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“Había que verlas a las restauradoras con máscaras y trajes especiales”. La imagen frente al viejo y legendario cuadro es interesante. La detalla una funcionaria que participó de los ajetreados días de la tan esperada inauguración del Juramento de los 33 Orientales (1875-77) de Juan Manuel Blanes (1830-1901), pintor histórico de la nacionalidad uruguaya. Título pomposo, en algún punto discutible, salvo la calidad del cuadro y la formidable restauración lograda por el equipo comandado por Claudia Barra y Matilde Endhardt al que ya visitaron cientos de uruguayos. Un trabajo que les llevó seis meses y un montón de horas, miles de dólares y un lugar sagrado que permaneció patas para arriba hasta que finalmente pudo acomodarse.
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La otra imagen fuerte de toda la secuencia corresponde al momento en el que se desprendió del marco la enorme tela para colocarla en un bastidor de trabajo. “Era un montón de gente manipulando el cuadro con una prolijidad y cuidado notables”. Había más gente que en la pintura, con la consabida puesta en escena de los héroes que desembarcaron en la playa de la Agraciada. No eran 33 ni todos orientales. Tampoco bajaron a la hora del sol como se ve en la pintura y no se supo nunca si hubo un juramento. Licencias de Blanes para ubicar entre luces y sombras a los protagonistas de la escena y resaltar la fuerza heroica del momento. El número ya se sabe, un lazo referencial con la masonería. Ahora está pronto, colgado en la misma sala, entre bocetos a lápiz de los personajes y una luz que impresiona y parece renovar el resto de la antigua estancia.
Lo primero que destaca es el brillo, la luminosidad, la luz formidable que el pintor creó para Lavalleja y Oribe. Y los rojos que Blanes ubicó estratégicamente en ponchos y telas y que contribuyen a la precisa composición. Se ve desde la entrada, donde se percibe que los otros cuadros no alcanzan los tonos y detalles, los colores relucientes y la claridad rescatada del pasado. Es como si de golpe, la memoria del espectador, opacada por las imágenes oscuras de tantas visitas, fuera atravesada por un fuerza removedora que nunca se había visto. Viene del fondo, de la misma pared del costado donde estuvo siempre. Pero ahora es diferente. La dinámica es otra, la composición, la seducción, la calidad de gestos y miradas. Los detalles hablan, explican, seducen. Ahora hay para mirar y ver, uno diría que casi tocar con los ojos, meterse en un simulacro en 3D. Los educadores tendrán paño para cortar cuando acompañen las huestes de gritones y atrevidos infantes. Quién no fue al Blanes alguna vez con la maestra de turno y tuvo que fumarse el repaso de fechas y nombres ante estos cuadros antiguos, envejecidos, de poco impacto emocional y apagada trascendencia. Son grandes, bien pintados, son escenas casi teatrales, de militares en posturas insólitas para estos tiempos. Por no hablar de su deterioro como obras de arte y el peligro que acecha sobre el patrimonio nacional.
Es probable que ahora los seduzca las manos levantadas, la movilidad de los cuerpos, los dedos apuntando, la ropa tirada en el piso, las huellas en la arena. Sobre todo, los personajes y sus pies que pisan firme la arena, más cerca del espectador gracias a la maestría del dibujo y la perspectiva utilizada por Blanes. El grito y los brazos alzados, la fuerza del carácter, la convicción. Y si no, están las historias. La lancha que apenas se ve en manos de dos peoncitos que tratan de amarrarla, la altura y las patillas de Lavalleja, el bigotón de Oribe, los sombreros, las espadas, el color de la bandera y la verdadera integración del grupo, que tenían un promedio de 25 años, muy jóvenes aun para la época, incluidos los paraguayos y argentinos y dos de origen africano. La imagen construida por Blanes es otra cosa y surge desde la visión del artista, desde la necesidad de un artista que creía profundamente en la construcción histórica de la Nación y pensaba que el arte debía rendirse a ese destino. Y a un principio filosófico y artístico que elevaba el saber positivo y la mirada idealista sobre la viva construcción naturalista.
Blanes lo estudió y detalló a su antojo, planificó y construyó hasta el último detalle de la Cruzada Libertadora con total dedicación y conciencia de la proporción de su obra. Por eso no los vistió con ropa sucia ni rostros cansados; quería destinar esos hombres a una perspectiva heroica definitiva. Hizo borradores, estudió a modelos en su estudio, propuso una y otra vez su proyecto al gobierno de turno. Fue un hecho del pasado que el tiempo real asentó y el otro tiempo, el artístico, permitió reconstruir desde el sentimiento de una nación en proceso de madurar. Finalmente, su tiempo lo acogió como una necesidad. Su primera presentación en público fue todo un éxito. Estuvo en exhibición en su taller durante más de un mes y concurrieron miles de personas entusiasmadas con la primera versión de un mito nacional. El sentimiento de nacionalidad ya estaba presente y por eso, ante la visión majestuosa de estos guerreros que iniciaron una de las gestas más recordadas de nuestra historia, la burguesía montevideana asumió definitivamente su imagen en el espejo de la dignidad, la valentía, las hazañas imposibles. Así se veían y poco importaba la cantidad o que el juramento fuera una invención, que la realidad fuera muy diferente. Se necesitaba un mito, una imagen simbólica, una foto en la que proyectarnos. Blanes nos la dio. Una vez más, el arte construye la identidad y en cierta forma adelanta el futuro.
Aquel primer día fueron setecientas personas. Hay que entender la cifra, el tiempo y las características de la obra. Para ambientar más la anécdota, corresponde contar que a la gente se le pedía una colaboración en monedas para una obra benéfica. A cambio, el pintor les ofrecía una bolsita con arena de la propia playa. Si eso no es marketing. Se sabe también que la gente llevaba ramos de flores y coronas, se encendían inciensos, se colocaron ofrendas simbólicas que hacían referencia a los sentimientos patrios. En especial, versos y textos alusivos. Fue como una peregrinación a un altar. No es casualidad que por entonces, Juan Zorrilla de San Martín escribía su Leyenda Patria y ofrecía recitales a los exaltados ciudadanos del adolescente y todavía rebelde territorio oriental.
Era imprescindible restaurarlo. Las visitas podrán ver finalmente un cuadro notablemente rescatado de la oscuridad, del polvo, de la humedad, del deterioro. Pero lo más importante, de la oscuridad a la que la sociedad uruguaya, arte mediante, pudo haber colocado este enorme esfuerzo de Blanes, pintor de la patria o “pintor americano”, como también fue llamado. Patriarca, padre o pintor fundacional, lo cierto es que Blanes necesita ser sacudido, restaurado en obra y pensamiento, pero sobre todo en obra.
El Juramento de los 33 Orientales necesita revisitarse, reciclarse en nuestra aversión crítica, en ese vapuleado “imaginario” colectivo del que siempre se habla y nunca se precisa. Es una magnífica ocasión para sacarnos el peso de la historia de encima. Y apreciar lo que puede hacer el arte, a puro pincel.
Juramento de los 33 Orientales. Museo Blanes (Av. Millán 4015), martes a viernes de 11:30 a 19 h y sábados y domingos de 12:15 a 17:45.