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Los uruguayos tenemos una habilidad especial para discutir minucias con aires de importancia. Creo que ya estamos en condiciones de decir, como adaptación de nuestro lugar común más preciado, que es un país de 3 millones y medio de periodistas deportivos, los verdaderos artistas en la discusión sobre asuntos insignificantes con las pretensiones más solemnes. Si uno le pone mute al televisor y solo recibe la gesticulación de una mesa de periodistas deportivos, diría que esa gente discute sobre cómo disminuir el impacto del dióxido de carbono en el efecto invernadero, mucho más si está Julio Ríos en el panel con su color de piel como de haber ido a vichar el agujero de ozono personalmente. Sin embargo, hablan de la pertinencia de un jugador de Fénix, con pasado en Peñarol, que gritó un gol con exceso de euforia en un amistoso contra Nacional.
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No es ninguna novedad: en este país importan más los actos simbólicos que los hechos. Ahí tenemos el Éxodo Oriental, un acto simbólico de rebeldía indómita, un gesto presuntuoso que, suponen los historiadores, es la génesis de la identidad oriental. Por eso Artigas es nuestro padre heroico, aunque después haya abandonado estas tierras para siempre y se haya negado hasta el último de sus días a pisar de nuevo la patria que lo erige en su libertador/creador (otra que buscando a Nemo o Frankenstein persiguiendo a Víctor Frankenstein, nuestra historia con Gervasio es mucho más triste), y lo terminamos trayendo en un jarrón de cenizas (insisto: dudo mucho de que sean de Artigas las cenizas que nos mandaron los paraguayos, varios años después, ¡paraguayos! pero es simbólico). Sin embargo para nosotros Artigas es el padre de la patria y punto, y venció al invasor y nos independizó. ¿Por qué? Porque no nos importan los hechos, nos importa la forma en que una minúscula parte de la realidad se acomoda en nuestra cabeza.
Quien nos haya visto en estos días discutir sobre el millón y pico de dólares anuales a través de exenciones fiscales que recibían las universidades privadas, debe suponer que nuestra educación está al nivel de la japonesa o la canadiense. En pleno ajuste, tuvimos encendidos debates sobre un dinero que no existe, y por lo tanto no podrá ser reasignado a ningún lugar. Mientras, simulábamos rivalizar sobre las condiciones para el cambio de ADN de la educación, algo de lo que no pudimos hablar nunca porque el Codicen prohibió esa expresión y echaron a los dos que supuestamente iban a llevar adelante la reforma, que al principio eran expertos pero después María Julia contó que eran dos adolescentes amigos de su hijo nomás. Así que en lugar de discutir acerca de la educación, nos embarcamos en una cruzada de aparentes principios de equidad, que como daño colateral dejan a gente de bajos recursos sin becas en las universidades privadas. ¡Pero los resultados nos importan un carajo, nosotros discutimos de símbolos! ¡Y qué triunfo simbólico de la justicia social simbólica! ¡Tomen, chetos! ¡Ya no van a poder tener más pobres en sus clases para decir que conocen gente humilde ja, ja, ja! Las consecuencias reales son algo menor, lo importante es que luzca justo en nuestras cabezas, la de nuestros amigos de la FEUU y del Facebook, y permita saborear las mieles de la victoria moral. Parados sobre los escombros de la educación pública, empezamos a arreglar el problema rompiéndole una banderola a la educación privada por la que se metían pobres a estudiar. Justicia social.
En realidad tampoco es que hayamos discutido. No es para tanto. Nuestra mayor habilidad consiste en hacer que discutimos mientras nos abandonamos a meros ejercicios autocomplacientes, tenemos una glándula de la autocomplacencia que no para de producir enzimas permanentemente. Y quizás lo más hermoso que tuvo esta no discusión es que a diferencia de lo que piensan los jóvenes entusiastas que la llevaron adelante, vista desde las clases populares a las que supuestamente se defiende de ambos bandos, es una de chetos contra chetos. Los chetos de la universidad, con la última versión de la conciencia social bajada en el iphone, contra los chetos de la privada que suben la ventanilla del auto cuando se arrima el malabarista en el semáforo.
¿Y la columna humorística? A mí el hecho de que seamos periodistas deportivos de la vida que simulamos discusiones importantes mientras hacemos pasar el tiempo y desafiamos los límites del aburrimiento, me parece hilarante. Seguramente esté haciendo efecto la glándula de la autocomplacencia, que, como todo uruguayo, la tengo hipertrofiada.