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    El bien y el mal definen por penal

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2243 - 21 al 27 de Setiembre de 2023

    Se dice que en las guerras lo que primero muere es la verdad. Se podría parafrasear esa idea y decir que, en un mundo polarizado, en donde todo se reduce a un combate infinito entre el bien y el mal, lo primero que muere es el matiz. Y sin matiz no hay mundo real posible, solo fantasía religiosa. O ideológica, que es la religión que mejor se adapta a quienes se autoperciben ateos. Así como en la columna de la semana pasada intenté señalar algunos de los problemas que presenta la idea de que “lo personal es político” respecto a la intimidad, en esta me gustaría desarrollar algo también relacionado con esa idea, pero relativo a la construcción de un escenario político regido por la idea del combate absoluto entre el bien y el mal.

    La conexión que relaciona aquella columna con esta me la proporcionó un lector anónimo en X cuando comentó mi texto con una cita de Pablo Malo, un psiquiatra del País Vasco que no solo escribe cosas interesantes en esa red, sino que además suele publicar sugerentes citas y artículos de terceros. Casi sobra decirlo, eso logra que una parte de los personajes más cerriles de X se dedique a descalificarlo y agredirlo cada vez que hace eso, exponer ideas. En fin, lo de todos los días en ese mundo que Malo, justamente, resumía en algunas de sus citas de hace unos días. No hay nada que enfurezca más a un “militonto” de redes que verse retratado de cuerpo entero en una cita, justo en la red en donde se dedica a ejercer de policía moral de los demás.

    En este caso la cita no era del propio Malo sino del libro La invención del bien y del mal de Hanno Sauer, profesor de Ética en la Universidad de Utrecht en los Países Bajos. Se refiere al absolutismo moral que reina en el presente más reciente y dice así: “Los movimientos de defensa de la justicia social como el programa woke o el altruismo eficaz parten de premisas morales radicalmente distintas y llegan a conclusiones morales radicalmente diferentes. La principal transformación moral que hemos vivido durante los últimos cinco años es una tendencia en la que esos dos movimientos coinciden: un absolutismo moral según el cual lo personal siempre es político, al que debe someterse todo en una eterna lucha del bien (al que pertenecemos nosotros) contra el mal (al que pertenecen los demás), que se adueña de todos los momentos en que estamos despiertos y todos los ámbitos de la vida, desde el amor y la risa, el comer y dormir hasta el ascetismo oscuro y monacal de una exigencia de pureza moral”.

    Ese ascetismo monacal y esa pureza moral son precisamente el mundo sin matices, sin ambigüedad y sin grises al que aludí al comienzo. Un mundo irreal en su pureza y en su ambición. Uno completamente inasible y utópico, que se desplaza permanentemente en el horizonte. Y es que, si bien la utopía puede ser un buen motor para el cambio social y la búsqueda de mayor justicia social, etc., es al mismo tiempo una idea prima hermana del deseo: se desea aquello que no se tiene, se desea eso que se desplaza siempre hacia adelante y que se aleja en la misma medida en que intentamos acercarnos.

    El problema es que, a través del absolutismo moral actual, esa utopía monacal se viene planteando como algo compulsivo para todos, como una obligación moral que debe ser acatada so pena de excomulgación social. Lo dije en alguna columna previa, es ciertamente un avance civilizatorio que, en vez de quemar gente, hoy la turba se conforme con aniquilar la vida social y profesional de aquellos que no se ahorman. Pero tampoco es que el mundo que nos queda al final de dicho proceso sea especialmente luminoso. De hecho, es un mundo que tiene mucho de caótico y oscuro debido a lo contradictorio de sus demandas infinitas.

    Por poner un ejemplo, digamos que en un país se vota una ley tan bien intencionada como mal razonada y diseñada. En esencia porque se trata de una ley pensada por gente que, efectivamente, cree estar librando una batalla definitiva contra el mal, encarnado por todos aquellos que no son ellos mismos, los redactores. Antes de aprobarla, un sinfín de juristas y expertos les advierten del desastre que implica tal ley y les señalan que van a lograr justo lo contrario de lo que se proponen. Los redactores descalifican todas esas advertencias señalando que solo un reaccionario o alguien maligno podría decir algo tan horrendo de su preciosa ley y sus maravillosas intenciones. ¿El resultado? Más de 1.000 violadores ven reducidas sus penas gracias a una norma que pretendía ser más severa con ellos (sí, hablo de la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual de España). ¿Qué hace entonces el iluminado redactor? Lo mismo que hizo antes: dado que cree estar librando una batalla contra el mal, argumenta que eso ocurre porque unos malvados (que ahora son los jueces) intencionalmente hacen un mal uso de su excelente ley. Es decir, mantiene la ficción porque su pensamiento hace rato que es impermeable a los efectos que genera en el mundo real.

    Como señala Sauer en su libro, esto seguramente se deba a que allí la ideología ya no es tal ni se interesa por contrastarse con lo real: “Al fin y al cabo la polarización política carece en gran medida de una dimensión ideológica; más bien es un fenómeno puramente afectivo. No estamos en un desacuerdo absoluto, sino que simplemente nos odiamos (…). Estas formas de polarización política están estrechamente relacionadas con la autopresentación moral dentro del grupo: la radicalización surge de una competición por superar la oferta, en la que se intercambian posturas políticas cada vez más extremas por ganancias de prestigio social”.

    Y ese parece ser el principal motor de este neovictorianismo en estado de constante aceleración, en esta suerte de regreso a la oscuridad que, irónicamente, ahora no viene del lado de la Iglesia, a la que de manera bastante exitosa logramos expulsar (en Occidente al menos) del ámbito público estatal. No, esta vez el absolutismo moral viene del lado de una parte de la academia y sus hooligans en la política, en un mix letal de puritanismo anglosajón y entusiasmo destructor mediterráneo. Como bien dijo un amigo hace un tiempo, sacamos el dogma de la religión con trabajosos empujones por la puerta y la academia lo volvió a meter, disfrazado de flores, por la ventana.

    La canción de Divididos en donde aparece la frase que da título a esta columna es, contrariamente a lo que podría parecer, una oda a la contradicción. Porque la frase es irónica y en eso reside su magia, su capacidad de ser algo más que pura literalidad. Toda la canción juega con el engaño y el desengaño y en ese juego se desarma, se vuelve algo más complejo y con matices. El arte no es posible sin el matiz, sin el gris, sin la ambigüedad, sin el reconocimiento del otro. Es la misma canción que en su estribillo se pregunta: “¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad”. La polarización moral es funcional a los fines de quienes la impulsan, incluso los de aquellos que la impulsan sin saberlo. Pero, madre mía, qué mundo más triste, chato y seco es ese que proponen.