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Las cifras son contundentes: en el mayor momento de auge de la exhibición cinematográfica en Uruguay se llegaron a vender 19.152.019 entradas en las 105 salas de cine que había en Montevideo, ciudad que contaba en ese entonces con 826.405 habitantes (*). Eso hace un promedio de 23 entradas por persona al año y la friolera de 52.471 entradas vendidas por día. Todo eso ocurría en 1953, el año mítico que alcanzó cifras que nunca más se igualaron. La progresión iba en aumento desde diez años antes, cuando Uruguay era un país neutral en un mundo en guerra: en 1943 se habían vendido 8.186.151 entradas para una población montevideana de 714.285 personas. Fue un gran salto adelante con respecto a años anteriores, porque si se toman como referencia las décadas previas, comenzando por 1913, se comprueba que allí se habían vendido 3 millones y medio de entradas (359.526 habitantes), y esa cifra se mantuvo más o menos constante en 1923 (población: 415.165) y en 1933 (500.877 habitantes).
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Los años 30 fueron los del “despegue”, con la construcción de grandes salas (Metro, Radio City, Ambassador) y la consagración definitiva del espectáculo cinematográfico como el mayor entretenimiento popular. Eso hizo la gran diferencia entre 1943 y 1953, aumentando el número de entradas vendidas en dos veces y media mientras la población crecía poco más de cien mil habitantes. El otro fenómeno significativo fue que mientras en Estados Unidos el negocio cinematográfico entraba en plena crisis a causa del crecimiento en la venta de aparatos de TV (entre 1946 y 1953 la venta de entradas al cine por semana cayó de 90 millones a poco más de 45 millones), se impuso la idea de agrandar las pantallas (Cinerama, CinemaScope) o producir películas en relieve (3D o tercera dimensión) para atraer de nuevo a la gente a las salas.
Aunque acá eso no ocurría (no había TV, que llegó recién en 1956), algunos de esos inventos aparecieron igualmente en 1953 como curiosidad (se estrenaron cinco películas en 3D) y las pantallas se agrandaron para seguir la moda extranjera (el Metro incorporó una “pantalla panorámica”), aunque la taquilla no lo demandara. Los cines se llenaban de acuerdo a un régimen de exhibiciones en “continuado” para las salas de estreno (de cinco a seis vueltas por $ 1,19) y otro de matinée, vermouth y noche para las salas de barrio, a precios inferiores (desde $ 1 hasta $ 0,50). Los cines de estreno mantenían la película una semana y luego la derivaban a salas “de cruce”, con capacidad menor y precios rebajados, antes de llevarla a recorrer los barrios y luego el interior. La mayoría de los cines de barrio tenían matinée los sábados y domingos, pero además había funciones “populares” los lunes y los jueves con entradas muy baratas. Nadie se quedaba sin ir al cine por ese entonces. Había mucho para elegir, precios para todos los bolsillos y un acostumbramiento que alcanzaba a todas las clases sociales. No se preguntaba “¿a dónde vamos el sábado?” sino “¿a qué cine vamos el sábado?”.
En el mejor año, la sala más grande.
El 9 de abril de 1953 se inauguró el Monumental Cine Censa en la esquina de 18 de Julio y Magallanes. La empresa propietaria (Compañía Exhibidora Nacional SA, que también poseía una cadena enorme de cines encabezados por el California, el Ambassador, el Luxor y el GrandPalace) no tuvo mejor idea que bautizar la sala con la misma sigla que la identificaba. Y el Censa era realmente monumental, con una cuadra de largo y tres particularidades: a) un enorme hall de entrada sobre el cual se apoyaba un edificio de varios pisos (no se podía en esa época habilitar salas de cine con construcciones encima, por el peligro de incendio en las cabinas de proyección); b) dos bocas de salida a ambos costados de la pantalla hacia la calle Guayabo y c) estacionamiento privado para automóviles bajo la sala, con entrada por esa misma calle Guayabo. El proyecto y la dirección pertenecían al Ing. Horacio García Capurro con sus socios José Vidal Fernández (Arq.) y Jaime García Capurro (Ing.). Los detalles edilicios del exterior e interior eran sin embargo bastante anacrónicos.
El acceso por 18 de Julio mostraba un amplio ambulatorio detrás de seis gruesas columnas con capiteles estilo jónico, y sobre la izquierda estaba la boletería. El hall interior tenía a la izquierda una ancha escalinata hacia la tertulia y todos los espacios estaban decorados sobriamente, muy años 50, con sumo cuidado. La sala, sin embargo, no obedecía al mismo estilo. Las paredes estaban pintadas con un verde agua mezclado con detalles dorados e incrustaciones de estrellas del mismo tono. El escenario tenía un doble juego de cortinas: una lateral de color ámbar y otra de terciopelo verde oscuro que descendía hasta cubrir la primera, pero no lo hacía tipo telón rígido sino recogida en ondas, detalle muy vistoso.
Esa fue la mayor culminación de una época, pero solamente respondía a una necesidad: el aumento de espectadores pedía mayores salas, y ya había varias de gran capacidad. En orden decreciente: Plaza (2.319 butacas), TeatroArtigas (1.320), GrandPalace (1.300), Central (1.282), California (1.278), Trocadero (1.241), RadioCity (1.236), Ambassador (1.235), Eliseo (1.090), Metro (1.051), Coventry (1.013). En los barrios también las había: Astor (Aguada, 1.394), Arizona (Pocitos, 1.317), Cosmópolis (Cerro, 1.284), Casablanca (Pocitos, 1.253), Copacabana (Belvedere, 1.245), Princess (Cordón, 1.030), Liberty (Tres Cruces, 1.012), Miami (Cordón, 1.002), Intermezzo (Unión, 1.000). Nadie debería quedarse afuera, pero las colas de la noche sabatina eran habituales y para las matinée de sábado y domingo había que sacar entradas numeradas con la debida anticipación.
Qué era lo que se exhibía.
Según las fuentes, en 1953 hubo 516 estrenos comerciales y la película más taquillera del año fue El bombero atómico con Cantinflas (estreno del Censa). El año había comenzado con Alicia en el país de las maravillas de Walt Disney (estreno simultáneo en Trocadero y Eliseo) y siguió con el musical Cantando en la lluvia (Metro) donde Gene Kelly confirmaba la popularidad que había conseguido en Sinfonía de París, estrenada el año anterior y repuesta en marzo en el Metro, lo mismo que Leven anclas (1945) y En alas de la canción (1943), que volvían a mostrar en copia nueva a un Kelly juvenil y entusiasta. El Metro también repuso la reciente “colosal” Quo Vadis y el eterno éxito El gran vals (1938), junto a estrenos con sus más recurridas estrellas (Esther Williams zambulléndose en La reina del mar; Fred Astaire bailando mejor que nunca en La eterna tentación; Lana Turner y Kirk Douglas en el drama sobre Hollywood Cautivos del mal, con dirección de Vincente Minnelli; Robert Taylor y Eleanor Parker en El honor de su nombre, sobre el piloto que tiró la bomba sobre Hiroshima; Spencer Tracy y Katharine Hepburn en la comedia La impetuosa, dirigidos por George Cukor; Cary Grant y José Ferrer en Crisis, de Richard Brooks, sobre un neurocirujano obligado a operar del cerebro a un déspota centroamericano.
Luego, en octubre, el Metro estrenó su “Nueva Pantalla Panorámica” con el éxito de Lili, con Leslie Caron, y luego la espectacular Ivanhoe, con Robert Taylor y Elizabeth Taylor. La pantalla ancha había sido inaugurada en el Grand Palace para presentar un western en 3D, Ticonderoga, y luego siguió con el policial El hombre en las tinieblas y el drama de aventuras Huellas en el Infierno, donde Robert Ryan era traicionado por su mujer Rhonda Fleming y abandonado en el desierto con una pierna fracturada. Los efectos en 3D fueron muy explícitos en el corto Fantasmas, donde Los Tres Chiflados arrojaban de todo contra el lente de la cámara provocando el alarido de los espectadores. El cine tridimensional, que obligaba (como ahora) al uso de lentes especiales, había tenido su primera incursión con El diablo Bwana, aventura africana con leones devoradores de hombres estrenada en el Radio City, sala equipada para 3D que luego exhibió Sangaree, aventura exótica con la pareja (en la vida real) Fernando Lamas y Arlene Dahl. Ese año no hubo más estrenos tridimensionales, a pesar de que Hollywood los estaba produciendo por docenas. Por acá no interesó demasiado.
¿Para qué recurrir a incómodos lentes especiales si se podía ver a la rubia Marilyn Monroe al natural y en Technicolor desplegar toda su sensualidad en Torrente pasional (Niagara) y en Los caballeros las prefieren rubias que estrenó el Censa con gran éxito? Marilyn desplazaba a la otrora reina del sex-appeal, Rita Hayworth, que probaba reivindicar su prestigio desde la pantalla del mismo Censa con Otro amor (con Glenn Ford, su pareja de Gilda) y el drama bíblico Salomé (con Stewart Granger), pero su cuarto de hora había pasado. Otras bellezas como Martine Carol y Gina Lollobrigida en Beldades nocturnas (de René Clair) visitaban también la pantalla del Censa, que entre otras cosas estrenaba Las nieves del Kilimanjaro sobre Hemingway (con Gregory Peck, Ava Gardner), El minuto de la verdad (con Jean Gabin, Michèle Morgan), La pasión desnuda (con María Félix, Carlos Thompson), El sueño de Andalucía (con Luis Mariano, Carmen Sevilla) y Mi prima Raquel (con Olivia de Havilland, Richard Burton).
Algunos títulos memorables.
En 1953 se conocieron algunos filmes que han quedado en el recuerdo como obras memorables. El cine italiano brilló con Dos céntimos de esperanza de Renato Castellani, una cumbre del neorrealismo, junto con Milagro en Milán de Vittorio de Sica y la popular Don Camilo, de Julien Duvivier. El cine francés tuvo a Juegos prohibidos de René Clément, Río sagrado de Jean Renoir y La reina del hampa (Casque d’Or) de Jacques Becker. El cine sueco a Un verano con Mónica de Ingmar Bergman y Barrabás de Alf Sjöberg. El cine británico Su primer millón de Charles Crichton (con Alec Guinness), La reina de espadas de Thorold Dickinson y Odio que fue amor (The Browning Version) de Anthony Asquith.
Pero el cine norteamericano fue de una calidad inusitada. El hombre quieto, de John Ford (con John Wayne, Maureen O’Hara y la campiña irlandesa en Technicolor) se estrenó en el Plaza y Central con enorme éxito. Candilejas de Charles Chaplin, Moulin Rouge de John Huston (con José Ferrer como Toulouse-Lautrec), Ambiciones que matan de George Stevens (con Montgomery Clift, Elizabeth Taylor), La muerte de un viajante (con un impresionante Fredric March como Willy Loman) y La antesala del infierno de William Wyler (con Kirk Douglas, Eleanor Parker), fueron todas al Trocadero y Eliseo simultáneamente. También se vieron La tragedia de Macbeth de Orson Welles, El circo fantasma de Elia Kazan (otra vez Fredric March) y Un tranvía llamado Deseo del mismo Kazan con Vivien Leigh y Marlon Brando.
Todo ese caudal de películas, cada una de ellas figurando ahora con todo derecho en la historia del cine, llenaban salas que de vez en cuando, y por si fuera poco, reestrenaban en copia nueva viejos éxitos que volvían por su fueros: Ángeles con caras sucias (1938, con James Cagney), La extraña pasajera (1942, con Bette Davis), Adiós Mr. Chips (1939, con Robert Donat), El príncipe y el mendigo (1937, con Errol Flynn), Scarface (1932, con Paul Muni), Fantasía (1940, de Walt Disney), Dios se lo pague (1948, con Zully Moreno, Arturo de Córdova), Las modelos (1944, con Rita Hayworth, Gene Kelly), El peñón de las ánimas (1943, con María Félix, Jorge Negrete), El general murió al amanecer (1936, con Gary Cooper), Contra el imperio del crimen (1935, con James Cagney), El gallardo aventurero (1941, con Clark Gable, Lana Turner) y un largo, largo etcétera. Pasaron 60 años y todo aquello parece hoy brumoso y casi prehistórico, pero el recuerdo sirve para reafirmar que lo bueno siempre perdura y lamentar que aquellos años dorados pertenecen a otro Uruguay que ya nunca volverá.
(*) Las cifras corresponden al libro “Función completa, por favor” de Osvaldo Saratsola y al sitio web Cinestrenos del mismo autor.