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    La marca de la gorra

    Director Periodístico de Búsqueda

    Nº 2097 - 11 al 17 de Noviembre de 2020

    Se conocen desde hace más de dos décadas. Se tienen aprecio, aunque de un tiempo a esta parte no se los ve mucho juntos. Así ocurre con las personas que comparten momentos importantes en el pasado: no necesitan encontrarse para saber que el sentimiento de cercanía sigue intacto.

    Como prueba, basta con buscar en Google los nombres José Mujica y Jorge Larrañaga juntos. Hacerlo es encontrarse con miles de imágenes y notas de distintos momentos políticos de Uruguay: una con ambos tomando mate bajo un árbol en la chacra de Mujica, cuando era presidente y con la perra Manuela como testigo; otra muy similar pero unos años antes y con el dirigente blanco jugando de locatario en su predio rural en la zona de Andresito, a unos metros del río Negro; o varias en un despacho del Palacio Legislativo o en el hemiciclo de la Cámara de Senadores o en la Torre Ejecutiva. Son viejos compinches. Comparten códigos, humor y hasta algunos secretos.

    Quizá por eso una de las primeras llamadas que recibió Larrañaga cuando fue anunciado como posible ministro del Interior fue de Mujica. “¡No vayas a agarrar!”, le imploró. “Ya está decidido”, fue la respuesta que recibió. “¡Estás loco! Te quieren encajar un entierro de lujo. A vos y contigo al wilsonismo”, insistió el líder tupamaro, pero no logró disuadirlo.

    Mujica está convencido de que el presidente Luis Lacalle Pou le ofreció el cargo a Larrañaga, entre otras cosas, como una forma de liquidar sus aspiraciones electorales futuras. La misma idea parece ser la que tienen algunos jerarcas de la Torre Ejecutiva, que en tono de broma comentaban por lo bajo cuando asumió como ministro del Interior: “Ahora va a tener que demostrar si es tan guapo”.

    Lo cierto es que los antecedentes no le juegan a favor a Larrañaga. Fueron varios los exministros de esa cartera de Estado que intentaron ser candidatos presidenciales y fracasaron con todo éxito. El blanco Juan Andrés Ramírez y el colorado Guillermo Stirling llegaron hasta la instancia final y perdieron. Otros, como Didier Opertti, Daisy Tourné o Eduardo Bonomi, quedaron por el camino mucho antes o ni siquiera lo intentaron. Es un hecho, imposible de disimular, que estar a cargo del orden interno no paga políticamente. Al contrario, suele liquidar carreras promisorias.

    Esto es muy sintomático de una de las principales enfermedades que afecta a la mayoría de los uruguayos: el hacer lecturas muy esquemáticas y tontas de los asuntos importantes. Porque si hay algo que todos consideran un problemón, quizá el principal con el que conviven, es la inseguridad. El aumento año a año de los delitos y de la violencia no cede y afecta al gobierno y a la oposición, a viejos y a jóvenes, a Montevideo y al interior, a Nacional y a Peñarol, y a cuanta otra división interna se pueda encontrar, que son muchísimas.

    Pero el abordaje de este problema y las propuestas para intentar solucionarlo suelen ser desde la confrontación. Algo que por su esencia debería ser una cuestión de Estado, se trata como si fuese el simple botín de una disputa política de cuarta. En el desesperado debate para tratar de sacar rédito a la desgracia generalizada suelen aparecer los lugares comunes más trillados y vacíos de contenido. Y casi nadie sobrevive si le toca estar en medio de semejante fuego cruzado.

    Así, de un lado vemos a los que culpan a los policías de casi todos los males. Los acusan de inescrupulosos, corruptos, violentos y asesinos. Los miran con recelo y desconfianza en todo lo que hacen, sea lo que sea. Solo por el hecho de tener uniforme azul y arma pasan a ser enemigos. Hacen honor a ese estereotipo de “la marca de la gorra”, surgido hace décadas en las cárceles como forma despectiva de referirse a los policías y popularizado por el grupo de cumbia argentino Mala Fama.

    Del otro lado ocurre lo contrario. Se los ubica siempre del lado de los buenos y se les atribuye algo similar a los poderes de los superhéroes. Entonces se dicen cosas como que “la Policía no tiene deseo de reprimir” o que no entra en provocaciones o que rara vez comete excesos. Esto tampoco ayuda a abordar de la mejor manera un tema tan complejo como el uso de la fuerza bruta por parte de los representantes del Estado.

    Los policías están para poner orden, reprimir y combatir el delito. Punto. No tienen que ser ni los buenos ni los malos de la película porque no se trata de una película. Es el futuro de la convivencia social el que está en juego y no se soluciona con el estigma de “la marca de la gorra”, ni para un lado ni para el otro.

    La confrontación excesiva y la estigmatización, algo que se ha transformado en moneda corriente especialmente en los últimos días, lleva a estupideces tales como que algunos festejen que haya sido asaltado a punta de pistola el presidente del PIT-CNT, Fernando Pereira, y otros intenten justificar a los rapiñeros por ser “víctimas” del sistema capitalista. Es solo un ejemplo, aunque muy gráfico de los tiempos actuales.

    Si lo que se hace es seguir con las posturas radicales, lo que se favorece es un enfrentamiento cada vez más violento entre los policías y sus detractores. Esto suele terminar con heridos y hasta con muertos, como ha ocurrido y ocurre en varios países del mundo. No estamos tan lejos.

    Si por el contrario se procura un camino de acercamiento entre las partes y al mismo tiempo se combate con firmeza al delito para reducirlo pero de forma duradera, ese será un cambio histórico y revolucionario. Da la sensación de que Larrañaga lo está intentando. De lograrlo, no habrá ni interpelación ni cuestionamiento a las cifras que lo alejen de la puerta de la próxima presidencia. De fracasar, solo será uno más en la lista y es probable que se arrepienta de no haber seguido el consejo de Mujica.