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    El teatro tartamudo de Bob

    Arte eterno: la revolución escénica de Robert Wilson

    Un día se encontró en una calle de Nueva Jersey frente a una escena que le cambió la vida para siempre. Un policía le pegaba a un niño negro que había apedreado una iglesia. Se acercó y trató de intervenir. Terminaron en la cárcel. Entre forcejeos y discusiones, se dio cuenta de que el niño era sordomudo. Tenía once años y le costaba enormemente comunicarse. El hombre amable recordó su juventud cuando la tartamudez le impedía una relación fluida con el mundo. Era en Waco (Texas), su ciudad natal, donde vivió hasta los 17 años. Un entorno árido en muchos sentidos. La anécdota termina con este joven conmovido por la fragilidad del chico y una historia que termina construyendo uno de los capítulos más extraños y alucinantes de la historia del teatro contemporáneo. El hombre se llama Robert “Bob” Wilson (1941), reconocido hoy como uno de los directores de teatro y ópera más renovadores del siglo. El chico se llama Raymond Andrews y junto a Wilson se convirtió en autor de “La mirada del sordo”, una de las primeras producciones de Wilson, estrenada en la Academia de Música de Brooklyn y en el Festival de Nancy en 1971.

    El éxito fue inmediato y explosivo. La obra duraba tres horas y no tenía argumento, ni siquiera un texto medianamente comprensible. Era una especie de visión alucinada con más de cien actores en escena, música de presencia arrolladora, imágenes hipnóticas, escenario espectacular. Un antecedente del Cirque du Soleil pero sin trapecistas ni nada que pareciera un circo. Y con mucha más profundidad y sentido artístico, más allá de las escenas bellísimas que pueblan ambas compañías. La obra fue construida sobre dibujos y sonidos de Andrews. Nada más. Un mundo de imágenes y música, con actuaciones que tenían más que ver con la danza que con el teatro, o con viejos rituales religiosos. Pero en algún punto era teatro. Así lo visualizó Wilson desde su inicio, aunque nunca había tenido mayor contacto con la escena neoyorquina, donde se había instalado a los veinte y pocos años. “Fui a Broadway y no me gustó para nada el teatro musical, vi ópera y no me gustó como se hacía, nunca vi teatro”.

    Después de Raymond

    Al salir de la cárcel, Bob Wilson acompañó al chico a su casa. Allí se dio cuenta de que Andrews vivía casi en abandono junto a trece personas más que dormían en el mismo cuarto. La historia inicial termina con Wilson adoptando a Raymond, un niño con tremendas dificultades que despertó un mundo formidable de realizaciones artísticas. Años después, el director explicaría que el universo de Andrews era fascinante en la medida que se expresaba a través de imágenes o con códigos que no eran los que el mundo se comunica. No había que intentar enseñarle a expresarse como alguien que maneja todas las capacidades. Había que entender cómo construyó su propio sistema de comunicación. Ese sistema traducido a lo artístico abría una puerta de insospechada novedad. Así fue. A través de esos códigos casi propios, el chico había logrado además un nivel de expresividad de un mundo interior riquísimo. Algo que también Wilson encontraría años después en Christopher Bowles, un niño autista con quien desarrolló espectáculos de enorme complejidad. Desde ese mundo de signos y sonidos que en un principio parecen incomprensibles o que semejan retazos de lenguaje casi sin sentido, un artista levanta un espectáculo formidable.

    “Ópera muda”, dijeron los franceses de “La mirada del sordo”, además de alabarla por los cuatro puntos cardinales del arte. La definieron como “ópera” en el sentido de la más completa de las creaciones puestas arriba de un escenario, una obra que en cierta forma reúne a todas las artes, donde todo es posible, desde la utilización avasallante de la música o la imagen, hasta el estiramiento o aceleración del tiempo. Wilson descubre con sus dos protegidos que la vida puede moverse por otro circuito de la relación entre espacio, tiempo, emociones.

    No en vano realiza poco después un espectáculo sobre Albert Einstein, otra de las obras maestras de su primera etapa de realizaciones. “Einstein on the Beach” (1976) fue la que catapultó a Wilson definitivamente en el mundo del arte como un genio. Y seguramente de los más extravagantes. Allí, otra vez, muchísimos actores en escena, tiempos trastocados, hipnosis visual y auditiva. Un espectáculo maravilloso con música de Philip Glass (1937), uno de los padres del minimalismo y la música experimental, discípulo de John Cage y compañero de ruta de Wilson.

    “Einstein...” evidenciaba dos o tres aspectos fundamentales de la vida y obra de Wilson. Para empezar, no venía del teatro, aunque había llegado a algo parecido al teatro. Había estudiado arquitectura, pintura, administración de empresas y algo de abogacía. Pero traía aquella tartamudez de juventud que había curado con la danza en manos de la señora Byrd Hoffman, luego de que fallaran otros métodos más ortodoxos. El cuerpo se había hecho cargo de superar las trabas emocionales y lanzar al exterior una infancia más retraída, en la que la inclinación artística de Wilson se expresaba a través de dibujos y teatro silencioso.

    Fue tal el impacto que dejó este trabajo con la profesora Hoffman que luego Wilson organizaría su propia compañía y fundación, conocida como “los Byrds”. Son datos importantes para entender varias cosas. En principio que si uno pretende encasillar la obra de este director no tendrá más remedio que romper los casilleros y desestabilizar toda definición. Y desde lo textual. Wilson dice que “escribe con imágenes”. Su libreto pasa por el diseño, la representación de visiones, la exposición de imágenes que desde una cierta mirada filosófica expresarían más irracionalidad que orden establecido. No hay texto en sus obras. Pero no hay texto construido tal como se concibe en la lógica del lenguaje escrito o verbal. Hay textos que apuntan a reconstruir el lenguaje desde el sonido o desde una lógica nueva, formada a partir de retazos de palabras, de frases, de textos enteros.

    Es cierto que los espectáculos de Wilson ya superaron estas primeras experimentaciones rupturistas. Los años llevaron a Bob a planteos más operísticos, de inclusión de textos más convencionales o “inteligibles”. De hecho, tiene espectáculos sobre textos, aunque en ningún caso parece respetar demasiado la obra tal como la escribió su autor. Evolucionó claramente hacia puestas operísticas, intentando renovar la concepción escénica y musical. Salvo en el caso de poesías o más concretamente un espectáculo sobre textos de Shakespeare, uno puede ver siempre la intención de encontrar una sonoridad novedosa, una forma de decir que indague por otros caminos que la dicción tradicional.

    El actor autista

    Wilson trabaja con actores pero los desestabiliza. Opera sobre el cuerpo en una tradición más oriental o de maestros como Grotowsky, entre las performances del Living Theatre y el teatro de marionetas de la famosa compañía Breat and Puppets, con las que trabajó en el diseño de los títeres gigantes. Wilson trabaja con el actor desde el espacio, el vacío, la quietud y el silencio. Comparte con el coreógrafo Merce Cuningham una nueva gramática escénica corporal y con John Cage la noción de “los sonidos del silencio”, incluso en estos últimos años propone un espectáculo montado sobre una conferencia de Cage (“Conferencias sobre nada”) en el que él mismo actúa. Actúa es un decir: habla, lee, hace silencios, duerme en escena. En este sentido, el aporte de Knowles, el chico autista con el que trabajó durante muchos años, tiene que ver con la incorporación de un nuevo sentido del texto. Descubrió en él una serie de mecanismos que le permitían estructurar las frases y los diálogos, los pensamientos y sus moldes verbales. Todas estas cuestiones, a las que indudablemente les suma su vocación plástica, visión de arquitecto y sensibilidad integradora, hicieron que los espectáculos de Wilson incluyeran estreno a estreno, contenidos abarcadores, incluidos en estructuras visuales y sonoras y de movimiento que sacuden profundamente al espectador.

    Wilson llevó a extremos increíbles esta visión de un teatro completo, global, donde incluye la experimentación pero también una tradición milenaria. “En el teatro hindú, el director le pide a un actor que trabaje el movimiento del ojo”. Un comentario típico de Wilson, que además de genial visionario y conductor de equipos de trabajo, tiene un gran sentido del humor. “Andá a pedirle a un actor occidental que trabaje el ojo, te mata o cree que estás loco”. Pero lo hace y trabaja sobre los detalles. Con los actores y bailarines, con los escenógrafos y artistas que participan en sus puestas pero también con la visión global.

    Dice Wilson que este teatro de masas construido irónicamente sobre la experimentación que uno supondría para minorías radicales, es una especie de edificio donde el espectador se para enfrente y ve todo lo que pasa en los apartamentos. Pero ve la construcción total, lo que pasa y cómo está decorado cada uno, el diseño, la iluminación, el aporte personal. Para poner un solo ejemplo: en “Einstein on the Beach”, mientras sonaba la música reiterativa y de mínimas variaciones de Glass, el escenario era un despliegue increíble de imágenes. Algunas actores bajaban o se desplazaban en ascensores; otros hacían gestos mecánicos que iban y venían por todos lados; otros realizaban una especie de Corte de Justicia con movimientos de precisión increíble; al frente, un Albert Einstein tocaba el violín. Acto seguido, cambio de luces, climas, estructuras que se mueven, escenas simultáneas. Aparece una locomotora con humo, una figura que vuela, un grupo que se desplaza, fondos de luz rojiza, azul, amarilla. Un mundo alucinado, complejo, bellísimo.

    En algún punto Wilson entendió que la arena (la playa), el violín que le gustaba tocar a Einstein y el tren que utilizó para muchas explicaciones de sus teorías, podían conformar la escena en la que más que un argumento inexistente, se ofrecía un paquete construido a través de un nuevo sistema de signos, particulares como los apartamentos del edificio, pero que todos confluían hacia una estructura única, simple, que las contuviera. Es una experiencia coherente, precisa, de datos que en cierta forma cualquiera puede descifrar, pero no desde la razón. Eso pasa en esta obra de inexplicable seducción.

    En un mundo tan racional esto podría (todavía puede) generar repudios y rechazos radicales. Como pasó en Brasil cuando en los 70 el director fue contratado para poner en escena “La vida y obra de José Stalin” en el Teatro Municipal de San Pablo. Un espectáculo de doce horas de duración, con algunos actores de su compañía y cientos de brasileros. Acostumbrados a otra cosa, en determinado momento de los ensayos, los actores se sintieron usados, despreciados. A muchos, apenas se les pedía que caminaran lentamente o que hicieran gestos excesivamente rápidos. Todo con el fin de montar un espectáculo que nadie entendía o podía visualizar hasta la noche del estreno. Otra vez el edificio de apartamentos, la unidad y la compartimentación. Pero fue tal la seducción y el manejo del arquitecto y licenciado en empresas, que finalmente todo el mundo quedó a sus pies. Tanto, que en cierto momento, la dirección del Teatro Municipal tuvo temor de lo que allí se estaba generando, una especie de campamento de actores y artistas. Quiso levantar el espectáculo. Los actores defendieron a Wilson, ocuparon el lugar hasta que volvió todo a la normalidad. Bueno, normal es un decir. Entradas agotadas ante el marketing de un espectáculo al que se podía entrar a las siete de la noche y salir cuando quisieran y volver a entrar en cualquier momento. La gente alucinó. Eso es vanguardia, y también manejo de la comunicación.

    Wilson lleva al extremo la idea de que el público participe de una experiencia al tiempo que la contempla. Plantea la misma idea de ritual que nace con el teatro. En cierta forma sintetiza los siglos de una escena construida con máquinas y telones ilusionistas, ahora, con videos y equipos de luces monumentales. Pero mantiene la noción de un teatro simple. Y logra también la libertad de acción del espectador, algo inconcebible en el teatro convencional. “Si el espectador quiere dormir, que duerma”, dice. Lo que puso al público en otro foco radical en discusión.

    Wilson dio vuelta la escena contemporánea. La sacudió desde sus cimientos. Actores, dramaturgia, nociones de tiempo y espacio, imágenes y utilización de tecnología, sonidos y danza, experiencias con silencios interminables o cantantes de óperas tradicionales, gente que vuela, muñecos enormes. El espectáculo total, tan de moda en inauguraciones deportivas mundiales. De hecho, llegó a estrenar cinco espectáculos en diferentes partes del mundo, al mismo tiempo, vinculadas por la idea de convocatoria para los Juegos Olímpicos de Los Angeles. Si eso no es el teatro de este siglo, el teatro dónde está.