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Afuera el ruido insoportable de la calle Rondeau, un día de semana a media tarde. El clima es raro, húmedo y amenazante. Pero se abre una puerta y basta un paso para entrar a otra dimensión. Es una casona antigua, enorme, tremendamente silenciosa. Entre algunas luces y muchas sombras, aparecen imágenes extrañas instaladas en la entrada a la gran sala reciclada y de techos altos. Algunas figuras humanas en tamaño natural reciben al visitante, es un grupo de cinco figuras oscuras, que parecen detener un diálogo rutinario para escuchar los pasos que dañan el silencio y la quietud. Es un grupo de esculturas en negro, cadavéricas, expresionistas, de ángulos y miradas perdidas, rostros casi sin rasgos. Están en otro lado, muy lejos de la calle, custodian el ingreso a un mundo difícil de definir, un espacio que se transita a través del tiempo, poblado de figuras e imágenes que hablan de sugestivas visiones.
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No es un museo. En primer lugar, es una casa de 1840, donde funcionaron en diferentes momentos una clínica de neurofisiología y un billar. “Veíamos salir a Nantes y Espínola Gómez, discutiendo, caminando por Rondeau para abajo”. La dueña de casa recuerda algunas historias del curioso proceso que vivió ese lugar antes de convertirse en este espacio donde reposa lo mejor del arte uruguayo de los últimos 50 años. “El club estaba arriba de la clínica, se hacían asados, entraba y salía gente todo el tiempo, era medio incompatible con la otra actividad”, cuenta con voz suave Clara Ost, mientras acompaña a Búsqueda en una larga y privilegiada visita. Junto a su esposo —neurofisiólogo y como ella, amante del arte— convirtieron esa casona en un sorprendente espacio artístico, donde abundan las esculturas de Hugo Nantes (1933-1990), distribuidas por los tres pisos. Impactan por la naturalidad de su ubicación, por sus gestos detenidos en el tiempo, como si los personajes de ese Club permanecieran para contar algunas historias, inmóviles, apenas con una resonancia vital que proviene de la actitud que le propuso el artista.
El matrimonio Engelman-Ost adquirió estas esculturas en diferentes lugares y circunstancias, algunas compradas al artista, otras buscadas o descubiertas en la galería del Notariado o en el hall del cine Central, a pocos metros del lugar. En torno a ellas, se organizan decenas de obras de arte de artistas uruguayos, un inmenso retrato nutrido, completo y dinámico de la creación contemporánea. “Esa es la primera obra que compré”, dice la señora Ost y señala una pequeña escultura colgada en la pared. Es una obra de María Freire (1917), en barro pintado. Es de 1963, un signo claramente identificable en el estilo que hoy es tan reconocido.
Mientras el periodista repasa la sala de los “geométricos” y disfruta de los cuadros de José Pedro Costigliolo (1902-1985), la amable anfitriona se distrae con un cuadro movido. Está inclinado. “Uno lo arregla y vuelve a inclinarse”. Molesta ver una pintura mal colgada. Pero las casas se mueven, vibra la atmósfera de un viejo ambiente colonial expuesto continuamente al movimiento de la calle, al tránsito ininterrumpido de ómnibus y vehículos pesados. Pero es el único dato, casi como un llamado de atención de la obra. El resto, en silencio, en su lugar, adecuadamente colgados, exponen líneas y colores, diferentes motivos, técnicas y estilos. Sobre todo estilos.
En un trayecto de dos horas, es posible aprender del arte y sus conmociones, de la propuesta geométrica y colorida de los años 50 a las experiencias de instalaciones experimentales o trabajos de artistas como los integrantes del Movimiento Sexy. Hay expresionismo, mucho informalismo, líneas vinculadas al pop y el grafitti, propuestas más o menos surrealistas y un número impresionante de artistas de una madurez conmovedora.
Hay obras de Hugo Longa, por supuesto, uno de los más presentes; de Agueda Dicancro, Ernesto Vila, Lacy Duarte, Carlos Seveso y Carlos Musso; de Marcelo Legrand y Eduardo Cardozo; de Álvaro Pemper, Fernando López Lage, Virginia Patrone; esculturas de Rimer Cardillo y obras de Margaret Whyte, entre otros. Pero no es una cuestión de nombres lo que importa en este lugar. Mucho menos de valor económico de las obras. Allí no se habla de dinero, ni siquiera de calidad en el sentido estricto del término, aunque es evidente el gusto y la sensibilidad con la que se eligió cada una de las obras. Según la señora Ost, la colección busca otra cosa. Muestra un camino personal, un registro dinámico. En cierta forma, este paseo es una radiografía de los trayectos individuales de los artistas.
No solo está la obra más significativa de muchos protagonistas. Hay también piezas de diferentes etapas de cada artista. Hay un seguimiento, una mirada que permite aprender a través del camino de cada uno y sorprenderse con los momentos de maestros como el propio Longa, Cardozo o Legrand. Se evidencia en toda la colección un seguimiento, una dedicación temporal, un trabajo de hormiga, de relación con el artista, de visita a los talleres. Como en ningún otro lado, es posible ver los cambios, las decisiones, la transformación de cada uno y también del conjunto. Una muestra dinámica, vital, de épocas y diálogos con el tiempo de cada creador.
Es un recorrido vital, de valores y momentos de cada artista. Es también una mirada al país de los últimos años y una forma de entender cómo se construye una colección, cuál es el sentido de este insólito vínculo entre el que hace y el que compra, el que vende y el que disfruta solo de observar. “Se trata de apelar a la memoria dinámica, vital”, dice Ost. E insiste: “Importa lo que el artista dice de su época, de su vida”. La colección es privada y expuesta a quien quiera visitarla, a convenir o en horario establecido si hay una muestra temporal. Basta llamar y darse una vuelta, que lo transportará a un mundo imposible de encontrar en otro lado. Como si fuera la casa de un amigo que vive rodeado de belleza y silencio, como un club de amigos, en plena decadencia céntrica de Montevideo.
Colección Engelman-Ost. Rondeau 1426, tel. 2709 9950. Colección permanente de arte contemporáneo uruguayo.