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    La mentira infame

    “La cacería”, de Tomas Vinterberg

    Películas sobre acusaciones que afectan a gente inocente, perseguida luego hasta la infamia por una turba envilecida y linchadora, se han hecho muchas. Basta con recordar aquel poderoso alegato de Fritz Lang en “Furia” (su debut en Hollywood, 1936) y más adelante el tremendo cuadro colectivo de “La jauría humana” de Arthur Penn (1966) para ver hasta qué punto una comunidad de gente aparentemente normal revelaba sus más oscuras raíces primitivas cuando se creía afectada por agentes exteriores que venían a poner a prueba su endeble estabilidad. No faltó tampoco un amargo western titulado “Conciencias muertas” (1943, de William A. Wellman), que era otro ejemplo recordable.

    Pero en el caso específico de La cacería se da una doble vertiente, lo que hace más compleja la trama a pesar de su aparente simplicidad fruto de un error, de una mentira dicha al pasar, de algo que todos quieren creer sin cuestionar. Ahí aparece el antecedente de “La mentira infame”, un tema que William Wyler filmó dos veces (en 1936 como “Infamia” y en 1961 con ese mismo título) inspirándose en una historia de Lillian Hellman acerca de la calumnia que una niña (¿inocente?) desparramaba sobre un par de maestras para arruinar sus reputaciones. En este filme danés de Thomas Vinterberg (“La celebración”) ocurre algo similar, cuyas motivaciones y entorno social y cultural son elementos que deberán tomarse en cuenta.

    La película comienza con una especie de ritual machista, en los gélidos días próximos a la Navidad. Toda esa gente se conoce de toda la vida, han crecido juntos, se han transmitido las costumbres de sus ancestros y se proponen mantenerlas como símbolo de su identidad. Entre ellos, Lucas (Mads Mikkelsen) se siente parte del grupo, es muy feliz con su trabajo como cuidador en el jardín de infantes local, donde los niños lo adoran, quieren jugar con él, lo siguen a todas partes. Pero Lucas está divorciado y su relación con su ex no es la mejor, sobre todo porque tiene un hijo adolescente (Lasse Fogelstrom) que quisiera venir a vivir con él contra la voluntad de la madre. Otra mujer ha entrado en la vida de Lucas (Alexandra Rapaport) y las cosas prometen cambiar.

    Hasta que sucede lo inesperado. La hijita de su mejor amigo (Thomas Bo Larsen), una niña encantadora y angelical (Annika Wedderkropp), cuyo entorno familiar no es el mejor, ha desarrollado un afecto muy especial por Lucas y ante una reacción de este que ella no acepta, insinúa que el hombre ha tenido actitudes de probable abuso sexual. “Los niños nunca mienten”, dice alguien temerariamente. Y los mayores que creen eso (o que prefieren creerlo) empiezan a fomentar el rumor que acorralará a Lucas. No importa nada lo que él diga. Su propia comunidad, la que integra desde siempre y a la que nunca pensará en renunciar, ha decretado que él es un ser indigno y lo rechaza violentamente de todos los lugares que frecuentaba, hasta el de sus viejos amigos dueños del supermercado, que se niegan a despacharle mercadería.

    Las cosas no ocurren porque sí, y ese pueblito nórdico helado, gris y austero es el que produce y fomenta los hechos que se suceden para desgracia de Lucas, atormentado por la falsa acusación y la marginación de que es objeto. Las cosas terribles que empiezan a ocurrir, las conductas irracionales de mucha gente, la negativa a revisar los hechos y buscar la verdad solo dejan en claro dos cosas fundamentales: que la niña es un producto cabal del entorno en que fue criada y que el propio Lucas —en un verdadero descenso a los infiernos— solo es capaz de gritar su inocencia sin entender muy bien qué es lo que ha ocurrido para que las cosas hayan tomado ese cariz agresivo.

    No es entonces una historia individual ni un episodio puntual que se va a aclarar (o no) luego de algunas dolorosas instancias. El cuadro social que muestra Vinterberg es un panorama colectivo de espectro mucho más complejo, donde entran a formar parte elementos de formación, tradición y costumbres, raíces culturales y sociales de viejo cuño reaccionario, donde todo parece desarrollarse dentro de parámetros normales de convivencia y respeto pero solo en apariencia. Por debajo corre un síntoma de descomposición social que permanece latente, y basta un ligero desajuste a los acontecimientos de la realidad cotidiana para que esa comunidad reaccione de la peor manera, revelando sus temores, sus miedos, su escaso respeto por la justicia, su declarada actitud intolerante.

    Eso es lo que hace de La cacería un título mayor. Porque no siempre lo que se ve es lo que más importa, sino que el subtexto, las entrelíneas, las sugerencias, lo que no se dice pero se muestra, es lo que verdaderamente trasciende, y lo hace a nivel emocional, comunicando a través de la cámara, de los silencios, de las miradas, de las pausas dramáticas, su drama colectivo y su tragedia social. El final engañoso es otra prueba de la elocuencia del filme: que nadie crea que algo ha cambiado en realidad.

    “La cacería” (Jagten). Dinamarca-Suecia, 2012. Dirigida por Thomas Vinterberg. Escrita por Thomas Vinterberg y Tobias Lindholm. Duración: 115 minutos.