Nº 2193 - 29 de Setiembre al 5 de Octubre de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáComo se suele decir por ahí, no tengo pruebas pero tampoco tengo dudas. ¿De qué? De que una de las cosas más molestas de la política, por no decir peligrosas, es que un político se pase toda su trayectoria intentando dejar un legado. No me refiero a un legado social, esto es, ideas, decisiones y leyes que sirvan para la vida de las personas. Me refiero al empeño en dejar un legado que lo ensalce a él como político, como líder. Pasar a la posteridad en persona interpuesta a través de una obra, un monumento, un símbolo.
Ese afán no es malo per se. Suele ser el motor tanto de muchos políticos para hacer política como de muchos cambios que, efectivamente, mejoran la calidad de vida de los ciudadanos. La cuestión entonces no es tanto intentar dejar un legado sino más bien qué es eso que se entiende por legado y cuál es el sentido que tiene ese legado. Por ejemplo, hoy podemos hablar del legado que dejó en Uruguay el batllismo y de su impacto altamente positivo en nuestra sociedad sin que eso impida hablar también de las cuestiones negativas que nos dejó. Quizá José Batlle y Ordóñez no pensara en lo que iba a legar a la sociedad sino en hacer aquello que entendía necesario para prevenir conflictos que veía en otras latitudes. O quizá sí estaba preocupado por pasar a la historia. Pero lo que importa, a efectos del lugar que ocupa en nuestro pasado común, es lo primero.
Harina de otro costal es cuando, de manera clara, el político se preocupa antes que nada por el impacto de su obra no en términos de transformación social sino de mausoleo personal o de trampolín político. Cuando lo que prima en su accionar es el gesto por sobre la idea. Nos guste o no su legado, Batlle fue configurando un plan que daba sentido a su acción de gobierno. Y fueron los resultados de ese plan y sus efectos a largo plazo en nuestra sociedad los que lo subieron al altar de los íconos patrios. Un altar reservado para unos pocos y que además es revisable, todo sea dicho. El problema, entonces, sería cuando ese plan no existe.
En un asado al que asistí hace algunas semanas, un amigo economista se hacía una pregunta que me pareció muy pertinente: ¿para qué quieren ser presidentes algunos de los que se postulan como candidatos? ¿Qué los impulsa a meterse en una carrera que tiene mucho de barrial y que, de yapa, tiene un final más que incierto? ¿Cuál es su plan? De hecho, a este amigo economista le han ofrecido entrar en la política en un par de ocasiones y, al menos de momento, ha rechazado la idea porque quienes le hicieron la oferta no pudieron contestar una pregunta en apariencia sencilla pero que no lo es tanto: ¿entrar en la política para hacer qué?
En sociedades democráticas de mercado como la nuestra, el candidato que se interese por dejar un legado que lo convierta en ícono suele tener las de ganar frente a aquel candidato que tenga un plan y esté dispuesto a explicarlo de verdad. ¿Por qué? Porque esos candidatos se dirigen a un electorado cada vez más infantilizado (de esto escribí en la columna anterior) y ante esa clase de electorado siempre es más sencillo prometer espejitos y cuentas de colores que meterse en las honduras de explicar un programa de gobierno que, si de verdad trata a los votantes como adultos responsables, debe explicarles también que las cosas pueden salir mal.
En nuestras democracias de mercado el candidato se vende como se vende un detergente: él va a limpiar más y mejor a menor coste. Él ofrece más lavados y ropa más blanca que el rival. Y ese electorado, que cada vez se interesa menos por la parte de las obligaciones del contrato social, compra de buena gana esa promesa de mejor lavado. El candidato que mejor promete cosas más visibles e impactantes tiene las de ganar frente al que recuerda que, además de derechos y logros, siempre existen las responsabilidades y la posibilidad de que las cosas no funcionen. Para muestra un botón: la campaña del senador Juan Sartori y sus promesas delirantes.
A ese carácter de mercado de nuestras democracias se agregó en tiempos más o menos recientes lo que se conoce como “la batalla por el relato” (parece que siempre importamos lo peor de la vecina orilla), esto es, la batalla simbólica que, según esa moda intelectual, resume lo que de verdad importa: el discurso que se construye sobre los hechos es más relevante que los hechos. Se nos dice que las palabras y cómo las palabras se estructuran es más importante que aquello que las palabras nombran. Es por eso que cada vez vemos más políticos concentrados en los aspectos meramente simbólicos de su gestión antes que en los aspectos reales y prácticos. Y es que a veces esos aspectos prácticos pasan, por ejemplo, por construir una infraestructura poco visible y cara y eso es muy difícil de vender como si fuera detergente. La reparación simbólica siempre es más barata y más fácil de exhibir.
Sin embargo, la pregunta sigue abierta: ¿hacer política para qué? ¿Es una pregunta que se hacen sinceramente los políticos o muchos simplemente se interesan por llegar y después ven cómo hacen para mantenerse? Y que mejor herramienta para mantenerse (en términos de eficiencia electoral versus costo) que usar los espacios de poder logrados para montar una campaña sistemática de autopromoción simbólica sin que importe demasiado contestar el para qué y sin que importe si esa campaña contribuye o no a mejorar la vida de la población.
Obviamente, en buena medida es responsabilidad del electorado que esta clase de políticos prospere. Si somos adultos capaces de evaluar el sinfín de decisiones complejas que enfrentamos cada día, bien deberíamos poder evaluar la aparición de los chantas en la política. Pero muchas veces el velo ideológico desconecta el detector de chantas y se nos cuelan por todos lados en las distintas instancias de poder. Y, es verdad, las actuales cartas democráticas con las que jugamos muchas veces parecen favorecer al chanta.
En todo caso, los ciudadanos sí que tenemos una herramienta para tasar la calidad de la actividad de un político, y esta herramienta es el resultado. El resultado de sus acciones en el mundo material, quiero decir, no en la famosa batalla por el relato, en donde nada es medible y todo pasa por construir hegemonía con base en lecturas ideológicas de los hechos. Por cierto, ese regreso al idealismo que fuera criticado hace más de 150 años por Marx no deja de ser llamativo en una sociedad tan brutalmente tecnológica como la nuestra.
Efectivamente, siempre tenemos la realidad para tasar los resultados de una política y de un político. Y una ciudadanía responsable y educada, que pueda mirar más allá del mercado de detergentes, siempre podrá separar mejor la paja del trigo. Esto es, separar a aquellos políticos que dejan un legado real que mejora la vida de los ciudadanos de aquellos que plantan obeliscos para mayor gloria de su ego.