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    El pibe de La Paternal

    Yo siempre quise tocar la melodía, para mí esencial, con delicadeza. Por eso llené la orquesta de violines y un violonchelo, para equilibrar a los bandoneones. El bandoneón no es un instrumento completo y si son muchos ensucian el sonido.

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    Así se definió, a inicios de la década de 1980, poco antes de su muerte, quien fue el director de orquesta de más extensa trayectoria (sesenta años): Osvaldo Fresedo, El pibe de La Paternal, nacido el 5 de mayo de 1897 en Buenos Aires, en una familia de buen pasar, clase media alta. —Es verdad. Pero en el barrio donde más tiempo vivimos, La Paternal, lo que te daba prestigio real entre el resto de los pibes era tocar un instrumento popular, que en mi caso fue el bandoneón. Las primeras lecciones me las dio mi madre, que era profesora de piano y luego aprendí con Carlos Besio, que de día trabajaba de cochero y tocaba el fueye por las noches. Yo aprendía rápido porque escuchaba y me quedaba todo. Si no me falla la memoria, mi primer tango fue El espiante, cuando tenía 17 años.

    Osvaldo Fresedo sufrió, sin embargo, igual a tantos adolescentes de aquella época, problemas en el ámbito familiar. Su padre —en un acto que repararía poco después— lo echó porque “el pibe” descuidaba su trabajo y se escapaba a ver actuar a los grandes tangueros del momento. Por unos meses debió cobijarse en una piecita que le prestó un amigo; al cabo, se ablandó el patriarca y, cosas de tales tiempos, se pasó al otro extremo: compró un café solo para que su hijo músico tocara allí con mayores garantías.

    Osvaldo formó primero un dúo con José Martínez, el autor de El cencerro, que rápidamente se hizo trío con el agregado de Francisco Canaro. Luego integró otro conjunto con Julio de Caro, Rafael Rinaldi, José María Rizzutti y Hugo Baralis (padre). Un año más tarde viajó a Estados Unidos con Enrique Delfino y Tito Rocatagliatta; grabó varios discos en Nueva York y recibió influencias del jazz norteamericano, sobre todo el tradicional de New Orleans.

    Su primera gran orquesta —que la modificaría tantas veces a lo largo de su vida y por sus viajes recorriendo el mundo— data de 1920: fue, enseguida, la preferida de los grandes escenarios y de la burguesía y la aristocracia del Río de la Plata, más por el estilo musical que por el origen del director; en opinión de los entendidos, Fresedo “introdujo efectos tan interesantes como los ‘staccatos pianísticos’ y ‘crescendos’ ligados en una constante gama de variado colorido, incorporó los solos de piano de ocho compases, dando a los contracantos de violín una mayor autonomía de expresión y también concedió lucimiento a los instrumentistas, dentro de un concepto orquestal de perfecto ajuste”. Fue, además, pionero en incorporar instrumentos no convencionales, caso del vibráfono, el arpa y accesorios de percusión como los platillos.

    El pibe de La Paternal fue un compositor no demasiado prolífico pero muy fino. Destacan entre sus principales obras Vida mía, El once, Pimienta, De academia, Oscarcito, Criollo viejo, Nueva York y Pampero.

    Confesó su ferviente admiración por Juan Carlos Cobián, prefirió entre los colegas del bandoneón al legendario Minotto di Cicco, aunque criticaba “su frialdad”, e hizo expreso su respeto por Astor Piazzolla, ejecutando varios de los temas del polémico renovador cuando, precisamente, este era más criticado por la correntada tradicionalista.

    Hay otra virtud que luce en su palmarés: teniendo en cuenta el particular estilo de su orquesta, supo siempre elegir los cantores adecuados, incluso los que mejor se adaptaban, en cada etapa, a los cambios que impuso a la agrupación: Agustín Magaldi, Teófilo Ibáñez, Ernesto Famá, Roberto Ray, Ricardo Ruiz, Oscar Serpa, Carlos Mayel, Osvaldo Cordó y finalmente Héctor Pacheco.

    Uno imagina, sin esfuerzo, que Ricardo Luis Brignolo pudo haber escrito su tango más famoso, Chiqué (El elegante), pensando en Osvaldo Fresedo: el título y la estupenda, cuidada melodía le caen a medida.

    Fresedo, que murió en Buenos Aires el 18 de noviembre de 1984, dejó muchas anécdotas. Al menos dos merecen contarse.

    En 1923 obtuvo la autorización para ser piloto de aviones y se compró un aparato de mediano porte, que le costó 4.500 pesos argentinos de la época, con el cual, tras unas pocas pruebas, ganó un premio nacional.

    Y ya veterano, escribió y grabó, con la voz del bolerista Daniel Riolobos, Los diez mandamientos, una rara serie de poemas religiosos y tangueros que no tuvo, para su infelicidad, la repercusión que esperaba.