Escucho a una joven profesora de inglés explicar un recurso didáctico que inventó para enseñar antónimos a los chiquilines.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáPor ejemplo, lleva en su mochila objetos con rasgos opuestos y los pega en el pizarrón. El objetivo: los alumnos deben comprender las palabras que la profesora pronuncia sin necesidad de traducción al español. Esa vez llevó una botella vacía de plástico, la pegó, y a su lado otra botella llena. Y pronunció “empty” y luego “full”, respectivamente.
El recurso me pareció muy bueno. Inmediatamente recordé mis viejos tiempos de liceo público, en donde no existían fotocopias, donde el inglés apenas tenía libros en la biblioteca (se enseñaba francés como lengua extranjera principal), donde entre los 40 alumnos de la clase, 20 iban al Anglo y 20 ignorantes bregábamos con aquel idioma sajón tan difícil.
En casa, la noche previa al escrito, repetíamos una y otra vez la conjugación del verbo to be. La lista de antónimos. Jamás un profesor me trajo una botella vacía y otra llena. Y sin embargo, en aquel liceo público, yo, que no podía pagar el Anglo, comencé a hablar inglés. Un poco. La base. Algo es algo.
Pero hoy la joven profesora que cuenta sus recursos didácticos no lo hace para darse dique. Al contrario: lo hace para explicar su fracaso. Su rotundo fracaso. Porque al pegar las botellas en el pizarrón y pronunciar “empty” y “full” recibe esta respuesta de los estudiantes: “Profe, ¡no entiendo!”.
Ella repite, gesticulando, “empty”, “full”: es casi una actriz, una egresada de la escuela de arte dramático, un clown. Pero no. Recibe comentarios. “¿Para qué pega eso en el pizarrón?”. Los rostros de los chiquilines hacen una mueca de desprecio: la profe está loca.
No entienden. Tal vez no quieran entender. Tal vez no quieran aprender inglés. Tal vez tengan ganas de estar muy lejos de allí. Tal vez quieran estar al aire libre, charlando con sus amigos, y no en un aula, estudiando palabras de un idioma al que no le ven utilidad. Porque en su vida cotidiana, el inglés (el pasaporte del siglo XXI) para ellos no cuenta.
La profesora, deprimida, trata de consolarse pensando en la fractura social, en la crisis del 2002 y en sus consecuencias.
Yo, en cambio, me imagino un liceo donde Marita Muñoz fuera la profesora de Biología, Astori el de Matemática, Carolina Cosse la de Física, Bonomi el de Formación Ciudadana, Fernández Huidobro el de Historia, Rossi el de Geografía, Sendic el de Química…
Mujica podría ser el adscripto, Topolansky la asistente social y Kechichian la organizadora de campamentos. Daniel Martínez el subdirector y Tabaré sería el director, por supuesto. ¡Qué liceo! ¡El liceo del siglo XXI!
Este equipo de trabajo sí podría estimular a los jóvenes, educarlos en valores, prepararlos para el mundo del futuro. Con ellos los adolescentes nacidos en la crisis de 2002 no se aburrirían, como con nosotros.
¡Ellos sí conseguirían la inclusión social tan anhelada por el sistema educativo!