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Durante los años 83, 84 y 85, el realizador y actor británico Henry Jaglom (Londres, 1941) se reunió en el restaurante Ma Maison de Los Ángeles con Orson Welles. Jaglom llevaba a los almuerzos un grabador, apretaba el botón Rec y dejaba la cinta correr, mientras dialogaban y comían. En realidad, mientras Welles hablaba de cine, de política, de sexo, de arte, de dinero, de actuación, de producir películas y de no poder hacerlas, con sus conocimientos renacentistas, monumentales e irónicos de la vida. Fueron los últimos años de Welles, que falleció el 10 de octubre de 1985 de un ataque al corazón, cinco días después de su último almuerzo con Jaglom. Este libro, con edición de Peter Biskind, reúne esas conversaciones.
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El actor y realizador de El ciudadano,La dama de Shanghai, Arkadin, Sed de mal, El proceso y La historia inmortal, entre otras obras maestras, uno de los más capos en la historia del cine, todavía tenía proyectos —cada vez más remotos e inalcanzables— para filmar Don Quixote, The Dreamers o El rey Lear. Pero lo que impera en estas jugosas conversaciones, plagadas de cotilleos, anécdotas y chistes, es el costado políticamente incorrecto, la libertad de hablar en la intimidad de un almuerzo y sin la censura que encorseta la palabra cuando se sabe capturada para la lectura del público.
Welles dice, por ejemplo, que el aspecto físico condiciona sus opiniones estéticas: “Nunca pude soportar a Bette Davis, así que no me gusta cómo actúa; físicamente, me refiero. Físicamente detesto a Woody Allen. No me gustan los hombres como él”.
Y sobre Bogart: “Un actor de segunda fila”.
Y sobre Gielgud: “Interpretaba a Shakespeare como si le estuviera dictando el texto a su secretaria”.
También recuerda las críticas negativas de Sartre y Borges a El ciudadano, y se las banca.
Y explica por qué todos los dictadores son enanos.
Y se hace eco de la máxima de Chesterton: “Cuando no crees en Dios, crees en cualquier cosa”. Y Welles era ateo.
Siempre desmedido y genial, también fue un gran contador de cuentos. Y son muchos los que tiene para ofrecer. Por ejemplo, este sobre Laurence Olivier: “Una vez bajé a su camerino después de una función y le sorprendí mirándose al espejo. Y lo hacía con tanto amor, con tanta pasión… Me vio y le entró vergüenza de haber sido sorprendido en un momento tan íntimo. Sin vacilar ni un segundo, sin embargo, y sin dejar de mirarse, me dijo que cuando se miraba al espejo, se enamoraba tanto de su propia imagen que casi no podía resistir la tentación de chupársela”.
Mis almuerzos con Orson Welles. Anagrama, 2015, 346 páginas, $ 840.