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    Jacinto Vera (II)

    Sr. Director:

    El pasado 6 de mayo del corriente año el papa Francisco, seguramente por propuesta de la Iglesia local, declaró Venerable al primer obispo uruguayo, Jacinto Vera, cuando se cumplieron 134 años de su fallecimiento en Pan de Azúcar. Esta decisión del jefe de la Iglesia Romana es el segundo escalón para ascender a la santidad. Si bien no dudamos de las razones invocadas para esta postulación, nos vienen a la mente un par de episodios de nuestra historia donde el mencionado prelado no tuvo una actuación feliz.

    El 14 de julio de 1872, coincidiendo con la celebración de un nuevo aniversario de la Toma de la Bastilla y casi dos años después de la caída del poder temporal del Papado sobre Roma, a manos de las tropas garibaldinas, un grupo de jóvenes uruguayos publicaban la Profesión de Fe Racionalista, que constituye una de las piezas más claras del rumbo espiritual, tomado por la mayoría de la juventud intelectual de la época, asociada al pensamiento liberal, que resultaría decisivo para el fortalecimiento de la libertad de conciencia en el país.

    Ese conjunto de jóvenes universitarios estarían llamados a tener destacada actuación en la vida nacional, particularmente en la Universidad y en la política. La proclama, redactada por Carlos María de Pena, con la colaboración de Justino Jiménez de Aréchaga, y suscrita, entre otros, por Carlos María Ramírez, Pablo de María, Juan Carlos Blanco, Luis Piera, Duvimioso Terra, Eduardo Acevedo Díaz, Gonzalo Ramírez, José Pedro Ramírez y Juan J. Aréchaga, cayó como un aldabonazo en los sectores afiliados al catolicismo ultramontano e impregnó a las conciencias más preclaras de la sociedad uruguaya con valiosos fundamentos ideológicos. La declaración, que no fue una expresión de ateísmo, sino en todo caso deísta y antidogmática, colidía con la posición de los sectores más conservadores de la Iglesia de Roma. Transcribimos un fragmento que ilustra lo afirmado:

    “Profesamos que todo hombre ha recibido de Dios, Ser Supremo y creador del Universo, la razón, luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo; única facultad que poseemos para alcanzar la realidad, único órgano para conocer la verdad, para distinguir el bien del mal; único revelador de los gérmenes eternos de luz y de verdad que Dios ha depositado en el alma de todo ser humano; soberano juez en todo conocimiento: en todo lo que se refiere al alma, en todo lo que afecta al corazón; suprema autoridad en nuestros juicios y apreciaciones sobre todo lo existente; único medio de comunicación con Dios; única luz que nos sirve de guía en la vida, con cuya sola ayuda se conoce todo hombre en el santuario de su conciencia, descubre su misión, descubre a Dios y revela la armonía que existe en la naturaleza humana y en todos los órdenes de la existencia; y juzgamos como contraria al testimonio irrecusable de la conciencia, humana, como degradante para la nobleza y dignidad del hombre, como esencialmente embrutecedora; juzgamos como absurda, como blasfematoria, como impía, toda doctrina que niegue al hombre la razón; que predique la impotencia del espíritu humano para conocer por sí solo y con sus propias fuerzas todo lo que se refiera a sí, a Dios y a la naturaleza; toda doctrina que predique un orden sobrenatural, inaccesible a la razón; que predique la revelación periódica, directa, necesaria y personal de Dios al hombre; toda doctrina que exija al hombre la abdicación de su razón en manos de una casta, de un sacerdocio, de una Iglesia designados por Dios para instruirle; o ante la absurda divinidad de un libro que, como el Evangelio, se pretende dictado por el propio Dios”.

    Relatan los historiadores que la reacción de las autoridades eclesiásticas se manifestó por medio de una agresiva pastoral del obispo Jacinto Vera difundida en “El Mensajero del Pueblo”. Se dirigió a ese “…pequeño número de jóvenes inexpertos y extraviados en sus ideas…” que promovían “…las doctrinas más absurdas y erróneas” provocando “las mayores aberraciones”, anunciando para quienes “se han afiliado o se afiliaren en esa Profesión de fe racionalista, los anatemas en que la Iglesia los declara incursos”. El anatema consiste en la excomunión o exclusión de una persona católica de su comunidad religiosa y de la posibilidad de recibir los sacramentos. Pero esa respuesta intolerante, producto de la impotencia argumental, resultó estéril y el movimiento racionalista no pudo ser acallado.

    Once años antes, en abril de 1861, el mismo prelado Jacinto Vera había provocado un incidente con el gobierno al impedir la inhumación en el Cementerio Central, que había sido autorizada por el párroco de la Matriz José Brid, de los restos del médico Enrique Jacobsen, de origen alemán y residente en San José, quien profesaba la religión católica y era al mismo tiempo integrante de la Masonería. Allí ya se ponía de manifiesto la misma falta de tolerancia que volvería a manifestarse, como vimos, años después. Como consecuencia, el presidente Bernardo Berro, sin perjuicio de ser católico practicante, ordenó el sepelio y dispuso por decreto la secularización de los cementerios, primer hito de una cadena de actos de gobierno que condujeron a la laicidad en el Estado. Esta y otras desavenencias derivaron en un tenso relacionamiento del Estado uruguayo con los sectores más conservadores de la Iglesia, generando un notorio malestar social, que culminó con el destierro del obispo Vera a Buenos Aires en octubre de 1862, prolongado hasta agosto del 63.

    Es sugestivo, y no parece producto de la casualidad, que la Iglesia uruguaya, que últimamente está procurando desacreditar al laicismo en el seno de la sociedad uruguaya, promueva la beatificación del notoriamente antiliberal Jacinto Vera abonando el camino para su elevación a la santidad. En un tiempo en que el papa Francisco promueve desde Roma la tolerancia y la concordia y procura aliviar tensiones dentro y fuera de la Iglesia, como con su reciente exhortación, del pasado 5 de agosto, a no dar la espalda a los católicos divorciados, a pesar de que dicha situación “contradice el sacramento cristiano”, nos parece al menos inoportuno, y hasta contradictorio, el intento de canonizar a quien, cuando le tocó actuar, sin perjuicio de otras virtudes que seguramente tuvo, se colocó en las antípodas de ese afán conciliador y reparador en la sociedad, que ahora lleva al Papa a expresar que la Iglesia debe tener “su mirada de maestra” que proviene siempre “de un corazón de madre, un corazón que, animado por el Espíritu Santo, busca siempre el bien y la salvación de las personas”.

    Gastón Pioli