En el proceso de deslegitimación de la política, el Estado está en el banquillo de los acusados. Es razonable que así sea, se lo ha usado para garantizar privilegios, para desviar recursos y para controlar procesos sociales con la finalidad de subordinar a la sociedad a los deseos del poder público. Pero, no hay un solo caso de éxito sociopolítico autoadministrado. Aún los países “más liberales” necesitan un Estado que provea en cantidad y calidad bienes públicos que garanticen objetivos que el mercado ni se propone, ni tiene por qué hacer y que la sociedad puede considerar relevantes. Para que el mercado funcione adecuadamente, se necesita un diseño estatal razonable que posibilite un desenvolvimiento no predatorio.
El hecho que nuestro Estado se haya desenfocado, no habilita a razonar que ninguna política pública tiene sentido, que no importa que se construyan o no bienes públicos, o que no corresponde debatir cómo y con qué criterio se deben ofrecer.
En las sociedades más prósperas, se advierte que una parte de ese resultado está asociada a la densidad y calidad de vínculos (positivos) entre los distintos niveles del Estado, empresas y cámaras empresariales, organizaciones de la sociedad civil, etc. Múltiples resultados públicos son fruto de la colaboración entre esferas y, sobre todo, un proceso que logra sortear la subordinación de la sociedad a la política o del Estado a los denominados poderes fácticos.
Se suele decir que veneno y medicina dependen de la dosis, y lo que puede ser terapéutico también puede matar. Veneno y medicina también se diferencian por el cuidado en su provisión y la garantías que se toman, no solo por la cantidad o el volumen. Las deformaciones estatales no son solo de tamaño. Por eso la calificación de los procesos estatales fue una preocupación de primer orden, para todos los hombres de Estado con visión trascendente.
Los libertarios se caerían de espalda si vieran cómo incrementó el gasto Julio A. Roca; sin embargo, es probable que el “zorro del desierto” fuera consciente de que, para construir la nación abierta, integrada al mundo y segura jurídicamente que se propuso, necesitaba gestar un Estado que lo permita.
—Se ha instalado en la Argentina, hasta en programas de humor, que la burocracia es sinónimo de ineficiencia y derroche de recursos. Sin embargo, vemos que las democracias más calificadas piensan la burocracia desde otro lugar. ¿Qué opina sobre eso?
—No existe ninguna democracia de calidad en la que el sector público no este administrado por una burocracia de calidad. Todas las democracias calificadas disponen de un staff de personas que constituyen un capital técnico jerárquicamente organizado, con un nivel de disciplina tal que le permite atender la agenda de esas sociedades.
La necesidad de una burocracia calificada para gestionar los bienes públicos da cuenta tanto de la complejidad de los mismos, como de la necesidad de sostener rutinas para perfeccionar su funcionamiento y para darle garantías a los ciudadanos/as con relación al resguardo de sus derechos.
Las burocracias calificadas, más allá de los inocultables vicios que anidan en ellas, se han transformado sin quererlo en un factor de contrapeso en las democracias “de opinión pública”. Se trata de un rol poco pensado, y no necesariamente virtuoso; pero frente a la emergencia de fenómenos tan volátiles en la opinión pública, la circunstancia de que algunos temas de relevancia extrema obliguen al poder a considerar elementos técnicos de parte de funcionarios resguardados de los procesos electorales, ha devenido en un factor (anómalo) de estabilización. En los casos de burocracias prestigiosas, tal rol se profundiza.
Parece lógico que las sociedades construyan instancias que las preserven del rigor de la coyuntura. Decidir cada cuestión pública en ausencia de perspectivas condicionantes o de escenarios de futuro, puede parecer muy democrático, pero (como bien lo sabemos en Argentina) es un incentivo para que la presente generación le transfiera pasivos a la próxima.
Los datos, las interacciones entre distintas esferas de la vida social, los problemas de implantación de una política, sus costos, etc. naturalmente deberían nutrir una conversación cada vez más ajustada y sofisticada. Sin embargo, no solo no es así, sino que muchas veces la burocracia (de mala calidad) se constituye en un antagonista opaco de los agentes sociales, o un socio perverso de actores ocultos o un obstaculizador de cualquier idea de modernización, por elemental que sea.
El costo del burocratismo descontrolado excede en mucho a su peso presupuestario (en Argentina lo sabemos bien). La pérdida de sentido público de la burocracia es un factor de degradación democrático y de constitución de poderes cuasi mafiosos. Además de la pérdida de calidad en decisiones de alta relevancia pública.
Es claro que se necesita una burocracia competente y es evidente que generarla no es sencillo ni automático, ni barato. Por lo demás una burocracia débil también se traduce en controles débiles a las decisiones políticas.
Entender la dimensión invalidante de un Estado corroído (como el argentino), es relevante en el desafío político futuro. Una buena burocracia pública, brindando soporte a las decisiones complejas, garantizando la neutralidad en la implementación de las políticas, es condición de posibilidad de una gestión consistente.
Argentina debe reconstituir profundamente su Estado para hacerlo más profesional y asumible económicamente (en concreto, muy austero).
—En reiteradas oportunidades usted ha dicho que la cooptación de las oficinas públicas por agentes organizados corporativamente es uno de los males más profundos que sufre el Estado en la Argentina. ¿A qué se refiere?
—De todos los males del Estado argentino, hay uno particularmente nocivo y poco señalado: la cooptación de las oficinas públicas por parte de los agentes organizados corporativamente en cada área de interés público.
Es sutil la diferencia entre un Estado que apela al conocimiento técnico y un Estado que se subordina a un colectivo (se trate de las empresas farmacéuticas en la política de salud, la opinión de los artistas o productores en la oferta cultural, las empresas constructoras en el área de infraestructura, etc.).
La cooptación corporativa del Estado es un fraude. Es una captura de las decisiones públicas, que, en vez de ser asumidas a partir de un análisis de oportunidad, relevancia y sentido, se construye a partir de atender (siempre) en primer lugar los intereses de los actores organizados, frente a los intereses difusos de ciudadanos que deberían ser cuidados por el sector público.
Son innumerables los programas públicos que parecen construidos para dar empleo a técnicos o para “comprar” legitimidad. En verdad, no es que parezca, es que se han diseñado con esos objetivos.
Una parte de la degradación de la política se explica en la renuncia a construir una autonomía inteligente del sector público. Un sector público dependiente de la legitimidad generada por cooptación se degrada del mismo modo que un sector público que gestiona en base a imposiciones.
La cooptación corporativa del Estado consolida los cánones del pensamiento establecido, amaña la capacidad de decisión de los funcionarios y renuncia a la idea de cambio.
El agotamiento de la captación corporativa es que un Estado gestionado de ese modo, a la larga ni siquiera es eficaz para defender los intereses corporativos.
No es un ejercicio de valentía señalar que el Ministerio de Trabajo tiene una relación muy condicionada por el sindicalismo tradicional, el Ministerio de Acción Social por las organizaciones sociales y así sucesivamente, con mayor o menor intensidad.
—¿A qué define como la República del Tongo, un concepto al que ha recurrido varias veces?
—La consolidación de actores, es el caldo de cultivo de lo que he denominado la “República del Tongo”, una especie de carrusel de profesionales posicionados políticamente y vinculados entre sí, que constituyen el elenco estable de un Estado al que defienden, pero el que ha dejado de ser agente de cambio y se ha convertido en un impedimento para el desarrollo.
El Estado necesita agentes técnicos, saberes, continuidades. Lo que no necesita es una perspectiva auto elogiosa y la ausencia de evaluaciones. El silencio de los técnicos es el precio que pagamos (como sociedad) para que, en vez de añadir calidad en las políticas, se mantengan congraciados con decisores políticos que a su vez en vez de resolver problemas construyen consenso con el presupuesto.
Los que creemos en los bienes públicos, somos los que debemos denunciar y combatir la “República del Tongo”.
La construcción (tardía) de un Estado profesional, es el anverso del uso discrecional del mismo para construir una clientela. Oponerse al clientelismo político y defender la equidad en la competencia política requiere de dos acciones ineludibles: la construcción de un Estado profesional y una adecuada resolución del financiamiento de la actividad política.
Ese es otro motivo por el cual la calidad de la democracia y la calidad de la burocracia no están escindidas.