El hombre como hijo de Dios ha llegado a su fin. Y fueron cuatro los pensadores responsables de la estocada final: Nietzsche, Marx, Freud y Darwin. Para el primero, no somos otra cosa que voluntad de poder; para el segundo, un producto económico; para el tercero estamos gobernados por el inconsciente y para el cuarto somos renacuajos mejorados. Luego de dos décadas en las cuales estudió plantas y animales de todo tipo a lo largo y ancho del mundo a bordo del Beagle (también pasó por Uruguay), Charles Darwin llega a una conclusión: la vida tiene un origen simple en el mar y luego, gracias a la evolución natural de las especies, se torna más compleja en tierra firme. El organismo con más posibilidades de supervivencia avanza. Escrito con cierta velocidad para anticiparse a un trabajo similar que sacaría otro científico, Alfred Russel Wallace, el 24 de noviembre de 1859 se publica El origen de las especies (Penguin Clásicos, 2019, 677 páginas), que resulta bastante menos ambicioso que lo que sería en un principio. Los seres vivos se desarrollan de acuerdo al “poco a poco”. Luego de su aparición, y más allá de algunas discusiones religiosas, El origen… se instauró como una teoría científica: es inapelable la evolución biológica. No es un libro ágil de leer. Abundan las observaciones sobre plantas, moluscos y pájaros, los apuntes sobre diferentes organismos desde lo más simple hacia lo más complejo y un análisis del ojo, comparándolo por su precisión con un telescopio. Pero a 160 años de su aparición, la idea de la evolución sigue intacta.
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