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Unos cuantos años después de haber sido un joven exitoso en Wall Street, luego de ver cómo se desplomaban las Torres Gemelas mientras iba a su trabajo como un día más, de volver a Uruguay en plena crisis de 2002 para reinventarse como emprendedor en distintos negocios, trabajar en organizaciones solidarias en barrios marginales —ya sea en el Bronx o el Casavalle— y participar en el financiamiento y gestión del Liceo Jubilar, Ignacio Estrada tomó el teléfono y llamó al despacho del senador blanco Jorge Larrañaga. Se sacó prejuicios de encima y fue al grano: le dijo que quiere meterse en política. Que quiere ser diputado.
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Estrada, que tiene 36 años, se educó en el Colegio British y vivió buena parte de su vida en Guatemala, Panamá y Estados Unidos, es uno de esos outsiders de la política que asoman de vez en tanto. Alguien sin militancia reconocida, anclado en la gestión de empresas privadas, que un día decide que es hora de volcar su experiencia a la función pública. Lo resolvió a fines del 2011. En ese momento estaba metido de lleno en el tema de las adopciones y vio que había cambios normativos que tendían a agilizar un proceso siempre lento. “Por primera vez pasé de tener un desprecio por la política a pensar en que puede servir para algo”, dice a Búsqueda. Razonó que podría poner el mismo esfuerzo que le dedicaba a las organizaciones sociales y llegar así a otra escala. “Las propuestas locales, como las ONG (Organizaciones No Gubernamentales), están espectaculares, pero es necesario también involucrarse en lo nacional”. Mucha gente de su entorno le advirtió que la política es “frustrante”, que se podía “embarrar”. Él, sin embargo, está dispuesto a “bancar”. Asegura que siente que acceder a un lugar en la Cámara de Representantes es el “instrumento para aportar”.
Habló con Larrañaga, a quien le reconoce su “tenacidad” y “capacidad de levantarse luego de algunos golpes”, y éste le dio vía libre para que armara su propia lista y se lanzara al ruedo. Estrada reunió a gente con distintos perfiles, muchos de ellos con sus mismos reparos previos hacia la política, y creó la agrupación Compromiso Solidario. Ahora está planificando su campaña y evaluando estrategias, sopesando la idea de posibles alianzas para ganar una visibilidad de la que aún carece.
Dice que tiene un solo objetivo, una línea que guiará sus acciones como si estuvieran dirigidas por un láser: “profesionalizar” el trabajo solidario en zonas carenciadas. “Ponerle eficiencia Wall Street a la sensibilidad Casavalle”, grafica.
“En Wall Street es todo número, medir, ver resultados, prestar atención a detalles. Tengo 13 años de experiencia en ONG —comenta— tanto en Estados Unidos como acá. Y una cosa que noto es que en muchas de estas organizaciones hay gente con excelente trato con las personas, excelentes intenciones, pero falta lo que es esa cabeza fría, de números, de planificación estratégica”. Mirar, medir, evaluar, dice que eso “no está tan desarrollado” en la gestión pública. E insiste en “sumar profesionalismo”: “Lo que no medís... ¿cómo sabés que está funcionando?”.
De Manhattan a Casavalle.
Estrada asegura que su primer “acción solidaria” fue alojar, en un periodo de dos años, a unos 50 uruguayos en su pequeño piso de Manhattan, en Nueva York. Eran los comienzos de la década de 2000, tenía 22 años, y curtía el “horario asesino” de Wall Street trabajando como analista financiero en Bear Stearns, una empresa de medios y entretenimientos. “En esa época me llamaba todo el mundo, conocidos y desconocidos, uruguayos que pedían para quedarse en casa. Y había de todo, prolijos y desordenados”. A veces llegaba a las tres de la mañana e iba salteando cabezas hasta llegar al cuarto. Dice que hubo gente que se quedó una semana entera en la casa y él nunca los vio.
Cuando volvió a Uruguay, y luego de darse algunos tropezones como emprendedor, conoció y se hizo amigo del padre Gonzalo Aemilius, que recién asumía como director del Liceo Jubilar en el barrio Casavalle. Ya había apoyado causas solidarias en Estados Unidos, por ejemplo con un alumno del Bronx a quien le pagaba una beca y visitaba. Por eso se interesó de inmediato por el trabajo del sacerdote con los jóvenes y comenzó a ayudar como voluntario de recaudaciones. “Básicamente es golpear puertas para conseguir plata”, explica. El ahora famoso centro educativo estaba al borde del cierre en el 2005. Pero logró sobrevivir, en parte gracias a su gestión. Hoy, ya sin Aemilius y con Estrada como encargado del financiamiento, el liceo está otra vez en problemas. “Seguimos precisando ayuda. Este año fue extraño, porque mucha gente se enteró de lo que hacemos y de la importancia que tiene para la vida y el futuro de estos chicos, pero lo cierto es que estamos en rojo (...). Somos absolutamente dependientes de la solidaridad de los uruguayos”, dice Estrada.
Quizá esa dependencia de factores externos sea lo que lo mueva para ingresar al terreno político y sumar desde adentro. “Yo me la juego a llegar”, confía. Sabe que ese camino hasta una banca en el Parlamento recién empieza y tendrá sus dificultades. Pero admite que lo que lo impulsa es poner a prueba su “tolerancia al fracaso” y pasar raya al final del recorrido.