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    El hombre que hizo sufrir a más de cien orquestas

    “Lo que más recuerdo de mi relación con el fútbol uruguayo es que cuando yo estaba aquí, en 1950, Uruguay salió campeón del mundo”, dijo Piero Gamba

    Se encuentra una vez más en Montevideo para dirigir un ciclo de conciertos de verano de la Filarmónica capitalina, que culminará el próximo lunes 4 de marzo en el Teatro Solís. Nació en Roma en 1936. A los 13 años, de pantalón corto, llegó por primera vez aquí para dirigir la Sinfónica del Sodre en el Teatro Artigas de la calle Andes. Entre junio y julio de ese año dirigió una decena de conciertos entre el Teatro Artigas, el Solís y el Estudio Auditorio. Pero su carrera directriz había empezado cuatro años antes, en 1946, con giras por Escandinavia, Suiza, Francia, Italia, Inglaterra, Bélgica y Argentina. Su primer maestro de música fue su padre. Luego realizó las primeras giras acompañado por un par de maestros asistentes, pero su intensa actividad hizo que casi de inmediato tuviera él más experiencia que ellos. No se explica por qué, después de esa primera visita a Uruguay en 1950, recién volvió al país en 1963, pero desde entonces sus retornos han sido ininterrumpidos. Disfrutó muchísimos veranos en Punta del Este.

    Piero Gamba habla de Uruguay llevándose la mano derecha al corazón pues son varios los trofeos afectivos que lo vinculan al país: el Pasaporte ad Honorem que le otorgara el presidente Luis Batlle Berres, una bandera nacional que le obsequiara un admirador uruguayo, y un hijo de 14 años, que aunque nació en EEUU, es de madre uruguaya. Vive en Nueva York hace catorce años, ciudad que disfruta pero que también lo abruma. Hay brevísimos momentos de la charla en que parece fatigado, pero se recompone de inmediato y dice con una sonrisa cómplice: “¿Le gustan los números? Mire, estoy por cumplir 70 años de dirigir conciertos, hice sufrir a 125 orquestas unas 3.000 veces. Lo bueno es que mi edad real son 45 años que aún no he cumplido.” Luce una camisa blanca con rayas azules, chaleco deportivo negro y un pantalón gris oscuro del que se destaca un cinturón con una hebilla ovalada con las iniciales PG en bronce. Es muy cálido, siempre sonriente, y vacila a veces para encontrar —entre los varios idiomas que maneja— la palabra adecuada en castellano. Lo que sigue es un resumen de la entrevista que mantuvo con Búsqueda.

    —Desde que comenzó a dirigir a los ocho años, ¿su carrera ha sido sostenida o el niño prodigio del comienzo tuvo después altibajos?

    —Nunca decayó mi actividad. Y creo que debo agradecérselo a mi padre que siempre me inculcó que en arte la intuición es importante pero primero hay que saber lo que se hace. Entonces siempre fui muy ordenado: primero estudié mucha teoría musical, después piano, luego lectura de partituras orquestales, luego ensayos con orquesta y después…..bueno, después el mundo.

    —¿Tiene músicos preferidos o es un ecléctico?

    —Los tres músicos más grandes de la historia son cronológicamente Bach, Mozart y Beethoven. Si imagináramos que los tres hubieran sido contemporáneos, conocidos entre sí y se reunieran para decidir cuál de ellos era el más grande, estoy seguro de que ganaría Bach 2 a 1. Ya Beethoven había dicho que Bach —que en alemán significa “pequeño río”— era en realidad un mar inmenso. Mientras leo o escribo he llegado a escuchar tres veces seguidas la “Misa en Si menor” de Bach, que dura algo más de dos horas. Seis horas de Bach, de goce infinito. Porque eso tiene Bach: usted lo escucha durante media hora y después se hace adicto. Yo daría todo lo que no tengo por haber sido capaz de escribir los primeros treinta segundos del Kyrie eleison de esa misa.

    —Hay directores con un perfil destacado como excelentes acompañantes de solistas. De esas excelencias en su caso han hablado artistas como Julius Katchen, Yehudi Menuhin y Luciano Pavarotti. ¿Es efectivamente ese su perfil?

    —No creo que sea mi perfil ya que en realidad hago de todo y me encuentro bien en los dos mundos: acompañando a un solista o yo solo frente a la orquesta. Ocurre que cuando acompaño a un solista, primero conozco muy bien su parte; ya sea en piano o en violín, la he estudiado tocándola primero yo. Mal, por supuesto, pero la he tocado (risas). Lo que sucede es que por otra parte tengo un don que consiste en cierta facilidad y flexibilidad en seguir al solista. Pero, una vez más, el don aislado no sirve si además el director no conoce bien las dificultades que debe sortear el solista, para estar junto a él en esos momentos.

    —¿Cuál considera usted que es el secreto o la clave de un buen trabajo como director?

    —Si tuviera que resumir el meollo de lo que considero mi interpretación en todo momento es el respeto a lo que escribió y pidió el compositor en la partitura, así como la exigencia a la orquesta de esa misma sumisión en su trabajo. Pienso que yo, siendo un niño, pude lograr de las orquestas ese acatamiento porque no estaba en el podio fanfarroneando sino que los músicos se daban cuenta de que cuando paraba el ensayo y corregía algo, era porque lo que ellos habían hecho no guardaba fidelidad con la partitura. Y los músicos captan esto ya sea que en el podio esté un niño, como era mi caso, o un hombre de ochenta años.

    —Esa corriente de fidelidad a lo escrito la sostuvo enfáticamente en su momento Toscanini.

    —Sí, claro. Toscanini abolió todas las tradiciones y los “tics” con que se hacían muchas obras, para volver a la fuente de lo verdaderamente escrito.

    —¿Usted se considera más próximo a la escuela de Toscanini o a la de Fürtwangler?

    —Claramente a la de Toscanini. Quizás por un problema de tempo. Fürtwangler es demasiado lento. Cuando acompañaba a Menuhin, éste tenía que arrastrarse para seguirlo. El comienzo de Fürtwangler de la “Oda a la alegría” (de la 9ª Sinfonía de Beethoven) es tan lento que es como cuando a usted le hacen una pregunta con una introducción tan larga que al final se olvidó de cuál es la pregunta. Pero al margen de semejante apreciación del tempo, era indiscutiblemente un gran director.

    —¿Cree que hay versiones definitivas de ciertas obras?

    —Cómo no. Le digo dos que para mí son como “biblias”: la “Quinta Sinfonía” de Chaikovsky por Eugeny Mravinsky y “La isla de los ceibos” de Eduardo Fabini por Lamberto Baldi. Me habría gustado conocer personalmente a Baldi pero no se dio, pese a mis reiteradas visitas a Montevideo.

    —Luego del trabajo minucioso en los ensayos, ¿queda algún espacio para que en la noche del concierto nazca o se improvise algo nuevo entre el director y la orquesta?

    —No en mi caso. Además cuido que mis movimientos corporales el día del concierto sean idénticos a los de los ensayos. De tal manera los músicos no se confunden y yo evito el “show” de la gesticulación, que a algunos directores les interesa pero a mí no.

    —¿Verdi o Puccini?

    —Nunca me puse a pensar si uno u otro. La ópera debe haber insumido apenas un diez por ciento de mi actividad. Naturalmente, no me refiero a las partes estrictamente orquestales de las óperas, que son algo habitual en mi repertorio. Pero volviendo a la pregunta, ambos son grandes compositores. Quizás estoy más cerca de Puccini porque es más contemporáneo, o quizás porque sus heroínas son siempre mujeres: Mimi, la Fanciulla, Butterfly, Tosca (risas).

    —¿Qué obra lo ha hecho llorar?

    —Varias. Muchas veces me ocurre con la “Missa Solemnis” de Beethoven. En el concierto de ayer (se refiere al realizado en la Explanada Municipal el jueves 14) me emocionó cómo cantó la gente el Himno Nacional. Y también la salva de cañones —hechos maravillosamente en computadora— que acompañó la “Obertura 1812” de Chaikovsky.

    —¿Qué está leyendo ahora?

    —He leído mucho en otra etapa de mi vida. Admito que ahora no lo hago tanto como querría. Leo habitualmente un semanario cultural y de acertijos que se llama “La settimana enigmística”, que me ayuda mucho a relajarme y salir un poco de los problemas cotidianos. Me entretengo mucho con las palabras cruzadas de ese semanario y con otros “enigmas” que plantea. Después leo en Internet, sobre todo mucho a Dante y a Leopardi, primero en italiano y luego la traducción al inglés. Me resulta interesante el trabajo de los traductores. Un libro de papel que me acompañó mucho en mis viajes por el mundo fue el “Breviario de estética”, de Benedetto Croce.

    —Y con el cine, ¿está actualizado?

    —Muy poco. No me gustan los temas de violencia, de drogas, de la glorificación de cosas que sería mejor olvidar. A veces repaso en Internet algún clásico que no me canso de ver como “La dolce vita” . En Nueva York he disfrutado mucho lo tridimensional en cine, no en televisión, que no produce el efecto de la gran pantalla.

    —¿Algún proyecto inmediato?

    —Soy Presidente de la Fundación Symphonicum Europae, con sede en Montecarlo, que fundamos hace cuarenta años para promover la fusión espiritual de los hombres a través de la música. Me acompañaron como fundadores Igor Stravinsky, Pablo Casals, Albert Schweitzer y Andrés Segovia, entre otros. Con el patrocinio del secretario general de las Naciones Unidades y de los presidentes de más de 20 países hicimos el llamado “Concierto del milenio”, en el Lincoln Center de Nueva York en 1999, con una orquesta formada por los concertinos y primeros músicos de fila de más de cuarenta países, entre ellos el contrabajista uruguayo Carlos Weiske. La fundación está hoy en un momento de calma pero hay un proyecto próximo del que prefiero no hablar ahora por reserva, pero que si se concreta va a ser como los cañonazos de la obertura 1812.

    —¿Qué es lo que le gusta de Montevideo?

    —La gente, los músicos.

    —¿Alguna vez fue al Estadio Centenario?

    —Dí el puntapié de honor pero no recuerdo ahora en qué partido. Lo que más recuerdo de mi relación con el fútbol uruguayo es que cuando yo estaba aquí por primera vez, en 1950, Uruguay salió campeón del mundo y tengo una imagen vívida de las manifestaciones por la Avenida 18 de Julio. Ese año de 1950 tuvo para Uruguay un acontecimiento deportivo alegre y otro triste para la música: fue el año en que murió Eduardo Fabini.