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    El conflicto judicial

    Sr. Director:

    En la edición Nº 1.797 correspondiente al pasado 31 de diciembre se publica una columna del señor Claudio Paolillo con el título “¿L’État c’est moi?”.

    En ella su autor describe y analiza el proceso legislativo a partir del cual se originó el conflicto que actualmente contrapone a los poderes Ejecutivo y Legislativo —por un lado— y Judicial —por otro— y en función de los elementos de juicio presentados concluye que son disparatadas las afirmaciones del presidente José Mujica en cuanto a que “hay cosas que pueden ser legales pero no son justas ni éticamente ni moralmente, por más legales que sean”, debido a lo cual tendría simplemente que avenirse a “pagar lo que corresponde según la ley”.

    Su línea discursiva es consistente y racional; está fundamentada en hechos cronológicamente bien reseñados y de certidumbre incuestionable. Sin embargo, a mi juicio encubre un paralogismo. Concretamente, un entimema erróneo…; y hasta —desde mi perspectiva indocta— diría que se trata de un entimema erróneo “excepcional”, exótico. El razonamiento —en cualquier caso— conduce a un corolario incorrecto.

    Permítaseme aclarar esto. Según los versados en cuestiones de lógica incurrimos en un entimema cuando por considerar algo sobreentendido no lo incluimos en el planteo del silogismo que formulamos aun cuando establecer su veracidad es indispensable para validar nuestra conclusión.

    Para el caso que nos ocupa, el silogismo subyacente a las disquisiciones efectuadas por el señor Claudio Paolillo sería:

    Premisa mayor - Todas las leyes promulgadas por el gobierno deben aplicarse rigurosamente.

    Premisa menor - Las leyes 15.750, 15.809, 17.930 y 18.719 fueron promulgadas por el gobierno.

    Conclusión - Las leyes 15.750, 15.809, 17.930 y 18.719 deben aplicarse rigurosamente.

    Aquí el paralogismo —el entimema erróneo— sería efecto de asumir tácitamente como cierto algo desatinado para la situación peculiar en la que se aplica esta manera sistemática de razonar.

    Cuando se afirma —por ejemplo— “las leyes tales y cuales fueron promulgadas por el gobierno” se da por obvio que todas ellas expresan cabalmente y en cada caso las ideas concebidas por quienes las hubieren sancionado. (También se reputa como cierto e indubitable que todo legislador en una república democrática dicta sólo normas justas y conducentes al bien común y por tal motivo su acatamiento por parte de la ciudadanía es consciente y espontáneo, pero dejemos a un lado estos pruritos de civismo acrisolado y atengámonos a la primera y elemental condición de que las leyes promulgadas por el gobierno —las cuales por tanto deben aplicarse rigurosamente— no pueden hacer algo distinto a exponer con fidelidad el propósito de quienes las concibieron).

    Y ocurre que tal requisito primario, básico e indefectible de coherencia entre la voluntad preceptiva y legislativa con el texto normativo que la enuncia —por más que resulta para cualquier nación civilizada un presupuesto palmariamente verídico— en esta ocasión particular no se cumple.

    Desde luego se trata de una circunstancia insólita, inverosímil; de un hecho quizá jamás registrado en los anales jurídicos de ningún país, de una situación absurda y atinente a una eventualidad impensable, inconcebible, inimaginable; acaso nunca se postuló algo así a manera siquiera de hipótesis: ¿cómo alguien que teorizara con seriedad en lo político podría llegar a suponer la existencia conjunta y simbiótica de máximas autoridades públicas y de mayorías parlamentarias encarnadas todas ellas en cierto Estado por individuos cuya desidia, torpeza, ignorancia e imbecilidad supina pudiese llevarlos a redactar, discutir, sancionar y promulgar leyes cuyo contenido fuese incongruente, incompatible y hasta contradictorio no solo con el marco reglamentario ya en vigor en esa nación sino incluso con aquello que verdaderamente querían preceptuar ellos mismos?

    Tal contingencia implica la negación absoluta del acto mismo de legislar.

    Y nadie ignora que la Ley 18.719 —según quedó en evidencia de todas las maneras posibles y tal como incluso fue reconocido sin ambages por los responsables directos de haberla implementado justo hasta que alguien les hizo notar que afirmar esto era equivalente a confesar su flagrante ineptitud— no reflejó —ni refleja hoy— el sentir del gobierno que la urdió ni tampoco el de los parlamentarios que la votaron.

    Entonces, en el caso de la susodicha Ley Presupuestal no hay ni hubo jamás un evento genuinamente forjador de leyes al que remitirse.

    Y como en ausencia de un proceso legislativo previo no es dable considerar jurídicamente válida ninguna pauta de conducta que pretenda ulteriormente presentarse como ley, es claro que las premisas del silogismo subyacente a las reflexiones del señor Claudio Paolillo adolecen de un vicio sustancial que invalida la conclusión resultante; a saber: en la República Oriental del Uruguay no todo aquello que sanciona el Parlamento cumple siquiera el requisito mínimo imprescindible de correspondencia entre la intencionalidad reguladora con el texto pretendidamente normativo que supuestamente la explicitaría…; y en consecuencia no es dable sostener que lo así dispuesto constituya una providencia legal a cumplir, por más que se protocolice.

    Debido a esto, el presidente José Mujica no debería pagar algo que se le reclama invocando como único argumento justificativo para ello lo establecido a través de una deposición literal que jamás podría ser conceptuada —en puridad— como Ley.

    Sostener lo contrario resultaría insensato y extremadamente peligroso.

    ¿A qué disparates jurisprudenciales podría llevarnos aceptar como de obligado cumplimiento lo textualmente consignado en reglas que sabidamente ni siquiera trasuntan al designio de quienes las promovieron?

    Podría ser calamitoso admitir este criterio siquiera de modo provisional. Figurémonos un caso extremo; imaginemos que llevados por su desmedida e irrefrenable vocación demagógica se le ocurre a los mismos orates que desencadenaron el descalabro institucional que ahora padecemos aprobar y promulgar una ley prescribiendo: “El gobierno deberá favorecer por todos los medios a su alcance la suerte de todo ciudadano desvalido”; y supongamos acto seguido que luego de cumplirse todas las instancias formales exigibles para que semejante disposición comience a regir plenamente se descubre que a consecuencia de su proverbial estulticia lo consignado en el documento rubricado, firmado, sellado y solemnemente publicado fuera un texto que proclamara: “El gobierno deberá favorecer por todos los medios a su alcance la muerte de todo ciudadano desvalido”.

    ¿Tendríamos por ello que aceptar el cumplimiento a rajatabla de semejante mandato?

    ¿Estarían los ministros de la Suprema Corte de Justicia uruguaya impidiendo con tenacidad  intransigente la corrección del yerro “por cuestiones de forma” y a la vez clamando por la eutanasia o —más expeditivamente— por el fusilamiento sumario de los uruguayos desamparados?

    Le sugiero pensar en esto…

    Sergio Hebert Canero Dávila

    CI 1.066.601-8