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La mejor manera de disfrutar de esta película, bien estructurada en tres tiempos narrativos que se van intercalando dramáticamente para ilustrar el paso de la niñez a la adolescencia del protagonista, su trabajo para el MI6, el servicio secreto británico, y su posterior caída en desgracia, es ignorando los hechos históricos en los que se basa. La vida real es el peor spoiler de las películas que se anuncian basadas en hechos reales. Y lo es en especial con El código Enigma, que no es mala, que tiene intérpretes notables (y eso incluye a Alex Lawther, que interpreta al Alan Turing joven), y que sin embargo se deja llevar por el manual, por la fórmula, y tuerce, modifica e incluso inventa sucesos y personajes, como desconfiando de la riqueza del propio material que le da vida.
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Está bien, es una ficción, la insípida realidad necesita maquillaje, cierto vuelo, algo de poesía, pero aquí algunos injertos son burdos, casi infantiles, y se caen tras un simple rastreo de información básica acerca de la historia de Turing, matemático inglés considerado el padre de la informática.
El código Enigma se basa en Alan Turing: The Enigma, del matemático Andrew Hodges, libro sobre el que años antes se hizo el telefilme Breaking the Code, con Derek Jacobi en el papel del matemático. Además de la nominación a mejor actor, tiene otras siete postulaciones al Oscar, entre ellas a mejor película, actriz de reparto (Keira Knightley) y director (el danés Morten Tyldum). Gran parte del éxito y legitimación del filme se funda en que recrea acontecimientos poco conocidos de la II Guerra Mundial y revela un trabajo que Turing realizó en secreto entre 1939 y 1941. Fue en el marco del proyecto Ultra, un programa del contraespionaje británico que reunió a matemáticos, criptógrafos, jugadores de ajedrez y expertos en crucigramas en la instalación de Bletchley Park para que descifraran códigos supuestamente irrompibles de Enigma, la máquina de cifrado militar usada por los nazis para los ataques submarinos en el Atlántico. Los códigos fueron descifrados gracias al Bombe, una máquina electromecánica construida por Turing (a partir de un dispositivo creado por el criptógrafo polaco Marian Rejewski).
Esta es la historia central. La vida del niño y lo que ocurre después se intercalan en la narración mientras se ve cómo Turing y su equipo vencen los obstáculos que se atraviesan en el camino. Turing era lo que se dice un genio; para establecer conexión con él, Graham Moore, el guionista, recurre a la fórmula del éxito. Si el protagonista tiene un don que lo coloca muy por encima del resto, entonces también tiene que cargar con un estigma o una condena cruel. Puede ser una enfermedad mental (David Helfgott en Claroscuro, John Nash en Una mente brillante, Gang Lu en Dark Matter) o degenerativa (Stephen Hawking en La teoría del todo). Funciona. En el caso de Turing no había nada de eso salvo su homosexualidad, considerada delito en Inglaterra hasta 1967. Mientras se prepara el terreno para el clímax y luego la condena, se recargan las tintas en los rasgos estereotípicos de lo que Hollywood entiende por genio. De manual: Turing es un capo de los números pero un excéntrico con graves problemas para integrarse socialmente y establecer vínculos saludables con otros seres humanos. Es verdad, dicen sus biógrafos y quienes lo conocieron, que era reservado. La razón: no le agradaba hablar de más. Podía tener días difíciles, aunque distaba bastante de ser un tirano monstruosamente engreído incapaz de sentir compasión por algo que no fuera una máquina. Y sí: le fascinaban las máquinas, no por nada es reverenciado como el padre de la informática y la inteligencia artificial. Y un detalle importante: el sentido del humor. Humor es la primera palabra que utiliza Brian Jack Copeland para describirlo en Alan Turing. El pionero de la era de la información.
Pero en el esquema de genio raro no sirve. El Turing de esta película no entiende los chistes y se lo toma todo de forma literal. Hay una escena en la que Joan Clarke (Knightley) entra a su casa y dice: “Debo irme”. Él responde, concentrado en unos papeles: “Pero si acabas de entrar”. Parece una mala parodia de Sheldon Cooper. Hay otra en que el matemático-loquito saca a relucir su lado más inhumano, de pura lógica, y toma una decisión espantosa que condena a muchas personas. La escena es de una berretada lacrimosa. Lo lamentable no es solo lo berreta, lo lamentable es que parte de la anécdota no sucedió. Es uno de los varios aderezos efectistas inyectados en la trama. Como el de bautizar Christopher, el primer amor de Turing, al Bombe. Al parecer, le sonó más romántico o dramático. Terrajas.
El código Enigma (The Imitation Game). Reino Unido, Estados Unidos, 2014. Director: Morten Tyldum. Con Benedict Cumberbatch, Keira Knightley, Charles Dance, Matthew Goode, Mark Strong. Duración: 114 minutos.