“Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. Nietzsche. Y yo lo reescribo y digo: cuando miras largo tiempo a un abismo, dejarás de verlo como un abismo.
“Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. Nietzsche. Y yo lo reescribo y digo: cuando miras largo tiempo a un abismo, dejarás de verlo como un abismo.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn 1971 visité a una familia romana para entregarle una carta de parientes en Montevideo. Conocernos y querernos fue una misma cosa y cada vez que viajaba a la capital italiana los pasaba a saludar.
El barrio, la fachada de la casa, el jardín, los muebles, los cortinados —incluso el aire— indicaban un excelente pasado. Pero de aquellas glorias pretéritas solo quedaban difusos vestigios. El quiebre de una empresa, seguido de una sucesión de pasos equivocados, habían devaluado a la casona, a sus muros, a su interior y a sus habitantes.
Una silla en torno a la suntuosa mesa del comedor, delante de un espejo dorado de notables dimensiones, tenía una pata rota. En ella intenté sentarme yo la primera vez que entré allí, con 19 años, y la voz de alarma fue general: “Marco, fare attenzione!”.
Cuando iba de visita a la casa de “mi familia romana”, como la llamaba cariñosamente, amagaba con sentarme en la silla renga. Acercarme a ella y oír la advertencia se convirtió pronto en un ritual, en un paso obligado a seguir. Era una escena propia de Ettore Scola.
Con mi mudanza a Roma en 1989, y la adquisición de una Vespa, las visitas se hicieron regulares. Muchos domingos, entorno a la una de la tarde y con un paquete en la mano, tocaba el timbre en la casona de Vía Tuscolana. Finalizados los saludos de rigor, pasábamos al comedor, a repetir cada cual su papel en la comedia que tan bien conocíamos.
Un par de años más tarde, la renguera se contagió a otra silla. Se propuso llamar a un carpintero, pero el padre de familia desechó la idea sosteniendo que ya no quedaban en Italia carpinteros capaces de arreglar sillas de aquella calidad. También fui testigo, en una sobremesa, de la ruptura de una taza de té, sobreviviente de un servicio adquirido en Viena, en tiempos de bonanza, y ya muy menguado por los golpes de la vida.
Con el tiempo, las relaciones con los parientes uruguayos empalidecieron por causas generacionales y yo, el mensajero, pasé a formar parte del círculo familiar. Se me otorgó incluso el honor de conocer al flamante novio de la hija, ya más que madura para tales ejercicios. Era un abogado con canas y el portafolio lleno de promesas.
En la sobremesa de ese día, la madre no quiso tomar té. Dijo creer que esa infusión le estaba haciendo mal. Yo sabía que la verdad era otra: las tazas enteras no alcanzaban para todos.
Muchas veces, haciendo cualquier cosa en mi vida de semana, pensaba en esas visitas dominicales y en los motivos que me llevaban a ellas. A veces me respondía que las hacía por cariño. O por amistad. O por tradición. Otras veces, aceptaba a regañadientes que el motor de las mismas era el placer morboso de jugar un rol en la escena del comedor familiar, amagar con acercarme a una de las sillas rotas, dejarme impresionar por las glorias pasadas, jugar a creer en los anuncios de una inminente reforma general de la casa. Hacíamos proyectos.
Pero había, también, un serio interés de mi parte por saber más sobre el cuesta abajo de la familia; una curiosidad innata del investigador que soy por averiguar detalles e identificar en qué momentos se habían tomado las decisiones equivocadas. Pues de una cosa estaba convencido: la quiebra inicial, que la familia acusaba de ser el huevo del cual habían salido todas las desgracias posteriores, no era un incidente único en ese sentido.
En el fondo, sabíamos que el camino no ofrecía vueltas. Pero antes de llegar al fondo de ese abismo, todos —incluso yo, convencido luego de años y años a ver el mundo de la casona por lo que había sido y no por lo que era— creíamos que el estado general, a pesar de todo, no era tan deplorable. Aún había esperanzas. El fondo que veíamos no era el fondo que suponíamos.
En 1996 me mudé a Madrid y ya no tuve contactos con la familia. Pero en junio del 2000 volví a Roma por un trabajo de tres semanas. Tuve suerte y me prestaron un motorino para poder desplazarme sin problemas. Un día pasé delante de la casona de Vía Tuscolana. Nada en su exterior había cambiado. Jugué a adivinar cuántas sillas estarían rotas; si aún quedaban tazas del servicio de té. Pensé en el novio abogado, la gran esperanza de la familia. ¿Se habrían casado?
Tiempo más tarde, viviendo en Buenos Aires, cruzaba a Montevideo a menudo. Me bastaba con llegar a Tres Cruces para sentir un agobio permanente, un bajón de presión espiritual, un sentimiento desagradable que me acompañaba con tozuda fidelidad mientras eludía los pozos y la basura de las veredas, mientras dejaba atrás cuerpos semitapados por cartones en mugrientos portales o esperaba el paso descuajaringado de carritos tirados por caballos escuálidos para poder cruzar “la avenida principal”.
Era el recuerdo de la casona de Vía Tuscolana.