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    El director Omar Varela dice que “hay una impresionante ausencia de autores teatrales en el mundo”, confiesa que muchas veces ha “tocado fondo” y asegura que hace seis años comprendió que la gente puede ser “absolutamente retardada”

    Tiene 54 años, es un prestigioso director de teatro pero en 1976 empezó su carrera como actor, estudió con Carlos Aguilera, se formó en la EMAD y en el Centro de Artes y Letras de la Universidad de Rio de Janeiro, su trayectoria abarca una cantidad impresionante de títulos, asegura que su maestro más importante fue Eduardo Schinca y, desde hace más de 15 años, se desempeña como secretario general de Agadu.

    Con una frontalidad que es tan reconocible como su capacidad para convertir en éxitos obras que, en principio, tienen poco que ver entre sí, admite que lo peor que dirigió en su vida fue “A la deriva”. Y rescata por sobre otras piezas “Todo desnudo será castigado”, de Nelson Rodrigues, una opción subjetiva para quien puede pasar de un musical a un drama profundo pero de una densidad difícil de sobrellevar para el espectador medio, como “Madres al límite”, de Mónica Bottero, hasta la reflexión de “Sonata de otoño” —una obra basada en la película homónima de Ingmar Bergman y protagonizada por Estela Medina— y la carcajada franca que supo despertar “¿Quién le teme a Italia Fausta?”, la recordada comedia protagonizada por Luis Charamelo y Petru Valenski que permaneció ininterrumpidamente 16 años en cartel.

    A esa frontalidad, Varela ha sumado tres aspectos que casi siempre muestra en las entrevistas que concede: sentido del humor, pragmatismo y desparpajo. Si no, no hubiera declarado cosas como estas:

    1) “No escribo para ser original. Simplemente hago lo que quiero en el momento en que creo que es oportuno”.

    2) “No me importa nada lo que digan mis compañeros de teatro porque trabajo para el público, no para ellos, que pueden hacer un espectáculo al que no va nadie”.

    3) “El público uruguayo es muy cruel, y a mí me encanta que sea cruel”.

    4) “Mucha gente me subestima porque soy exitoso”.

    5) “Los peores enemigos del teatro son los propios actores”.

    6) “Estoy cansado de pagar peaje: doy exámenes todos los años ante la opinión pública”.

    Por eso, siempre es grato encontrarse con este hombre que, por otro lado, se volvió masivo cuando se incorporó al programa de televisión “El casting de La Tele”. Y más grato resulta cuando tiene en carpeta novedades como las que adelantó en una charla que mantuvo con Búsqueda en el living de su nuevo apartamento, un misterioso punto de Montevideo ubicado a un paso de la Sala Zitarrosa, donde vivió Felisberto Hernández y desde donde la vista a la ciudad es panorámica y alucinante.

    El siguiente es un resumen de ese diálogo que este artista, a veces acercándose y a veces alejándose de la sensibilidad que imprime en sus creaciones, mantuvo con el semanario.

    —¿Qué proyectos ha definido para 2012?

    —Bueno, 2012 ha sido bastante movido para mí porque ha sido el año de “Madres al límite” y de la comedia americana “Mamá”, porque en agosto voy a hacer junto a Juan Sebastián una obra que se llama “La paja en el ojo ajeno”, un texto que escribimos los dos, y porque después voy a empezar a ensayar una obra que no creo que llegue a estrenarse este año: “La visita de la vieja dama”, de Friedrich Dürrenmatt. Además, voy a hacer una obra para niños, “La caja mágica”, en una sala de 300 butacas en el shopping de Punta Carretas con Karina Vignola y Ximena Barbé, entre otros.

    —¿Qué está escribiendo?

    —Tres cosas, pero ahora no me da el tiempo de estrenarlas. Una es con Nidia Telles: es una vieja a la que le arrancan la cartera en la calle, le parten la cadera y protagoniza la obra junto a su fisiatra. Es una pieza de un humor muy negro, muy atroz. La segunda es “No llores, por favor”, la estoy retocando y no sé quién la va a hacer, aunque había pensado en Laura Sánchez. Y la tercera es “La pierna quebrada” y narra la historia de una mujer que se cae de la cama y que se queda esperando a que la vengan a buscar durante tres horas, justamente, porque se ha quebrado la pierna. Es un unipersonal.

    —Además del factor económico, ¿por qué siente la necesidad de realizar varios proyectos al mismo tiempo?

    —No solo por el factor económico sino por la necesidad de sentirme vivo, por sentirme con proyectos y por comprometerme a vivir un año más para realizar esas cosas. Una vez le pregunté a Taco Larreta: “Taco, ¿por qué no descansás un poco?” Y me contestó: “No quiero descansar. Ya voy a descansar bastante”. Entonces, yo me grabé esas palabras y trato de vivir lo mejor que pueda y de trabajar lo mejor que pueda. Aunque, en realidad, nunca trabajé tanto como ahora, porque, además de las obras, doy clases con la escuela de Italia Fausta y me tengo que ocupar de aspectos relacionados a la gestión de Agadu.

    —A esta altura de su carrera, ¿le impresiona que mucha gente salga angustiada y hasta llorando de “Madres al límite”?

    —No, no me importa ni me impresiona. A mí ya no me impresiona nada porque no sé por qué lado sale la catarsis del espectador. Uno trata de estar cerca del espectador o de entenderlo, pero la verdad es que mucho no se entiende.

    —Si usted no entiende al espectador, ¿por qué ha tenido éxito?

    —Porque he sabido elegir las cosas en el momento indicado y porque le pude dar al espectador no solo lo que quería, que eso sería demasiado fácil, sino un sello propio. Lo que me gratifica mucho es que la gente diga: “Pero Varela, lo suyo siempre es éxito”. Y no es que siempre sea éxito sino que tal vez yo sea uno de los tipos que más promoción ha tenido en su actividad. Aunque nunca nadie me regaló nada. Cuando usted es dentista y su hijo sigue su camino, es muy fácil tener pacientes. En mi caso, no soy hijo de nadie ni primo de China Zorrilla, he surgido de la nada, de una familia muy divertida que no tenía nada que ver con el teatro, aunque todos eran muy teatrales, he hecho siempre lo que he querido y nadie me preguntó nunca nada. Entonces, no sé si todo lo que hago es éxito. Sí sé que hay un público que me responde, que me conoce, que me respeta y que va a ver lo que hago, lo cual es muy variado porque pienso que uno debe ejercitarse en todos los géneros.

    —¿Le molesta que parte de la crítica especializada afirme que usted es comercial?

    —No, no me interesa más. Sí me afectó cuando era joven y no entendía que la verdad no era lo que me planteaban y que el muro de Berlín había caído. Hay gente que se pone más estúpida con la edad, pero yo me he puesto más sabio. Entonces, pienso que la vida es lo más importante y que el teatro es solo una profesión. Así que no se puede dejar la vida por una profesión.

    —¿Cuándo entendió esto?

    —Cuando me enfermé de Parkinson, hace casi seis años. Y también me di cuenta de que el ser humano es absolutamente retardado porque discute, se pelea, no disfruta de una cantidad de cosas y no se da cuenta de que lo único que tiene es el cuerpo, un cuerpo que es muy frágil y que en diez minutos se puede descomponer. Hoy de mañana me senté a desayunar y vi el arcoiris y, llorando, llamé a Nidia Telles para contárselo. Steven Spielberg decía en “El color púrpura”: “Dios se enoja cuando uno pasa por un campo con flores púrpuras y no lo ve”. Y yo creo que es así, que en cierta forma somos muy tontos y que peleamos por cosas muy vanas y estúpidas.

    —Sin embargo, mucha gente se enferma, se enoja con Dios, piensa que es imposible que exista y pregunta, recurrentemente: “¿Por qué a mí”?

    —¿Y por qué no? Yo viví diez años la vida loca en Rio de Janeiro y podría haberme muerto de sida. Mire: siempre creí en Dios como una energía, como una fuerza y como un ser que me ilumina, que me deja llegar hasta el final y que, cuando estoy por llegar al final, me arranca de los pelos para arriba. La verdad es que he tocado fondo varias veces. Hace poco toqué fondo de nuevo, porque estuve con una enorme depresión. Pero ahora estoy en una especie de felicidad reencontrada en la que me siento muy sensibilizado y en la que empiezo a recordar todas las cosas y todas las personas que ya no están. Y eso es muy conmovedor porque uno entiende que estuvo mal en algún momento con su madre, con su padre o con sus hermanos, que perdió el tiempo o que hizo algo que no correspondía.

    —¿Y qué hace al respecto?

    —Pido perdón. Ahora, respecto a la enfermedad nunca me quejé, porque puedo estar sentado con usted conversando, puedo ir a cierto sitio, puedo moverme y puedo volver a mi casa. Y, cuando sufro, lo hago en silencio, pues las personas que tenemos enfermedades neurológicas sabemos lo que pasamos, cómo lo pasamos y cómo queremos que nos vean. Entonces, eso te aleja un poco de los lugares y te quita fuerza, pero yo hago el esfuerzo para sociabilizar porque el teatro es un medio muy social. ¡Fíjese que el otro día fui al ballet del Sodre y llegué casi arrastrándome! (risas).

    —Usted ha dicho que, paradójicamente, el Parkinson aumentó su “capacidad de selección”, pues le deja elegir con más libertad la gente con la que quiere estar. Además, ¿lo ha ayudado a relativizar las cosas, por ejemplo, las críticas de las que hablábamos antes?

    —Por supuesto. ¿A usted le parece que a una persona medianamente racional, con una inteligencia mínima de mono, que no se puede mover porque está paralizada, le puede preocupar lo que escribió un crítico de teatro sobre lo que hizo? Yo quiero caminar y respirar, no leer estupideces. He aprendido a relativizar las cosas. Aunque es una lucha, porque antes peleaba más por las cosas y ahora de algún modo la gente piensa que soy estúpido precisamente porque prefiero pedir calma y darme vuelta ante peleas estériles. Pero no es que sea estúpido: la gente se mete en lo que no corresponde y no se preocupa por lo esencial.

    —¿Usted no rescata nada positivo de la crítica teatral del Uruguay?

    —Solo rescataría las viejas notas que, por ejemplo, sacaba Jorge Abbondanza en “El País”. Por ejemplo, él escribía sobre “El zoológico de cristal” una previa en la que le contaba a la gente cuándo se iba a estrenar la obra, informándola profundamente sobre el título. Hoy usted lee una crítica y no sabe diferenciar si la pieza es buena o mala. ¿Cómo un crítico puede escribir algo como “en las antípodas del personaje, el aterciopelado sentir del no sé qué”? Mija, si quiere escribir poesía, consígase una editorial. Y después hablan de la “textura” del personaje. ¿Pero de qué textura me hablan? ¿Qué es la textura? ¿La textura? ¡Las bolas!

    —Su padre murió en 1979, pero su madre falleció hace solo cinco años. ¿Sus críticas eran constructivas?

    —No, porque era una idishe mame mala y perversa que me decía: “Esto no va a funcionar”. Mi vieja era una mujer muy especial, un ser muy independiente pero muy solo. Ayer me acordaba de ella porque vivíamos enfrente y, cada vez que llegaba a casa, desde su casa veía mi dormitorio y me llamaba. Entonces, me decía: “Tuve la intuición de que llegaste”. Y yo le contestaba: “Pero mamá, ¡no tuviste la intuición, viste la luz que se prendió y por eso me llamaste!”. Ella se reía (sonríe). Un día después de que murió, entré en casa, abrí la puerta, sonó el teléfono y sentí algo muy raro. Así que inmediatamente vino la memoria afectiva. Por eso, cuando los padres están uno dice que le hinchan las pelotas. Pero cuando no están, la ausencia es muy notoria. Y el otro día acá, en este apartamento donde vivo, que me da una paz muy especial, pensé que mi madre estaría felicísima, porque, si dejara la luz prendida, la vería con mucha más claridad, pues por el lugar en el que estoy me ven desde todos lados.

    —Hace pocas semanas, Búsqueda hablaba con Mario Morgan respecto a la escasez de buenas obras de teatro comerciales que, a diferencia de lo que sucede en la cartelera porteña, existe en Uruguay. ¿A qué atribuye usted este fenómeno?

    —No sé si es tan común. Pero lo que hay es una ausencia impresionante de autores, y no solamente en el Uruguay sino en el mundo entero. Así que, ¿qué es lo que el espectador quiere escuchar? ¿Y cómo compite el autor con un guión de televisión? Cuando yo empecé en teatro, no existían las redes sociales, el mail ni la televisión por cable. Así que en cierta medida, el teatro era una suerte de obligación del fin de semana: usted no podía quedarse atado en su casa viendo Film & Arts. Este tema es muy complejo, porque “¿Quién le teme a Italia Fausta?” la vio hasta el sanitario de la esquina de mi casa.

    —Y la clave del éxito, ¿cuál fue?

    —Traer ese café concert que hacían Gasalla y Perciavalle en Buenos Aires y crear un ídolo de teatro como Petru Valenski, a quien inventé y quien fue el primer actor que saltó del teatro a la televisión.

    —¿No se arrepiente de haber repuesto “Italia Fausta” sin Charamelo?

    —No, porque Luis estaría muy contento. Y le digo más: “Italia Fausta” va a reaparecer, y ni siquiera sé si con Petru.

    —La “Ópera do Malandro” fue un fracaso de público, pese a su buen nivel musical. ¿Por qué?

    —Musicalmente fue la mejor obra musical que hice. Y fue un fracaso porque el público no quiso ir. Y no sé bien por qué. Mucha gente me dice que no quiso verla nuevamente, pero ahora he notado que “Humores que matan”, dirigida por Mario Morgan, está agotando funciones a pesar de que su director la está haciendo por tercera vez. Diría que el precio de la entrada era un poco elevado, y creo también que el teatro es un gran signo de interrogación y que, por lo tanto, si la gente no lo quiere recibir, no lo recibe. La otra vez que hice la “Ópera...” fue en El Galpón con Humberto de Vargas, a toda pompa, con las fotos de los actores en la puerta, etcétera. Hoy el musical no tiene el éxito que el género posee, por ejemplo, en Buenos Aires. ¿Por qué? Porque Buenos Aires tiene la tradición de la revista, que es musical. Pero nuestra revista es el carnaval.

    —¿Y qué es el carnaval?

    —Algo que me conflictúa como artista. Por un lado, me enloquece y hasta me excita y me calienta (risas). Me gusta la murga, me gusta el camión: me parece genial. Pero la parte de revistas y de lubolos no me gusta nada. Y las Llamadas me fascinan, por supuesto. Los humoristas, los parodistas y las revistas me parecen muy tristes. Aunque debo reconocer que del carnaval han salido algunos artistas valiosos.

    —Volviendo a la “Ópera do Malandro”, la obra ni siquiera entró en la categoría “Mejor musical” en los Florencio, que quedó desierta. ¿Eso lo enojó?

    —Tengo como diez o doce premios Florencio, los últimos por “Un poco de suerte”. Pero nada me llama la atención, porque la maldad de estos tipos puede salir por cualquier parte, pues, cuando dirigí la “Ópera do Malandro” la primera vez, no fui nominado como mejor director sino como mejor escenógrafo. Tampoco nos dieron bola con el musical “Piaf”: todo depende de los odios del momento.

    —¿Desde cuándo los Florencio no tienen credibilidad para usted?

    —No lo sé exactamente. Los Florencio son como el horóscopo: si es bueno, uno dice que es bueno y de repente lo va a buscar y, si es malo, dice que es malo. Pero bueno: no es que la elección me parezca berreta, sino que pienso que hay mucha gente que tiene buenas intenciones aunque hay otra que se guía por odios personales. Se necesita demasiada imparcialidad. Para mí, un premio limpio es el Oscar. Pero vuelvo a la anterior: yo he tenido críticas favorables, enormes, en medios muy prestigiosos, y sin embargo no ha ido nadie a la sala. Por eso, repito: el teatro es un gran signo de interrogación.

    —¿Qué es el teatro independiente?

    —Fue un movimiento teatral realmente muy independiente gracias al cual el teatro subsistió. Pero ahora ha cambiado y es, en mi opinión, un grupo de gente que está entendiendo que no se puede no vivir de esto, que es, ni más ni menos, una profesión. Una profesión en un país donde, si alguien trabaja, enseguida tiene encima a los demás diciéndole: “¿A quién le robaste”? Además, el medio es muy generoso porque cualquiera se sube a un escenario: de los 70 espectáculos que hay, hoy funcionan cuatro y el resto es “chuminga”.

    —¿Usted da indicaciones en un tono agradable o reta a los actores con firmeza?

    —Yo no reto jamás. El trabajo es una felicidad, entonces hago las correcciones en un tono normal. A mí, una vez Mario Morgan me gritó en un ensayo y le contesté: “La próxima vez que me grites, te pego una piña y después me voy porque, si me gritás, me anulo”. No funciono así, no creo en la prepotencia y no entiendo por qué la gente debería pasarla mal en un ensayo.

    —¿La mano dura no sirve?

    —La mano dura no es gritar. Con el sufrimiento no se crece, sino que se sufre. Y mi gran maestro, Eduardo Schinca, nunca le levantó la voz a nadie.

    —¿A qué otro gran artista recuerda con cariño?

    —A Claudio Solari, un ser de una soledad y de una inteligencia increíbles, un verdadero actor inglés, a Enrique Guarnero, un tipo que se cagaba de risa del mundo, y a Alberto Candeau, con quien aprendí mucho. Son generaciones enteras de gente que ya no está más, que hizo por este país cosas maravillosas y que, sin embargo, casi nadie recuerda.

    —Para terminar, todo el mundo sabe que durante la dictadura no había que ser de izquierda para ser perseguido, pese a lo cual la izquierda cultural fue perseguida ferozmente por los militares. ¿Por qué ahora, entonces, sus integrantes se han transformado en un grupo con una enorme cantidad de preconceptos que muchas veces persigue el pensamiento diferente?

    —No lo sé. Yo puedo decir que en El Galpón me siento como en casa y que me llevo muy bien con la izquierda. Eso sí: lo que realmente me extraña, y que quede claro que no es un deseo, es que nunca me hayan llamado para dirigir a la Comedia Nacional, cuando lo cierto es que la ha dirigido cualquier cachivache.