N° 1864 - 28 de Abril al 04 de Mayo de 2016
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHay un punto por donde todo se escapa; lo vieron de cerca, lo trabajaron, lo explicaron Filippo Brunelleschi y Paolo Uccello. Para esos maestros las líneas se encontrarán en algún lugar fuera del cuadro o de la cúpula; más allá de la vista, en la síntesis del paisaje que termina por resolver la imaginación. La vida abunda en esos puntos, en esas puertas que rasgan la tela y se pierden en una región donde todo es posible, y principalmente posible el alivio de escondernos, de salirnos de la luz inclemente que nos interpela y nos reclama. Un pasaje relativo a este tema me ha conmovido siempre del cuento El Sur, de Borges.
El personaje es un tal Dahlmann, que como Borges es ignoto funcionario de una biblioteca en algún barrio de Buenos Aires, y también lector impenitente y sin límites; y como su autor es alguien perplejo por su identidad, debatiéndose entre el orgullo de su linaje europeo y la emoción casi corporal de la atropellada sangre criolla con signos —el recuerdo de algunas milongas, una antigua espada, cierto daguerrotipo, la lectura de estrofas del Martín Fierro, la pereza— que operan en él como un mandato, como un grito de la sangre. Debido a un ínfimo accidente doméstico (se golpea la cabeza con un postigo), deriva en una septicemia y conoce las fronteras de la muerte. Luego de largos días y largas noches en el hospital finalmente es liberado y se propone convalecer en un campo que su familia tiene en el lejano sur. Haber conocido de cerca la pavorosa línea que asoma a la nada o al infierno le devolvió un amor por la vida que nunca había experimentado: disfruta del sabor del café, del pelaje de un gato en un bar de la calle Brasil, del movimiento del tren que lo lleva a su renacido destino, de las páginas ilustradas de un ejemplar de Las mil y una noches, que refieren maravillas que no son más que personificaciones de deseos o temores. Por un azar de esos que solamente entienden los planificadores de escritorio y que en nada se vinculan con la vida que vivimos, el tren, luego de dos días de viaje, lo dejó en una parada anterior a la que debía bajar. No encontró mejor solución este Dahlmann que ir a una pulpería para ver si le ensillaban alguna jardinera que pudiera acercarlo al casco del campo de su familia.
Y aquí viene el problema. La palabra de Borges en esta escena es insustituible: “Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra; otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado”. La reacción de este hombre que amaba literariamente el campo pero que era de la ciudad con todas las mediatizaciones que arrastran las urbes, con sus flaquezas modificadas por el orden industrializado y recto de sus calles y de sus cielos opacos de humo y de sus relaciones apuradas y fugaces, que estaba enfermo, que solo quería llegar a su demorado lugar de reposo, es la literatura: “Dahlmann, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las mil y una noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron”.
Aclaro: el tema de este cuento es el destino; no el coraje, no la inexplicable gratuidad de cierta épica propia de las tabernas de cualquier parte del mundo, no el compromiso social del escritor, sino simplemente el destino; la indescifrable cadena de acontecimientos que juegan con vidas y esperanzas. Pero al pasar, el apunte de la huida liberadora por medio del arte, de la literatura, queda de pie: el libro sirve para no ver; leer es un punto de fuga, un modo de no estar donde las cosas están a la vista y molestan. Leer es ir a una parte de uno que la maldad del mundo no alcanza; donde el centro y los contornos son la misma cosa. Leer es la libertad de no estar, de irse cuando ya nada se soporta.