El derecho a no votar

El derecho a no votar

La columna de Andrés Danza

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Nº 2143 - 7 al 13 de Octubre de 2021

No es por no querer votar. Todo lo contrario. No hay acción más gratificante en el ejercicio de la ciudadanía que el voto. Ahora ya se ha transformado en algo rutinario, pero para llegar al momento actual hubo desde manifestaciones hasta guerras y revoluciones, con miles de muertos. El sufragio universal es un gran logro histórico, además de ser la esencia misma de la democracia, que, como muy bien dijo Winston Churchill, es “el menos malo de los sistemas políticos”.

El problema es otro. El asunto es la forma en que se instrumenta ese derecho al voto imprescindible para el correcto funcionamiento de cualquier país. En el caso uruguayo, la Constitución de la República de 1967 establece en su artículo 77 que debe ser “secreto y obligatorio” y reglamentado mediante una ley. Esas dos palabras surgen luego de décadas y décadas con pequeños pasos hacia una mayor democracia. De la posibilidad de que votaran solo unos pocos a que todos lo puedan hacer, de que fuera a mano alzada a la incorporación de la urna, de la minoría iluminada a la mayoría silenciosa, Uruguay se ha caracterizado por estar a la vanguardia en este tema.

Es más: fue el primer país en América Latina en el que votó una mujer. Ocurrió el 3 de julio de 1927, en el pueblo de Cerro Chato. Fue un plebiscito para definir si esa localidad, en la frontera de tres departamentos, formaría parte de Florida, Treinta y Tres o Durazno. “Las personas sin distinción de nacionalidad y sexo que deseen intervenir en el plebiscito deberán inscribirse previamente en el registro que abrirá la Comisión Especial Parlamentaria”, decretó la Corte Electoral. Y así fue como la inmigrante brasileña Rita Rebeira, que tenía 90 años, se transformó en la primera mujer en votar en todo el continente. Once años después quedó habilitado en Uruguay el voto femenino en las elecciones nacionales.

La reglamentación que se encuentra hoy vigente del voto obligatorio surge de una ley promulgada el 20 de enero de 1989. No es un dato para nada menor la fecha. Porque Uruguay venía de sufrir más de una década —entre 1973 y 1984— sin poder elegir a su gobierno y a sus representantes. La dictadura militar iniciada el 27 de junio de 1973 mandó a galpones las urnas y cerró las puertas con varios candados hasta nuevo aviso. Los ciudadanos estaban deseosos de volver a votar y en ese 1989 lo iban a poder hacer por segunda vez consecutiva.

Con ese clima efervescente y la alegría de la lenta consolidación de la democracia, los legisladores de todos los partidos aprobaron una reglamentación con penas muy severas para los que decidieran no ejercer su derecho al voto. El sufragio se transformó entonces mucho más que en un derecho, en una obligación.

Multas importantes que se duplican si los que no votaron son profesionales universitarios o funcionarios públicos o el impedimento de hacer trámites en las dependencias estatales, la prohibición “de intervenir en licitaciones de cualquier clase o llamado de precios, ante las Oficinas del Estado” y la imposibilidad de  “otorgar escrituras públicas”, “cobrar dietas, sueldos, jubilaciones y pensiones de cualquier naturaleza, excepto la alimenticia”, “percibir sumas de dinero que por cualquier concepto les adeude el Estado”, “ingresar a la Administración Pública”, “inscribirse ni rendir examen ante cualesquiera de las facultades de la Universidad, ni Institutos Normales, ni Institutos de Profesores” y “obtener pasajes para el exterior de ninguna empresa o compañía de transporte de pasajeros” son las sanciones previstas en la ley. Casi como si fuera un delito contra el Estado.

Además, la votación obligatoria siguió creciendo hacia otros ámbitos, como supuesta garantía de desarrollo democrático. Así se hizo en la Universidad de la República para los docentes y también para todos los egresados y estudiantes y en el Banco de Previsión Social para elegir los representantes de los activos y los pasivos en el directorio de esa entidad pública. Nada parece ser verdaderamente representativo y democrático si no tiene detrás un voto obligatorio.

¿Pero realmente es así? ¿Y el derecho a no votar? ¿Acaso esa no debería ser también una posibilidad con la que pudiera contar cualquier ciudadano? ¿No es sensato apostar por la libertad de cada uno a manifestarse como le parezca correcto en lugar de obligarlo a que tenga que emitir un sufragio? ¿Por qué no vale elegir quedarse en casa o en silencio o no participar como forma de descontento o de protesta o de lo que sea?

Se puede pagar la multa o votar en blanco o anulado es la respuesta que muchos dan a esas preguntas. Agregan que el hecho de que las elecciones sean obligatorias les da mayor representatividad a los elegidos. Pero esos argumentos parten de la premisa equivocada de que a los ciudadanos hay que llevarlos de la mano, de que debe haber una especie de “gran hermano” que los empuje al cuarto secreto para que sean más libres y democráticos.

Por más que sean válidos en algunos casos específicos, en especial para los sectores más desprotegidos de la sociedad, lo que hacen en el fondo es alejar al voto de su esencia, que es la libertad de poder elegir. Siempre se puede ayudar a los que quieran y les sea más difícil votar, pero no obligarlos. No parece tener sentido que en unas elecciones para elegir autoridades en la Universidad de la República se registren la mitad o más de votos en blanco en algunas facultades o que todos los ciudadanos estén obligados a sufragar dentro del BPS aunque la inmensa mayoría no sepa ni qué se elige o que cada cinco años decenas de miles opten por votar en blanco o anulado en las elecciones nacionales porque están obligados a elegir.

Algunos datos más que significativos al respecto. Solo 27 países, lo que representa el 13% del total, tienen voto obligatorio, la mayoría en América Latina. Algunos de ellos son gobernados por regímenes autoritarios, como Egipto, República Democrática del Congo, Corea del Norte o Libia. A su vez, el Índice de Democracia elaborado por la prestigiosa revista inglesa The Economist muestra que Uruguay se ubica en el puesto 15 en el mundo y que los 14 países que lo anteceden no tienen voto obligatorio. ¿Y entonces? ¿Acaso son menos representativos o democráticos sus gobiernos? La realidad muestra lo contrario.

En temas electorales Uruguay se ha caracterizado por ser un ejemplo a escala continental y mundial. Tanto que parece haber quedado enamorado de una obligatoriedad generalizada que no parece tener sentido. Optar por el camino contrario sería lo ideal o al menos buscar algo que contemple el derecho a no votar. La libertad lo vale.