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“Por suerte no consiguieron invitación para mí”, cuenta de su fugaz estadía en Los Angeles para recibir el Oscar por su participación como guionista en “El secreto de sus ojos”, del director Juan José Campanella. “Me quedé en el hotel con una barra de argentinos que laburamos en la película, lo seguimos por la tele. Era difícil que ganara. Cuando Tarantino y Almodóvar anuncian los candidatos a mejor película extranjera, me fui a caminar por el pasillo. Sentí los gritos, volví corriendo y me tiré arriba de una pila humana que celebraba. Como el defensa que corre para festejar el gol y siempre llega tarde y queda arriba del todo”. La anécdota la cuenta Eduardo Sacheri (1967), el escritor argentino autor del libro “La pregunta de sus ojos” (2005) y del guión de la película.
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Sacheri habla de fútbol. O es inevitable hablar de fútbol cuando uno leyó su obra y lo tiene a mano para conversar. “Nunca miro las definiciones por penales”, acota por las dudas. Y señala su corazón. Hay que cuidarlo. Festejar, sí. Luego de una noche inolvidable volvió a su país con un Oscar, una carrera que hasta ese momento contaba con algunos libros exitosos pero que se transformaría rápidamente en una vida agitada y de exigente exposición pública. “Fue como pasar a jugar en Europa”. Sus obras se reeditaron y se tradujeron a varios idiomas. El escritor sigue campante, intenta mantener su vida de siempre con su familia y seguir con su hijo de 17 la etapa más dolorosa de su Independiente querido, hoy en la segunda división. “Me acuerdo del día que bajamos. Estaba en la cancha con mi hijo. Era inevitable, el fin de un largo proceso de deterioro”. Fue en diciembre y recuerda que también caminó porque se puso tan nervioso que no pudo mirar. En determinado momento, ya con la sentencia inapelable, la hinchada empezó a cantar. “Aunque nos lleven la contra todos los demás cuadros, será siempre Independiente, el orgullo nacional”. Con la música de la marcha peronista. “Dice de más, pero es para que rime, no tiene nada que ver ahí”, aclara ante la duda del periodista. Recuerda ese momento como una especie de tributo a la dignidad. No hubo violencia, no hubo bronca hacia nadie, no hubo más que dolor y del dolor ese canto casi festivo. “No había nada que festejar, salvo el ser lo que somos en el momento de mayor pobreza. Es un modo de plantarse frente a la vida”, dice casi feliz. Así ve el mundo y su literatura.
El fútbol se cuela en toda la charla de escasos cuarenta minutos. Está en Montevideo para presentar su último libro de cuentos, “La vida que pensamos” (Alfaguara). Es un autor de moda y tiene una lista interminable de compromisos de prensa. Es buen escritor y tiene ese ángel para contar historias simples, de barrio, de un mundo muy personal donde construye personajes “ordinarios pero con vidas extraordinarias”.
Le dio en el clavo. Este libro de cuentos recorre el mundo del fútbol que tanto le apasiona, pero lo hace desde una perspectiva novedosa. Elude los códigos del ambiente y la mitología trillada, evita los lugares comunes para meterse en su propia vida, en sus recuerdos, en sus vivencias de niño. Rescata acontecimientos, historias y emociones muy personales de Castelar, su barrio en el oeste bonaerense, donde empezó a leer a los cuatro años gracias a su hermana mayor. Allí creció y empezó a jugar al fútbol “siempre de mediocampista rústico”. Curiosamente, no fue un escritor de vocación tempranera. Más bien tardía, la escritura llegó después de una carrera de profesor de historia. Hasta que casi fatalmente empezó a poner en el papel la mirada hacia su entorno, esos mundos que todavía recorre a pie entre la cancha y su casa.
“Somos como en el fútbol, caóticos, desordenados, individualistas, improvisados, pendencieros”, dice al describir a los argentinos, en especial a los porteños. “Esa cosa de resolver en el caos, casi individualmente, de seguir al que prepotea, se parece a nuestra manera de jugar”. También habla de la cuestión mafiosa y el mundo mercantilista y violento que mueve al fútbol y se incrustó en la sociedad. “Clubes inviables, violencia tolerada, enfrentamientos permanentes. Fijate que hoy algunos barras bravas son celebridades, entran al estadio y el resto de la hinchada los saluda”. En cierta forma, dice que a los argentinos les seduce “esa admiración por la marginalidad, la transgresión, el desprecio de la normas, esa idea de que la ley está hecha para los giles”.
Cuando apela a la historia, su otra pasión, se encuentra frente a un análisis previsible: “Los años 90 nos hicieron mucho daño, el menemismo y la fiebre neoliberal potenció esa tendencia al individualismo exacerbado, a la actitud facciosa, al enfrentamiento profundo en cualquier nivel. O estás de este lado, o estás en contra. En Argentina no hay término medio”.
No hay lugar para los matices, aunque Sacheri los encuentra en su literatura. “No escribo en blanco y negro. En el ser humano, en su alma, detrás de esos personajes sencillos hay muchos tonos que te llevan a la verdadera razón de ser. Por eso para mí, el fútbol es un telón de fondo con puertas que te permiten el acceso a otros mundos”. Y repite algo que ha dicho en muchas entrevistas: “El fútbol me permite tocar asuntos universales, temas como el dolor, la soledad, la tragedia, la esperanza”. En el fondo, siempre se habla de lo mismo. “El hincha permanece intacto frente al ambiente contaminado del fútbol”, dice al aclarar el tema de la mafia y el deterioro social y político al que llegó en la Argentina. “Incluso ante la violencia, aunque tenga esa actitud dual y sea un lugar ideal para la catarsis”.
A él le interesa ese personaje de carne y hueso que conoció en su barrio o en la cancha, esas pequeñas historias mínimas con las que creció y dejó una huella en la memoria. Habla de su padre, que murió a los diez años. “Fue un padre muy presente, algo raro en esa época”, cuenta emocionado. “Me dejó ese legado formidable por el Rojo, el cuadro de sus amores. El fútbol es el último refugio de la inocencia”, dice en un cuento de su último libro, refiriéndose al recuerdo de su padre.
Canchero, con cara de cansado pero amable, la conversación vuelve al tema preferido. Sentado en la cabecera de la mesa, de camisa rosada y pantalón negro, al lado de una bandeja de masitas, el escritor argentino no tiene más remedio que hablar de la hazaña de Maracaná, impuesta a prepo por el periodista. “Cualquier futbolero de ley creció con ese mito fabuloso, una hazaña increíble”. El tema es imprescindible. Por futboleros, rioplatenses (“Al fin de cuentas, compartimos la rivalidad con Brasil”) y herederos de una historia muy cercana. El relato pretexta un cuento formidable donde un joven entra a un boliche a seducir a una desconocida. Llega a su mesa y lo primero que le sale es contarle la historia de esos once héroes que en gesta imposible derribaron al gigante. “Es divertido, es que busqué por dónde contar esa hazaña y en un momento aparece una posible historia de amor. Es que la gesta de Maracaná sigue funcionando, es tremendamente heroica”.
Así como no le interesa detenerse en la “cúspide de historias deslumbrantes, en ese mundo ajeno y distante del fútbol profesional”, tiene claro que su lugar está en el lugar del fracasado, del amateur con cierta dosis de ingenuidad que exige pensar el mundo desde la fe. Para decirlo con claridad: “No me interesan los delanteros que hacen un gol y se van a festejar con una coreografía perfectita”. Prefiere al que erra, al que llora, al que besa su camiseta, al desprolijo, al que inventa. A ese personaje que finalmente, como él, desacomoda porque es imprevisible. Como la vida misma.