loca por las quebradas! Pero no le daban las tabas para la cadencia: tenía tapones en las orejas.
El mundo entero comenzó a hablar del “compadrito” Casimiro Aín.
Compadrito y desordenado: en 1916, en un arrebato, volvió a la Argentina; extrañaba las milongas porteñas y bailar tangos prostibularios como Sacale la mano al negro, Aura que ronca la vieja, Sacudime la persiana y Empujá que se va a abrir.
Pero, alentado por el dinero que le ofrecían, retornó a Europa y recorrió Alemania, Rusia, Dinamarca, Polonia, Turquía, Grecia y Egipto, antes de recalar otra vez en sus queridas Francia e Italia.
Y fue en esos dos países, apasionados por el tango, donde vivió circunstancias sin parangón en la historia de la música popular ciudadana del Río de la Plata.
Su breve peripecia con Rodolfo Valentino es imperdible. Lo conoció en sus inicios, aún sin la corona del estrellato:
—Iba por la pensión donde yo vivía, quería aprender tango y andaba pechando para el café con leche. Se golpeaba la barriga y decía: “¡Senti, senti como suona”. ¡Se dan cuenta! Después me enteré que murió podrido en plata. ¡Nunca se acordó de la mala! Si hasta le compré un baúl viejo para darle una mano…
Y lo máximo. El embajador argentino en Italia, García Mansilla, estaba obsesionado por una señal del Vaticano de aceptación del baile de tango, entonces considerado denigrante. Su insistencia logró una sesión ante Pío XI para exhibir “la decencia” de esa danza. Fue en febrero de 1924. Contrató a Casimiro, pero le prohibió bailar con su compañera habitual —sustituida por Irene Scotto, traductora de la Embajada— y le pidió extrema prudencia en los movimientos:
—¡Fui un desastre! Yo, de smoking y moñita y la mina esta, más dura que un árbol. Bailamos Ave María, de Francisco y Juan Canaro. ¡Una vergüenza!
Lo que no supo Aín fue que el Papa aprobó el baile; le pareció correcto, aunque aburrido y deslizó que “hubiera preferido una furlana”, danza del Véneto, mientras al irse le guiñaba un ojo al embajador.
Leyenda o verdad, se dijo que estaba dejando claro que podía ser “Su Santidad” pero no ingenuo.
En cuanto a Casimiro, murió el 17 de octubre de 1940. Muerte piadosa: una acelerada gangrena se lo llevó después de que le amputaran una pierna.