Es la hora del recreo en el patio de San Quintín. Cada grupo se reúne en un sector determinado: los negros, los blancos, los musulmanes, los nazis, los indios, todo bien diferenciado y tribal. Las miradas de los presos van y vienen; son miradas confabuladoras, amenazantes. Si alguno de estos grupos se cruza con otro en las duchas, la batalla es hasta morir. Pero están en el patio, al sol, y escuchan a otro preso que se encuentra un tanto más alejado y tocando el saxo alto: es Art Pepper. El instrumento desprende líricas, melancólicas notas que los delincuentes comprenden más allá de las razas, de las religiones y de las condenas. El asaltante de bancos se conmueve; el asesino deja caer una lágrima; el narcotraficante olvida por un momento las sustancias y el dinero; el violador hace un alto en sus obsesiones. La música, en otra prueba de su bondad curativa, calma a las fieras. Y Pepper, que era un lobo de sí mismo, se olvida de la adicción a la heroína. Más adelante esos temas paridos en cautiverio se llamarán “The Trip”, “D Section”, “Groupin’”.
El mundo del jazz está plagado de historias atravesadas por las drogas, pero de todas ellas la de este músico californiano es la más cinematográfica. Entre 1960 y 1975 estuvo más tiempo en prisión y en centros de desintoxicación que en escenarios musicales. Había descubierto la heroína en una de las tantas giras con la orquesta de Stan Kenton a principios de los 50, donde Art era uno de los principales solistas, y a partir de allí nunca más se desenganchó.
Una vida ejemplar, que acaba de ser traducido al español (Global Rhythm, 2011, 552 páginas), es el furibundo testimonio sin censura ni cortapisas —y también con una enorme cantidad de erratas— de un hombre que dedicó su vida a la música y al polvo de la amapola con igual intensidad. Las memorias tienen un interesante armado: la voz directa del saxofonista —editada y ordenada por Laurie Pepper, su tercera y última esposa— se alterna con la de otros protagonistas (músicos, parientes, amigos) e incluso con extractos de notas de revistas especializadas como “Down Beat”.
Pepper vivía en combate con sus propios demonios, y tenía una buena cantidad. Padeció una infancia muy triste, con una madre alcohólica y promiscua que hizo todo lo posible para abortar pero no lo consiguió. Su padre era distante, racista y autoritario. En definitiva, fue criado por una abuela que tampoco demostraba demasiado interés en un nieto que era medio enclenque y muy callado.
Esa permanente inseguridad y falta de estima, que incluso lo asaltaba cuando ya era un artista de renombre, fue una de las primeras cosas que la bendita sustancia logró silenciar. Ante cualquier adversidad, Art no lo dudaba: un pico en las venas. Así lo describe el propio músico: “Es como si te hubieran puesto sobre una de esas cintas transportadoras que van avanzando sin que tú te muevas. Uno se sube a una cosa así y luego ya no puede bajarse”.
Llegó a consumir entre siete y catorce gramos de heroína por día, además de monstruosas cantidades de alcohol, tabaco y anfetaminas. La estupenda foto de William Claxton que ilustra esta nota, con el músico subiendo la pronunciada pendiente hacia su casa de Fargo Street, en Los Ángeles (una zona donde se filmaron muchas películas mudas de la Keystone a principios de los 20), fue uno de los tantos momentos de horror que sufría por la abstinencia. Estaba deseando que la sesión de fotografías terminara de una maldita vez para ir a golpear la puerta de su dealer, comprarle caballo y metérselo inmediatamente en la sangre. Muchas veces eran los propios vendedores quienes velaban para que Art no se pasara de la raya, como el narco mexicano Mario Cuevas, con quien mantuvo una profunda amistad y a quien le dedicó un estupendo tema: “Las cuevas de Mario”.
Una vida ejemplar se lee como un policial apasionante. En sus páginas cobran vida las noches jazzeras y chandlerianas de los clubes en East Los Ángeles, como el Diggers y el Coral Room, con el tránsito pesado de chicanos, prostitutas, traficantes, gángsters y músicos, y entre ellos la inconfundible figura de Dexter Gordon con su impecable elegancia y sus buenos modales.
Tenemos de fuente directa la desesperación por conseguir heroína y cómo esa carrera demencial condicionaba toda la vida del músico, desde la tranquilidad para ensayar o presentarse ante el público hasta la compra de un Lincoln granate descapotable que perteneció al Sha de Persia (“absolutamente todo funcionaba apretando un botón”) y la locura que generaba a su alrededor, como las frecuentes discusiones con Diane, su segunda esposa (también yonqui), quien en represalia por gastarse el dinero en drogas una mala noche le sumergió el clarinete —¡su preciado clarinete!— en la bañera.
Tenemos de fuente directa lo que es vivir en la cárcel con la peor fauna delictiva, con sus códigos, sus miserias y también sus momentos divertidos. El primer día que Pepper llegó a San Quintín, en uno de los corredores se arrastraba un presidiario con... las tripas para afuera. Tal fue la bienvenida de lo que sería una estadía de varios años. Y a la salida del calvario, el primer día de libertad, el chico malo retornaba cubierto de tatuajes: Snoopy y Linus, de la tira cómica de Charlie Brown, en el antebrazo derecho; una calavera china con bigotes fumando opio en el bíceps derecho; una mujer desnuda sobre el corazón; una bailarina con braguitas minúsculas en la espalda. Ahora Pepper era un exconvicto, un chico malo que volvía al ruedo, un hombre que reclamaba lo suyo.
Pero además de destilar la tensión de un thriller, el libro posee una honestidad y una transparencia fuera de lo común. El artista y el yonqui se presenta con toda su complejidad: como un desarraigado, un hombre de códigos incapaz de delatar a nadie y un músico de una sensibilidad exquisita, pero también como un egoísta, un padre abandónico, un marido violento, un cobarde, un delincuente, un obseso sexual e incluso un violador. Si uno escucha el inconfundible sonido de su saxo alto, del clarinete y a veces del tenor, todo eso está allí, desgranado y destilado.
Art, que comía cualquier bazofia entre chute y chute (un hot dog, un chocolate), porque su cuerpo estaba hecho para la heroína.
Art, que se dormía con el cigarro encendido, siempre a punto de provocar un incendio que nunca se concretaba (el incendio estaba adentro).
Art, que se hizo racista en la cárcel para defenderse del racismo.
Art, que tenía un humor surrealista y le encantaba contar historias y exagerarlas. Dicen que cada vez que presentaba a su último pianista, el búlgaro Milcho Leviev, lo hacía con un nuevo agregado: “Este es Milcho, que consiguió el pasaporte para irse de Bulgaria”, “Este es Milcho, que huyó de Bulgaria falsificando su pasaporte y con los sabuesos de la KGB siguiéndole los talones”, “Este es Milcho, que pudo huir de Bulgaria atravesando los alambres de púa, los perros doberman, los focos, las sirenas y los tiros de los guardias”. La gente reía y Milcho dejaba que Art exagerara e inventara.
Alguien dijo alguna vez que Pepper no tiene ningún disco malo. Es cierto: ni uno solo. Pero los últimos que grabó para los sellos Contemporary y Galaxy, y en especial los registrados en vivo, lo capturan de un modo único, urgente. Es un sobreviviente con conocimiento de que esas notas que está soplando con su saxo pueden ser las últimas, que tal vez haya un mañana y un pasado mañana, pero no mucho más.
Laurie Pepper, desde su sello Widow’s Taste, ha lanzado al mercado recientemente una serie de grabaciones en vivo que son magníficas, como el disco doble en Stuttgart o el cuádruple en el Ronnie Scott’s londinense, un emblemático boliche.
Su renacimiento apenas duró un puñado de años que van desde fines de los 70 hasta principios de los 80, cuando dejó la vida a lo largo y ancho de giras europeas y asiáticas en presentaciones junto a pianistas como Milcho Leviev o George Cables, contrabajistas como Bob Magnusson o Tony Dumas y bateristas como Carl Burnett, su favorito. Son versiones largas, algunas de más de veinte minutos, como “Make a List (Make a Wish)” y “Bésame mucho”, auténticos viajes en los cuales Art nos relata sus penurias y sus instantes gloriosos, una vida de 57 años turbulentos.
Había nacido en Gardena, California, el 1º de setiembre de 1925, y murió el 15 de junio de 1982 en un sanatorio de Los Ángeles, con el hígado y el cerebro hechos pomada. En sus últimos momentos de conciencia, le robó al médico un par de chutazos de morfina. Y así se fue, con una amplia, apacible y sobrada sonrisa de yonqui.