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El parque está lleno de gente. Es de tarde, hay un sol tibio y amable, es feriado. “Es el día de los difuntos, no hay liceo, tarado”, le dice un chico con camiseta de Peñarol a un amigo mientras le da a una linda pelota de fútbol, de esas que antes se les llamaba “número cinco”. De paso, le pega una piña. Le dan fuerte a la pelota contra un bloque de piedra, grande, una construcción que en algo se parece a un hombre. Juegan al frontón con el bloque, a embocar en el espacio central donde se elevan dos cilindros finos, dos figuras incrustadas en el interior. Le dan y le dan. Enseguida se juntan otros y se arma un dos contra dos. Contra la gran imagen totémica, ese extraño bloque de granito trabajado, delineado, estilizado con aire en el medio por donde se ven los árboles, el cielo. En el suelo, sobre otra placa de granito, los signos característicos de la producción constructiva torresgarciana. La obra se titula Monumento (1989) y es de Manuel Pailós, notable artista uruguayo referente del Taller Torres García. Más allá, un cilindro enorme de metal, como una cinta incrustada en la tierra. Allí van los niños. Suben lo que pueden y se deslizan. El metal está negro, lisito, gastado. El resto tiene un color, tono que todavía mantiene del proceso de construcción del artista. El detalle no es menor. Para Nelson Ramos (El dedo, de hierro y granito) su obra seguro incluía el color y la textura en toda la superficie. Del otro lado, hacia Luis Alberto de Herrera, frente al histórico monumento a Luis Batlle Berres, la gran manzana de Mario Lorieto (Manzana ciudadana, de 1996, en acero), ya famoso emblema del lugar. En su interior, guarda registro de los escultores que participaron del impulso inicial del parque, inaugurado en 1996, a iniciativa del Banco República y del gobierno del Dr. Julio María Sanguinetti. Es posible que sea una de las obras culturales más significativas del período democrático. Artística, sin dudas. En el catálogo de la época hay una foto que ilustra el momento glorioso en el que un grupo de militares ayudan a colocar Democracia, de Guillermo Riva-Zucchelli, otro de los referentes de la escultura nacional. La obra es monumental y por esas cuestiones del destino sobrevive a duras penas, embadurnada y enchastrada con cualquier tipo de porquería. El mármol de Carrara está opacado, oscuro, triste, absolutamente apagado.
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“Pasala, puto de mierda, la concha de tu madre”, grita un pibe que les pega un patadón a pelota y jugador. Ese va a ser un crack, seguramente. Le pega al amigo y a la obra que está atrás y en el mismo instante, corre y se sube a otra escultura, salta y la escupe. No la saliva, la escupe. Más allá, una pareja se hace arrumacos bajo la sombra del espléndido árbol que acompaña la obra de Jorge Abbondanza-Enrique Silveira (Desterrando, 1996). Hay más gente, un montón de figuras que se mueven al compás de un mate abundante y un paquetón de bizcochos. Limpian el mate y tiran la yerba al lado de una escultura de un hombre semienterrado. Escuchan radio al mango. La hilera de hombres de hormigón que se traga la tierra es una metáfora dramática del desconcierto y la ruina. Algunas de esas figuras están resquebrajadas, a punto de deshacerse, como la vida humana. Asfixian. Uno de sus autores está enfermo, ya veterano. Fue y es una de las figuras relevantes de la cultura, desde su labor de periodista y artista.
Algunos de los diez responsables y víctimas de este cuadro salvaje de destrucción pasiva ya están muertos, no verán por suerte la desgracia de su obra golpeada por la ignorancia y la agresividad ciudadana. Tampoco el silencio cómplice de las autoridades de turno. Pero hay más. Todas, o casi, están escritas con zarpazos incomprensibles, con los jeroglíficos tan habituales en paredes y muros barriales. La Manzana es la peor. Nombres, insultos de todo tipo, inscripciones de paredes de baño, teléfonos, agresiones. En el mejor de los casos un “Pelu y el Maicol se aman” o “El monky vo”. Está bien que se amen, pero Pelu o Maicol, también estaría bueno que cuidaran el parque. Cuadros de fútbol de todo tipo y color, signos incomprensibles, rayas de pintura, manchas, herrumbre, desprendimientos. Faltan o están rotas varias placas con información sobre los autores y obras. No es exageración. No se salva una.
El parque es nativo. Son árboles más bien bajos, pinchudos, un poco desmelenados pero agradables y fuertes. La intención de los responsables fue combinar, mezclar la fuerza y presencia de la naturaleza con la proyección espacial del arte. Pero un arte afirmado en la tierra. Hay allí obras de destacados escultores nacionales: Germán Cabrera, Salustiano Pintos, Gonzalo Fonseca, Manuel Pailós, Pablo Atchugarry, Riva-Zucchelli, Francisco Matto, Octavio Podestá, Alfredo Halegua, Mario Lorieto y Silveira y Abbondanza. Obras y árboles están rodeados de botellas y basura, innumerables bolsas de plástico que cuelgan de las ramas. El viento hizo también su obra. Sucia, fea, insalubre.
Está bien que la gente se apropie de su arte o del arte de sus artistas. Pero destruirlo, desvencijarlo, ensuciarlo, ya es otro cantar. Puede incluso que haya artistas que prefieran que la gente se involucre. Pasa todo el tiempo con el arte público. Hay que pensarlo para que la gente lo use, se apoye, se siente, lo manosee y toquetee hasta el cansancio. Pero destruirlo, pasarlo a mejor vida, modificarlo solo por el gusto de la destrucción, eso es vandalismo y poco tiene que ver con el arte o la cultura ciudadana de apropiación. Menos tiene que ver el Estado omiso al cuidado de sus artistas y un gobierno que se llena la boca con la Cultura, con mayúscula.
El Parque de Esculturas es una vergüenza, está en estado deplorable. Y no hay que callarlo. Una vez más, la historia y el griterío se repiten, cada tanto hay que volver con esta cantarola. Pero hay que estar allí y ver el desperdicio de algo que podría o debería ser un lugar cuidado, disfrutable pero civilizado. Un lugar donde la “inclusión” se logre en un espacio privilegiado, en el que la cultura exprese lo mejor de una sociedad madura, alegre, constructora de ciudadanía, como se dice ahora. A lo mejor, no se merece (no nos merecemos) un poco de arte, un lugar tan especial.
El museo al aire libre está abandonado. También es cierto que esta ciudad no tiene un museo como la gente, cuando sí tiene cientos de artistas de primer nivel. También es triste que una ministra diga que el lanzamiento de la temporada turística se hará en el Museo del Fútbol porque ese es “nuestro principal museo, el más visitado”. Triste y vergonzoso. Así estamos, con los pibes pegando pelotazos a Pailós. La escena se completa con dos casetas de vigilancia. En una, un guardia muy prolijo dice que es empleado del Shopping. La caseta da a la gran avenida. “No se preocupe, que si se arma lío enseguida aviso”. La otra es chiquita y da a la otra calle, al fondo. El lunes de Difuntos estaba cerrada, vacía y con un paquete de yerba a medio consumir. También se veía un cuaderno, una lapicera y un par de encendedores. Solo faltaba el vigilante. Aunque no sirva para nada. Igual que esta queja. Ojalá se demuestre lo contrario. O se devuelvan las esculturas.