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    La invención de la muerte, de Rafael Massa

    Saltándose semáforos en la calle Yaguarón

    El personaje principal se llama José Vittadini Bruzzone. No es policía ni detective privado como en las novelas criminales clásicas, sino un periodista, editor y escritor que vive en el barrio Sur de Montevideo y que podría ser un alter ego del autor, porque hasta los apellidos maternos coinciden. La historia, narrada casi siempre en primera persona, trata de “un periodista que publica una novela que levanta sospechas sobre tipos pesados que podrían estar relacionados al asesinato de su padre”.

    En la realidad, Rafael Massa Bruzzone, que ronda los 60 años, es ingeniero civil y director de proyectos, aunque trabajó como periodista en diversos medios, además de producir y escribir teatro y durante años organizar un festival de cine en La Pedrera. Ha publicado tres novelas: Todos mienten (Estuario, 2017), La estafa de la muerte (Estuario, 2021), que resultó finalista en el Concurso Medellín Negro en 2016 y La invención de la muerte (Tusquets, 2022). También es autor de Tres nouvelles oscuras, que obtuvo una mención en el Premio Onetti 2020 pero que permanece inédita, aunque el semanario Voces publicó una reseña en diciembre de ese año.

    Massa, admirador de Juan Carlos Onetti, en lugar de crear su Santa María, como vecino del barrio Sur buscó deliberadamente situar toda su obra en ese entorno. Vittadini, la criatura creada por Massa para esta saga, ha publicado solo un libro, Yaguarón al sur, “una novelita” nacida a partir de unos papeles heredados de su padre, que le han producido bastante más que dolores de cabeza, con ramificaciones en Melo y Nueva York, una ciudad que, a pesar de todo, pudo disfrutar.

    Este antihéroe urbano que consume whisky estadounidense Jack Daniels vive con su perro Toro en el barrio cercano al centro de Montevideo, nuevo polo de atracción para la clase media montevideana.

    A menudo, al caer el sol, el tipo camina unos pasos desde su desprolija vivienda de hombre soltero para encontrarse con sus amigos David y Tabárez, tomar unas copas o ligar con mujeres a espaldas de su hija en el Bar Andorra, un boliche histórico, que ha sido reciclado y tiene de vecino, en cruz, a otro templo de la noche: el Brecha.

    Además del Andorra, elegido también por Hugo Fontana para ambientar su novela Los nombres propios, aparecen otros boliches históricos y desaparecidos de Montevideo como el Mincho y el Cocktail (un “museo con apariencia de bar”, en Andes casi 18 de Julio), además del viejo Vasquito, luego Bacacay, más elegante, situado frente al Teatro Solís, donde el lector tendrá la posibilidad de enterarse, entre Jack y etiqueta negra, del desenlace de esta compleja trama con muertos con nombres cambiados, pero identificables sin demasiado esfuerzo, y otros tantos, “desconocidos y silenciados”, como dijo el exemperador romano Marco Aurelio citado por Massa en el acápite.

    El autor cumple, en el papel, con un sueño bien popular: ser un justiciero solitario de algunos criminales impunes. Hay figuras conocidas de la agenda local, como un empresario gastronómico de doble moral que abusa de menores gracias a la billetera, un banquero católico que ha estafado a cientos y dañado a muchos más y finalmente los viejos agentes del Estado, que en un pasado no tan pasado violaron todos los derechos humanos con la excusa de salvar a la patria y, algunos de ellos, de paso, se enriquecieron usando información privilegiada y robando en conexión con civiles.

    Con estos personajes, casi siempre truculentos y paranoicos, más otros menos dark que quedan en segundo plano pero ayudan a armar un cuadro de época que sin duda resulta poco alentador, el autor construye una novela noir política atractiva, llena de buenos diálogos onettianos, donde tampoco faltan sutiles referencias a Borges y Tarantino, guiños, metatextos, metáforas y sinécdoques aderezados con detalles del mundillo de la prensa.

    Sin embargo, todo eso por momentos resulta difícil de seguir y además, en varias partes, el autor abusa de densas reflexiones con pretensiones filosóficas demasiado obvias y lineales que poco aportan.

    Dejando de lado al viejo cajetilla degenerado y al banquero adicto a las martingalas, lo que queda ante el lector es un tema groso y oscuro: el vínculo entre excombatientes que se enfrentaron con las armas y el ahora complicado conocimiento de la verdad. Unos lo hicieron para una revolución que lograra una sociedad más justa y los otros para defender a Occidente en medio de la Guerra Fría.

    En el presente de la novela, cuando los viejos guerrilleros están en el gobierno por medio de las urnas, algunos de los enemigos de medio siglo atrás preservan parcelas de poder a la vez que sostienen relaciones non sanctas.

    Igual que antes en La estafa de la muerte, Massa apela a su experiencia periodística en la que introduce a un poco querible subsecretario con pasado guerrillero para abordar un tema muy delicado que arrastra durante todo el texto: las actas de los interrogatorios bajo tortura y el uso de los archivos de la dictadura con fines de chantaje.

    Para desentrañar o, al contrario, tapar los crímenes que se siguen cometiendo, interviene el subsecretario, que recibe órdenes de jefes diferentes. Por un lado está el canal natural: las directivas que imparte el ministro, que viaja mucho y está casado con una fiscal muy involucrada. A su vez, están los viejos compañeros del subsecretario, pero también hay otros que dan órdenes o, al menos, ejercen fortísimas presiones que se parecen a órdenes. Estas llegan a través de uno de los militares retirados reconvertido en exitoso empresario con buenos contratos con el Estado. “No es por plata ni por honor. Es por miedo”, se reconoce a sí mismo el subsecretario.

    Cuando hace falta, el viejo militar de la pesada saca a su equipo de “profesionales” a la calle, apela a conocidas técnicas en galpones oscuros o simplemente recuerda por teléfono que la carrera del izquierdista devenido en burócrata está construida con cimientos tan enclenques como esa vergonzosa acta de interrogatorio que firmó bajo los efectos de la biaba.

    El subsecretario, a su vez, entre alcohol y cigarrillos que consume con ansiedad, intenta mandar a un inspector de Policía que, rara avis parte de una nueva generación, casi no tiene más compromisos que con su profesión y su mujer, aunque también tiene una carrera.

    En realidad casi todos tienen una carrera que defender. Lo expresa Massa a través de uno de sus personajes: “Para qué seguir revolviendo, la fiscal debe acompañar al ministro, se aproxima la campaña”.