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    Filosofar a martillazos

    Columnista de Búsqueda

    N° 2045 - 07 al 13 de Noviembre de 2019

    , regenerado3

    Decía Kant que la filosofía no se aprende, sino que se aprende a filosofar, esto es, a interrogar críticamente, a no conformarse, a no sucumbir a ninguna incondicionalidad. Unas décadas más tarde, en Turín hacia 1888, ya al borde de la irremediable locura, Nietzsche nos va a proponer la tarea contemporánea de la filosofía, que consiste en derribar ídolos, cuestionar todas las herencias; a esa operación le llama filosofar a martillazos.

    El prólogo de El crepúsculo de los ídolos dice: “Sin alegría ni orgullo no hay nada que salga bien. Solo el exceso de fuerza constituye la prueba de la fuerza. La inversión de todos los valores, ese signo de interrogación tan negro y tan enorme, que sume en la sombra a quien lo abre, esa misión tal que es un auténtico destino, impele en todo momento a correr hacia el sol, a quitarse de encima una seriedad pesada, una seriedad que se ha hecho demasiado pesada. Para esto, todo medio es bueno, todo ‘caso’ es un caso afortunado, empezando por la guerra. La guerra ha sido siempre la gran sagacidad de todos los espíritus que se han vuelto demasiado interiores, demasiado profundos; hasta en la herida sigue habiendo un poder de curación. Mi lema viene siendo, desde hace ya mucho tiempo, una máxima, cuya procedencia voy a mantener oculta a la curiosidad de los eruditos: crezcan las almas, aumente mi virtud por el dolor.”

    La misión del filósofo es una solemne declaración de guerra a lo que está sostenido por el prejuicio o el descuido, por la ausencia de vigor, por la falta de exigencia; filosofar es atreverse allí donde la filosofía no ha llegado, no ha podido llegar; una tarea que tiene en común con el amor el hecho de que siempre está comenzando. Algo análogo nos presentó Aristóteles en los dos primeros capítulos de la Metafísica, donde se entrega laboriosamente a contestar la por entonces joven tradición del pensamiento tratando críticamente los métodos, premisas y conclusiones de la mayoría de quienes lo precedieron en la misión de discernir los principales conceptos de la filosofía. Esas inmortales páginas enseñaron por primera vez uno de los rasgos del arte de pensar, que no es otro que el acto de pensar nuevamente lo que se ha pensado, revisar, no conformarse, perfeccionar las formas, interpelar con insolente creatividad los contenidos, desmontar sin piedad ni gratitud los supuestos sobre los que se fueron edificando o incrustando las verdades hasta el momento concebidas y aceptadas.

    En una colección de notas privadas escritas entre los años 1941 y 1942 y que se editaron póstumamente con el nombre El evento (El hilo de Ariadna editorial, Buenos Aires 2016) el carpintero aficionado que fue Martin Heidegger vuelve a la familiar idea nietzscheana del martillo para meditar acerca de la condición de la filosofía. Explica Heidegger que el deber del pensador es pensar sobre el pensar, vale decir, aplicar a la experiencia de interrogar la experiencia de interrogar. Como se trata de un escrito personal (apuntes para dictar una clase), el autor juega con la precisión y densidad de las palabras sin ocuparse de mayores aclaraciones; pero aun así se comprende. “El pensar –escribe en ese segundo año de la guerra— es tomado en auxilio como una especie de herramienta que empleamos. (Martillo —fijar el clavo; así con el pensar: parece como intento de martillar el martillo). Esto no puede ser, en todo caso no con uno y el mismo martillo; no este, no a sí mismo. Supuesto que fuera posible y de hecho lo es, entonces solo con ayuda del segundo. Cuando, por ejemplo, el mango se ha aflojado, martillamos el extremo del mango, a fin de que el verdadero martillo quede fijo. Martillar el martillo, considerar el pensamiento —pero no así de nuevo, solo precisamente entre medio para el mantenimiento de la herramienta. (…) Pensar sobre el pensar para mantenimiento”. (Pag.79)

    Refiere Ovidio (El arte de amar) que la lanza de Aquiles sanó la herida que ella misma infirió al hijo de Hércules. Tal es la función que al parecer esperamos de la filosofía; no la de encontrar avariciosamente la verdad, sino la de crear el camino adecuado para buscarla. El martillo que arregla el martillo es, en términos históricos, un continuo control de calidad, la medida saludable de la insatisfacción; algo que no se agota con la palabra vigilia, pero que notoriamente está implicado en ella.