Nació en Roncole el 10 de octubre de 1813, hecho que motiva hoy el bautismo del año corriente como el “año Verdi” por conmemorarse el 200º aniversario de su nacimiento. Hasta los 10 de edad, el niño Giuseppe vivió con sus padres en ese pueblo del entonces ducado de Parma, con solo 100 habitantes. Cuando su padre vio en el niño una aptitud musical que en el pueblito natal no tendría oportunidad para desarrollar, lo mandó a Busetto, la capital del ducado, con 2.000 habitantes, donde permaneció hasta los 18. Allí estudió piano, armonía, composición, letras, humanidades, flauta y clarinete. Con ese bagaje, el joven Verdi aterrizó en Milán, donde perfeccionaría sus estudios en el Conservatorio de la ciudad, en la que también alcanzaría los grandes éxitos de su carrera.
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Algunas crónicas dan cuenta de que ya el Verdi adolescente era hosco, malhumorado y de pocas palabras. Pero aun si esto fuera inexacto, lo cierto es que en su primera juventud ocurrieron hechos que justificarían con creces cualquier alteración negativa de su carácter: se casó en 1836 y tuvo dos hijos. La niña murió en 1838, el varón en 1839 y su mujer, seguramente de pena, en 1840. Verdi, entonces, a los 27 años de edad, era viudo y había perdido a sus dos pequeños hijos. Esa dura intemperie no le impidió componer 28 óperas en un lapso de 50 años, casarse nuevamente, 20 años después de enviudar, con la soprano Giuseppina Strepponi, y continuar cultivando en todo momento la lectura de sus autores preferidos: Dante, Schiller y, sobre todo, Shakespeare, cuyas obras completas eran su libro de cabecera.
Avatares en la creación de “Otello”
Estamos ahora en 1879, en el comedor de la casa de Verdi donde tiene lugar una cena con amigos. A esta altura de su vida el dueño de casa ya ha tocado el cielo con las manos. Desde que en 1842 Italia entera estalló con el estreno de “Nabucco” y, especialmente, con el aria “Va pensiero”, la fama de Verdi no ha parado de incrementarse. Ha escrito desde entonces 22 óperas; además, en sociedad con el escritor y compositor Arrigo Boito, compuso el himno nacional italiano en 1862 y su último estreno, “Aída”, fue otro éxito resonante en 1871.
Desde entonces, hace ocho años que el músico no estrena nada. Uno de los comensales es el famoso editor Giulio Ricordi, quien desliza en la conversación la posibilidad de hacer una ópera con “Otello” en sociedad con Arrigo Boito para el libreto. Verdi luce atento y tenso en la conversación. No desecha la idea; al contrario, su interés parece indisimulado, pero aflora aquí su conocida parquedad, quizás alimentada por no considerar a Boito el socio apropiado para tal emprendimiento.
A fines de ese año 1879, Boito entregó un borrador del libreto a Verdi. Deberían transcurrir más de cuatro años todavía, de idas y vueltas, encuentros y desencuentros entre el compositor y el libretista con intermediaciones de Ricordi entre ambos para que finalmente, en marzo de 1884, Verdi pusiera manos a la obra y empezara a componer. Pero un nuevo inconveniente estaría por aparecer con el rumor de que Boito había dicho en algún lugar público que él mismo preferiría estar componiendo “Otello” y que, de ser así, la ópera ya estaría terminada.
El rumor llegó a Verdi, quien no demoró ni un segundo en montar en cólera y abandonar el trabajo por ocho meses más, hasta que se le pasó el enojo. A fines de 1884 retomó la partitura. En enero de 1886 acordó finalmente con Boito que la ópera se denominaría “Otello” y no “Yago”, como habían pensado en algún momento previo. En diciembre de 1886 finalizó su trabajo.
Esta fue la penúltima ópera de Verdi. Seis años después escribiría la última, “Falstaff”, también sobre texto de Shakespeare y en sociedad con Arrigo Boito. Los años de enfados y controversia sobre el enfoque de las diferentes escenas de “Otello” sirvieron para afianzar no solo la asociación de trabajo entre Verdi y Boito, sino también su amistad. Cuando emprendieron la creación de “Falstaff”, se podría decir, utilizando un símil futbolístico, que ambos jugaban sin mirarse. Boito acompañó a Verdi en su lecho de muerte hasta el final. Y luego de la muerte del compositor, declaró públicamente: “Después de haber sido el fiel servidor de Verdi y de ese otro nacido en Avon, no puedo pedir nada más”.
Un nuevo Verdi o un pozo seco
“Otello” se estrenó en La Scala de Milán el 5 de febrero de 1887. Para el grueso del público fue un éxito. Sin embargo, algunas críticas adversas hicieron hincapié en que el músico había alcanzado en el pasado alturas tan grandes en cuanto a sencillez de discurso y generosidad melódica, que esas cumbres parecían haberse perdido en este Otello. La pluma filosa de George Bernard Shaw llegó incluso a sugerir que “el pozo ha comenzado a secarse”.
Esas críticas, aunque no compartibles, eran comprensibles. Este ya no era el Verdi de discurso simple y directo, el Verdi arioso y cantábile, el Verdi pomposo y magnificente, que a veces abusaba del compás de tres por cuatro. Este parecía ser otro músico, más grave, intensamente consustanciado con el drama shakespeariano que debía musicalizar. El Verdi de “Otello” elabora un sutilísimo entretejido entre las palabras y la música.
Está en todo momento al servicio del texto, a veces lo subraya y muchas veces lo supera en elocuencia. Hay además un dominio del color orquestal donde se alternan combinaciones instrumentales inusuales en su autor para destacar la dulzura, la ferocidad y las zonas más oscuras de la tragedia. Esta no es una ópera “linda” o “agradable” para las convenciones de la época. Es, sí, un capolavoro de simbiosis de letra y música, con una fuerza arrolladora. Es otro Verdi.
En concierto con Pavarotti
Hay muchas versiones de “Otello”, como las hay de tantas otras óperas de Verdi y de otros grandes del género. Las preferencias por una u otra son tan numerosas como indiscutibles las razones en que se sustentan. Hemos elegido para esta nota una versión “en concierto”, es decir, sin puesta en escena, donde los solistas se alinean en una primera fila con sus partituras junto al director, atrás la orquesta y atrás el coro, todos de frente a la platea. Para quien concurre al teatro, la falta de “puesta” puede ser un descuento al espectáculo; lo es sin duda a la “actuación” de los solistas.
No obstante, sin la tensión que representa el cuidado a los miles de detalles de una puesta, la versión en concierto aligera de ese peso a los intérpretes y permite muchas veces —no siempre— una mayor concentración de los solistas, del coro y de la orquesta, con los aspectos más estrictamente musicales.
El “Otello” elegido fue grabado para el sello Decca (London N° 4336692) durante las funciones del 8 y el 12 de abril de 1991 en el Orchestra Hall de Chicago y las del 16 y el 19 de abril en el Carnegie Hall de Nueva York con Luciano Pavarotti como Otello, Kiri Te Kanawa como Desdémona, Leo Nucci como Yago y Anthony Rolfe Johnson como Cassio, en los roles principales. Actúan además el Coro y la Orquesta Sinfónica de Chicago, bajo la dirección de Sir Georg Solti. La versión transpira por cada poro la experiente veteranía de sus intérpretes. Pavarotti, con 56 años, Nucci con 49, Te Kanawa con 47, Rolfe Johnson con 51 y, por encima de todos ellos, Solti, con 79 años, que organizó este concierto como su despedida y retiro de la actividad. Fue además el concierto en el que se celebraban los cien años de la fundación del Carnegie Hall.
Aunque el rol de Otello no parecía propicio para un tenor lírico como Pavarotti, fue el propio Solti quien lo convenció para participar en la grabación. Y Solti parece no haberse equivocado, ya que los años habían oscurecido el timbre del tenor haciéndolo más adecuado para encarnar el personaje. Te Kanawa es una Desdémona de línea acerada y perfecta en su desvalimiento frente al animal celoso del moro. Leo Nucci es el Yago cínico, manipulador e intrigante que la obra necesita, con notables quiebres de intencionalidad en el decir que acompañan las sinuosidades de su intriga. Quizás su voz no sea tan caudalosa, pero luce siempre justa en transmitir los dobleces de su conducta. Un más que correcto Cassio completa el cuarteto principal.
Dos actores más y de enorme importancia gravitan en el suceso de esta grabación: en primer lugar el Coro Sinfónico de Chicago, dirigido por Margaret Hillis y Terry Edwards. Salvo en el cuarto acto, único en el que el coro está ausente, en los otros tres cada vez que aparece el coro el oyente sufre un impacto. Tal es la claridad de su dicción y la fuerza de su canto, ya fuere dulce o vibrante, que los tres sectores de hombres, mujeres y niños lucen juntos y por separado una fuerza y un encanto arrolladores. No es poca cosa en una obra como esta, donde el coro no es un simple adorno.
Y finalmente, el otro actor que contribuye al suceso es Sir Georg Solti. Siempre se ha dicho que su estilo de conducción podría encasillarse en el de los directores “tensos” por oposición al estilo de mayor placidez que puede exhibir por ejemplo un Bruno Walter. Lo cierto es que la obra misma tiene una tensión interna que va creciendo casi sin parar hasta el estallido final. Incluso momentos de remanso como la escena de Desdémona y Emilia en el acto final, con la “Canción del Sauce” y el “Ave María”, son momentos de suspenso implícito por lo que habrá de venir. Y aquí Solti juega un rol vital, porque la tensión musical y dramática en solistas y orquesta es mantenida con mano férrea por el conductor húngaro. No existen aflojamientos ni caídas de voltaje en ningún momento y si el oyente escucha la grabación de un tirón y sin intervalos, aprecia aún más el factor explosivo y unificador que desde el foso envuelve a los cantantes en todo momento.
¿Momentos salientes? Varios: 1) la escena del segundo acto entre Otello y Yago, donde un verdadero remolino de intrigas, dudas y celos afloran en el diálogo de ambos con fuerza de huracán, con el magnífico coro atrás y la orquesta a todo vapor; 2) el enfrentamiento que le sigue, ya en el tercer acto, entre Desdémona y Otello y que se cierra con un coro avasallante”; 3) el contraste de color y de carácter entre la sonoridad de este final del tercer acto y el comienzo del cuarto con las maderas comandadas por el oboe sobre un fondo de cellos y violas; 4) el maravilloso dúo de amor del primer acto entre Otello y Desdémona (“Gia nella notte densa”), sin discusión uno de los dúos más hermosos del repertorio operístico de todos los tiempos, soberbiamente volcado aquí por Pavarotti y Te Kanawa.
Este otro Verdi diferente del previo, que aparece con “Otello”, está también presente en este dúo para el que nos prepara con una notable introducción de cuerdas en registro grave, arpa y arpegios de saxofón barítono. Cuando el dúo culmina en la zona sobreaguda con Otello cantando “Venere splende” la orquesta hace un fondo a media voz de violas y arpas sobre trino de violines. Una obra maestra.
Quedará para la anécdota que el maestro Solti estaba aquejado de gripe y que a partir del segundo acto dirigió sentado en una banqueta. Y que Pavarotti —que también debió sentarse más de una vez durante la función— tenía un catarro que según un funcionario del Carnegie Hall “lo obligaba a comer y tomar líquidos constantemente para mantener su garganta abierta”. Tan es así que, según recogen crónicas de la velada, todos los cantantes en el escenario tenían una silla normal para sentarse, mientras que Pavarotti tenía una suerte de trono con una pequeña mesa al costado llena de botellas y sprays. Un pañuelo tamaño toalla le sirvió para cubrir su rostro en más de un momento mientras por detrás tomaba e inhalaba medicamentos para mantenerse en forma.
Pero los grandes artistas son así: tienen sus excentricidades, también caen con gripe como cualquiera, pero son capaces de remontar esos obstáculos y hacer arte, como si nada.