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    El infierno es plano y seco

    Sin nada que perder, con cuatro nominaciones al Oscar

    El próximo domingo 26, cuando se celebre en el Dolby Theatre de Los Angeles la 89ª entrega de los Premios Oscar, lo más probable es que el policial Sin nada que perder (Hell or High Water), con cuatro nominaciones a la estatuilla dorada, haga honor a su título en español. Ni Jeff Bridges como el veterano policía nominado a mejor actor secundario, ni el guión original de Taylor Sheridan, ni el montaje, ni la propia película parecen capaces de arrebatarle nada a La La Land, ese musical que ha fascinado al mundo y que amenaza con arrasar en materia de premios, además de atizarnos en la nuca unos cuantos números musicales en la ceremonia y también algunos discursitos antitrumpistas. Todo previsible, gelatinoso y seguramente aburridísimo, pero eso sí, comentado en el mundo entero, porque ese día, y solo ese día, los medios de prensa dejan que sus titulares y portadas hablen de cine.

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    Tanner y Toby Howard son dos hermanos que han decidido robar bancos de ignotos pueblos texanos. Uno de ellos, Tanner (Ben Foster), es un forajido de mucho cuidado con antecedentes penales, pero el otro, Toby (Chris Pine), es más bien un descarriado de la vida que ha perdido su empleo, sobrelleva como puede un matrimonio hecho pedazos y ve muy pocas esperanzas en el horizonte. Los robos son curiosos: los tipos se llevan solo billetes pequeños, a veces en sus propios bolsillos, billetes que se pueden volar con el apuro y el viento. En realidad, el motivo es saldar una deuda y salvar el rancho familiar. Y tras ellos van el veterano Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y su ayudante Alberto (Gil Birmingham), un indio que tiene calado los puntos idiotas del hombre blanco. En materia policial, sería lo que llamamos una crónica roja del montón, de las tantas que hay y que obligan al periodista a sacarle jugo.

    Y ahí está la cuestión, porque lo que logra Sin nada que perder es sacar jugo —y mucho— a una historia sencilla, con los clásicos elementos del género y los consabidos personajes. Es como si fuese un estándar musical muchas veces tocado: el desafío es descubrirle una vuelta, una mirada singular. No hay nada nuevo, pero el tratamiento es tan preciso y limpio, tan natural y convincente, que la película termina siendo sólida por donde se la mira. Es muy difícil —y por lo visto cada vez más— encontrar en las salas comerciales un atractivo policial.

    Esta road movie respira un deliberado ambiente a caído del mapa, a espacio y gente dejada de la mano de Dios. Los pueblos son discretísimos, con la calle principal de construcciones no más altas de dos pisos y las laterales de balasto. La lonchería, con los cowboys que ocupan sus mesas y pueden pasar la mañana entera sentados y sin quitarse el sombrero. El menú del día, atroz y recitado por una vieja malhumorada. La camarera solitaria que le sirve el café al forastero y permanece a su lado de pie, con todo el tiempo del mundo, dando charla y tal vez apostando a la posibilidad de un revolcón en la habitación del único hotel abierto. El tiempo detenido, muerto, y en ese fin del mundo comienza la investigación de los policías: los testigos que declaran haber visto a un sujeto salir corriendo del banco, tal vez dos; los cowboys que siguen sentados, sin quitarse los sombreros; la camarera que a regañadientes contesta las preguntas y cuánto le dejaron de propina.

    Así son las cosas en estos pueblos texanos, donde se puede entender el voto a Trump. Los viejos rancheros van al banco a hacer sus trámites y están… armados.

    El veterano policía le hace chistes a su ayudante indio y este se los devuelve con mayor ironía. Los dos comparten una habitación en un motel de paso, ante la televisión y con la infaltable botella de cerveza. Y los dos, más que correr detrás de los ladrones, esperan.

    El cielo como una pared rajada por el sol. Los cueros cabelludos, los vidrios y las chapas rajadas. Es el infierno, plano y seco. Un buen policial necesita estar rajado.

    El encargado de que todos entiendan bien de qué va la cosa es el director escocés David Mackenzie (1966). Él, primero que nadie, comprende el compacto guion —nada sobra y nada falta— de Taylor Sheridan (libretista de Sicario y ocasional actor en la serie Sons of Anarchy), y lo mismo para transmitirle a un elenco sin fisuras la imprescindible desolación generalizada que destila la historia. Más allá de los ladrones y de los policías, hay un diagnóstico de gente y de situaciones.

    Un buen policial es un oasis, la última botella de refresco en la góndola que ha sido arrasada. En el intercambio de rehenes, doy cinco dramas y cinco comedias por un policial.

    Sin nada que perder (Hell or High Water). EEUU, 2016. Dirección: David Mackenzie. Guion: Taylor Sheridan. Duración: 102 minutos.