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    Javier Marías

    Sr. Director:

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    Javier Marías, escritor, novelista, ensayista y periodista español, escribe una columna dominical en El País Semanal de Madrid. Descubrí a Marías, no hace muchos años, en su novela Los enamoramientos, y no salí arrepentido de haberlo hecho.

    Por ello, Sr. Director, es que el título de las novelas de Marías anticipan mucho: Todas las almas, Negra espalda del tiempo, Mañana en la batalla, piensa en mí, Tu rostro mañana.

    Ahora, cae en mis manos un volumen del mismo autor que recoge conferencias, las columnas citadas, entrevistas, encargos de revistas literarias o periódicos. En Nota sobre la edición, escrita por Inés Blanca, la tarea propuesta ha sido facilitar con Las huellas dispersas —título dado al volumen— al lector interesado, las diversas áreas temáticas en que incursionó el autor. Así, el ciclo de Novelas de Oxford, responde a estadía en esa ciudad, donde trabajó en traducción del clásico y cervantino libro de Lawrence Sterne (1713-1768), Tristram Shandy, novela datada en siglo XVIII, que versa sobre dichos y acciones, divertidas y sabias, de un original caballero inglés, socio cercano de “nuestro” Don Quijote.

    Abrevio, porque quiero limitarme, Sr. Director, al artículo Figuraciones solo nuestras, artículo que hallo que tanto nos atañe, y no solo desde un punto de vista político, y no solo de su país, porque también se pueden encontrar rasgos comunes, en los desgarros vividos por nosotros, como sociedad en tiempos de discordia armada. Pienso que ya con ese libro pude captar lo que le importa a Javier Marías: el discurrir del tiempo, la mortalidad, el pasado, la memoria, la ficción, las amarras con nuestros seres queridos muertos, cuando se entra en el campo de la guerra. Y también las ilusiones que encaramadas en el judeo-cristianismo, en el islamismo, en el comunismo, esas religiones —la última también lo es pero sabe mutar a ideología en el escenario del mundo— que logran con las más elevadas metas hacer más pesadas las espaldas de los hombres. Y cuánto se ajusta lo que el autor elucubró sobre la ficción, sobre los lados más oscuros que siempre se encuentran en el hombre en muchos de los tópicos apuntados, tanto en su país como en el nuestro.

    Comienza así su nota Figuraciones sólo nuestras: “ La tierra entera está llena de muertos. Unos tienen sus lápidas y sus nombres inscritos en ellas, otros nada. Muchos están enterrados en cementerios e iglesias, muchos también bajo el asfalto y en cunetas y campos, o allí donde cayeran. Probablemente no hay ciudad ni paisaje, si este ha sido habitado, que no guarden en su profundidad restos humanos”. “Si en verdad creyéramos que los muertos se revuelven en sus tumbas, cada una de nuestras pisadas turbaría el descanso de algunos de ellos”.

    Todos fantaseamos inclusive con cosas inanimadas/animadas; al escritor le pasó que encontró muy sola a la figura de un gaitero escocés, que vio detrás de una vidriera, y en una segunda pasada lo compró para que “acompañara” a un edecán hindú con un bonito uniforme. Estas supersticiones, estas puerilidades, salvando las distancias, acota Marías, porque él no ha sido ajeno a sentir puerilidad parecida “... es la fiebre recuperadora de huesos que se da en nuestro país actualmente, y que solo afecta a los de la Guerra Civil, y no a los de ninguna otra que bien las ha habido en España”. Y prosigue: “También un tío mío fue asesinado durante la Guerra en Madrid, por milicianos, cuando contaba diecisiete o dieciocho años. (La historia se cuenta en Tu rostro mañana). “Pese a ser víctima de quienes la perdieron, nunca se lo encontró ni se sabe dónde está enterrado”. “Ni mi madre ni sus demás hermanos se afanaron por buscarlo (…) ni se angustiaron especialmente por encontrar su paradero. Tenían ya suficiente pena y angustia por saberlo muerto, en plena juventud y sin juicio ni culpa. Nunca lo he hablado con ellos, pero tal vez pensaron que no debían moverlo, ni separarlo de la joven compañera de estudios con la que iba por la calle cuando lo detuvieron, y que corrió su misma suerte”.

    Juan Carlos Capo