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La incomodidad de leer este volumen de casi mil páginas y considerable peso se esfuma inmediatamente. Por favor, cómo escribe este hombre, con qué justeza y limpieza. No hay un solo ornamento en su prosa, ni una sola línea que sea rebuscada, que contenga firuletes innecesarios. Cincuenta y nueve cuentos que son casi todos piezas maestras, y el que no, pega en el palo. Este ladrillo contiene un mundo asombroso en permanente ebullición, con suficientes aristas y variaciones como para que el lector se divierta largo tiempo.
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Si nos instalamos en la épica de los soldados, mejor dicho de los soldados del aire, tenemos historias inolvidables. Roald Dahl (Llandaff, sur de Gales, 1916-Oxford, 1990) fue aviador, como Saint-Exupéry, como James Salter. Y las pasó feas en la II Guerra Mundial. El aviador, cuyo cuerpo es el mismo cuerpo del avión, muestra heroicismo para reaccionar cuando la cabina se prende fuego, pero es todavía más heroico el escritor capaz de contarnos semejante infierno. Como el personaje homérico de Rutger Hauer en “Blade Runner”, Dahl ha visto en el cielo todas las máquinas: Halifax y Hurricanes, Messerschmitts y Spitfires, Gladiators y Heinkels. El aviador también puede ser un gallardo y honorable guerrero que reconoce las virtudes de su rival. En “Muerte de un hombre muy, muy viejo” Dahl nos explica cómo son las cosas a veintiún mil pies de altura. “Ah, Dios, qué asustado estoy” es la primera línea del relato, un duelo entre dos combatientes que se las saben todas y se conocen mutuamente. Los aviones se prenden fuego al mismo tiempo y también al mismo tiempo saltan de sus cabinas los pilotos y descienden en paracaídas, a una distancia tan cercana que ven sus rostros y vigilan sus respectivos movimientos. “Solo hay dos escondites en el cielo: tras una nube o tras los rayos del sol”, dice Dahl. El final es impactante y perfectamente podría integrar el panteón de lo mejor de la literatura fantástica.
Antes de ser piloto de la RAF, Dahl vivió en África como empleado de la Shell. Convivió con elefantes, cebras, antílopes y leones. También contrajo la malaria y nos advierte sobre la mamba negra: “La única serpiente del mundo que te persigue si te ve. Y si te atrapa y te pica, ya puedes empezar a rezar tus oraciones”. Hay dos relatos con ofidios: en “Un cuento africano”, la mamba negra todas las noches se desplaza sigilosamente hasta quedar debajo de la ubre de una vaca y beber su leche con un movimiento elástico, mientras que en “Veneno” un hombre llama urgentemente a un amigo para que lo ayude: una serpiente coral se ha metido en su cama y le impide realizar cualquier acción. Dahl describe semejante tensión, el sudor del amenazado en la noche cálida, los mínimos movimientos —nunca vemos lo que realmente ocurre debajo de las sábanas— y remata con un golpe imprevisto.
Las abejas son las protagonistas de una historia fantástica (“Jalea real”); los faisanes se pueden cazar con somníferos (“El campeón del mundo”); hay quien posee todos los piques para ganar una carrera de galgos (“El perro de Claud”) y un niño salva a una tortuga gigante de convertirse en la cena de un grupo de cretinos turistas (“El chico que hablaba con los animales”). Pero los animales que mejor conoce Dahl son, claro está, los humanos.
Existe una clase de bicho especulador y desagradable que se mueve por la campiña inglesa disfrazado de cura, compra muebles valiosos a los granjeros por muy bajo precio y luego los vende a cifras siderales (“Placer de clérigo”).
También tenemos al sujeto introvertido y atildado, el eterno solitario que de pronto descubre un irrefrenable amor por la música y la dirección orquestal (“El señor Botibol”).
Y la mujer bella, poderosa y atrevida, capaz de flirtear con su amante en la cara del marido, aunque el marido se encuentre a una gran distancia del asunto y ella no sepa que la está observando (“Lady Turton”). O la que pierde al amante pero hace cualquier cosa para no perder un abrigo de visón negro (“La señora Bixby y el abrigo del coronel”). O la que se apasiona por las partidas de bridge hasta límites insospechados (“Mi querida esposa”). O la que prefiere tener el cerebro del esposo en una cubeta (“William y Mary”). O la dueña de un hotelucho, amable, servicial, que parece una mosquita muerta pero es de cuidar (“La patrona”). O la mismísima madre del niño Adolfo Hitler (“Génesis y catástrofe”), porque la bestia también fue niño.
Dos relatos tienen como protagonista al tío Oswald, un play boy con la vida resuelta que viaja por el mundo con una idea fija: hacer el amor, fornicar, coger, follar, garchar, ese asuntillo de la genitalidad en sus posibles variaciones. Este Casanova necesita estar siempre rodeado de mujeres, pero las soporta un máximo de... doce horas. Las memorias del tío Oswald no se pueden publicar. Comprometerían a mucha gente que todavía vive. Pero Dahl nos da un par de adelantos, como el viaje de Oswald por el desierto del Sinaí (“La visita”) en “un espléndido Lagonda de antes de la guerra que había permanecido guardado en Suiza”. Oswald tiene otras pasiones menores: la ópera, los jarrones chinos y los arácnidos, y las corbatas hechas con pelos de araña. Lo vemos viajando a más de 100 km por hora en su coche, con las ventanas abiertas y cantando Aída a voz en cuello. Y Oswald tendrá para contarnos una maravillosa aventura erótica en pleno desierto.
Pero la condición erotómana del señor no se agota en ese relato. El héroe vuelve a aparecer en “Perra”, más play boy que nunca, más masculino que nunca, portador de una irresistible loción capaz de “retrasar medio millón de años los hábitos sexuales del hombre civilizado”. Dahl nos describe un demencial banquete amoroso entre el tío Oswald y la señora Ponsonby. “Me abrió la puerta la hembra más enorme que jamás había visto”, dice Oswald al llegar al apartamento de la dama. Y la más “absolutamente repugnante”, agrega.
Pero hay mucho, muchísimo más. Está el autoestopista prestidigitador (“El autoestopista”), el viejo que tiene sus truquitos para procurarse otro trago (“El hombre del paraguas”), el diamante que viaja desde un cubito de hielo hasta un intestino (“El cirujano”) y en especial “La maravillosa historia de Henry Sugar”, el terror de los casinos, el hombre que pasó de ser un ambientado ricachón a convertirse en el ángel de los orfanatos gracias a su poder místico y largamente meditado de ver el reverso de las barajas.
El último cuento de este enorme libro, de este ladrillo de la felicidad, se llama “Racha de suerte (cómo me hice escritor)” y es de tono autobiográfico. Dahl —conocido mundialmente por sus fábulas infantiles como “Charlie y la fábrica de chocolate” y “Matilda”— nos brinda algunas pistas de su magia: se crió en rigurosos internados donde la vara de los profesores —y también de los alumnos mayores— se aplicaba hasta la carne viva a quien había cometido una falta (no lavar bien la ropa, quemar las tostadas, hablar con el compañero de habitación una vez impartida la orden de apagar las luces, etc.). Estuvo en la guerra, lo hirieron y le dieron de baja. Trabajó con Walt Disney en Hollywood. Fue amigo de Franklin D. Roosevelt. Viajó por todo el mundo. Y para quien quiera convertirse en escritor aporta algunos consejos: cultivar la autodisciplina y la resistencia, ser perfeccionista, tener sentido del humor, humildad. Y remata: “El escritor que piense que su obra es maravillosa lo pasará mal”. Borges, Poe, Kipling, Maupassant, Chéjov, hagan una lista con los mejores cuentistas, pero no olviden a Dahl.
“Cuentos completos”, de Roald Dahl. Alfaguara, 2013, 917 páginas.