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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa almohada del juez. Mi padre me decía siendo yo joven: “cuando hagas algo que pueda remorderte la conciencia, recordá que en las noches tu almohada te pedirá cuentas, y mirá que a esa no le podrás mentir y te atormentará con mucha frecuencia”. El recuerdo llega en estos días en que acaba de fallecer el general Miguel Dalmao, lo que me ha hecho pensar: ¿cómo se comportará la almohada de cada uno de los responsables por su injusta prisión?
Cuatro años estuvo preso el general Miguel Dalmao por un delito que no cometió. Y fueron solo cuatro porque acaba de morir encerrado. De lo contrario, no es difícil deducir que habrían sido muchos más a la luz de los 28 años de prisión decretados. Sin duda comparto que el general tenía la triste certidumbre de morir preso porque era consciente de que las circunstancias vividas y reflotadas casi 40 años después lo habían transformado —para el Partido Comunista en particular— en un botín de guerra. Y sabemos que un botín —con tan peculiares características: máxima jerarquía castrense, en actividad y desempeñando un alto cargo de mando— no se devuelve con ninguna facilidad cuando cae en manos de los “ganadores”. (Más clara y explícitamente lo expresa Gerardo Sotelo en un artículo de “El País” del 30 de diciembre de 2014, al que titula “Botín” y lo inicia con: “El general Miguel Dalmao estaba convencido de que iba a morir en prisión, pero no por la larga pena a la que se lo condenó sino por la naturaleza de su causa”).
Intercambiando opiniones con un amigo, me señalaba, a raíz de la prolífica prensa, cartas, etc., aparecidas en estos últimos días: “qué buen sponsor es la muerte”. Tanto coincido con esta sintética expresión que hasta podría quedar comprendido en ella con esta carta, por cuanto la sensibilidad ante esa instancia suprema —aun por diferentes motivos— nos sacude de por sí y, si a ella sumamos las circunstancias en que acaeció, entonces terminamos ensayando alguna forma de rebeldía.
Con el general nos conocimos, nos tratamos, fuimos camaradas y servimos juntos por un tiempo que coincidió con la desgraciada circunstancia que le tocó vivir en 1974. En efecto, sobre la trágica muerte por autoeliminación de Nibia Sabalsagaray, se ha escrito y difundido mucho; la familia de Dalmao —en particular, su esposa—, camaradas, amigos e instituciones varias lo han hecho en una franca, directa y justa defensa respaldados en racionales pruebas y hechos concretos; otros, como alguna prensa, esferas políticas (¿cuándo no?) y organizaciones directamente interesadas, lo han divulgado sin peso argumental pero con vehementes sofismas para justificar la injusticia. Yo pretendo aquí —como escribidor— realizar simples reflexiones que no transitan por el sondeo de los autos con carátulas modificadas; esos han salido a la luz pública con tal abrumadora cantidad de detalles que hablan por sí solos de la inocencia que proclamamos una vez más; basta sólo leerlos severamente con detención e interés para reparar que allí no existe sustancia seria con respaldo que pueda abonar la condena de un hombre a casi 3 décadas de cárcel. Y no solo ello: varios hechos reales y aspectos sustanciales esgrimidos por la defensa que debieron tomarse sustantivamente en cuenta, fueron ignorados cuando eran contributivos al menos para ponderar aquel principio jurídico fundamental de cualquier proceso: in dubio pro reo (duda a favor del reo), uno de los tantos pilares del Derecho Penal moderno, como plataforma incuestionable para el ejercicio pleno de una justicia que nos ofrezca garantías absolutas y permanentes.
Algunos episodios en que debimos actuar —estando en actividad— como integrantes de Tribunales de Honor del Ejército (elegidos por los escalones subordinados con voto secreto), refrescan mi memoria junto con el altísimo significado que tal distinción, cargada de responsabilidad moral y funcional, representa en la conciencia libre y soberana del individuo. Actuar en un ámbito así, nos aflige —y agrego: debe afligirnos— la responsabilidad, la ética, el honor y la conciencia profunda desde la hora misma de abrir opinión que sabemos pesará en el fallo de la eventual descalificación absoluta de una persona. Ello me hace pensar, entonces, ¿y por qué no creer que el grado de aflicción experimentado por un juez es culminante a la hora de dictar sentencia una vez convencido de las instancias cumplidas y cuando todas las pruebas factibles y convincentes han sido agotadas? Solamente la contundencia de esas pruebas permitirán arribar al ambiente de la verdad y entonces desde ahí, el juez empezará en buena medida a liberar su conciencia rumbo a un fallo final respaldado por la plena convicción que se abrirá paso para obtener una serena cabida en el espíritu.
No por reiterado dejaré de citar: cuando uno se detiene a reflexionar sobre temas de la justicia se concluye siempre: ¡qué magnitud de suprema importancia adquiere un auténtico, legítimo, libre y autónomo Poder Judicial en toda sociedad civilizada!; ¡y qué trascendente por tanto resulta el factor humano que nutrirá los cuadros de ese complejo sistema para administrar justicia! La premura, las presiones, el ambiente político temporal, la tentadora o amenazante prevaricación, la desidia, la indolencia, la pasividad, la debilidad de carácter y muchas más funestas cualidades deberían encontrarse siempre distantes de las mentes de quienes tienen la obligación de amparar y proteger al ser humano en sus derechos. Allí estará en juego el destino inmediato de la persona juzgada y el de su familia, su dignidad, su honor y su aceptación o rechazo públicos, nada más y nada menos.
No sondearé los autos, como dije, pero no me inhibiré de manifestar que el abultado expediente del caso posee en sus entrañas numerosos hechos y circunstancias para hacer meditar a cualquier persona que, con serio y puntual interés, se dejara transportar sin más a la zona reservada donde gobierna la duda razonable. Y reitero, ahora preguntando: ¿ninguna de esas variadas circunstancias dudosas que alimentan el dilema como alternativa tuvieron la necesaria fuerza como para hacer sospechar al menos si ya no se había abandonado el puro ambiente de la veracidad, e ingresado en un terreno inescrutable, donde bien sabemos será imposible hallar el camino de la salida?
Sr. Director: hasta aquí —el jueves 8 del corriente— había escrito la presente para enviársela solicitándole su publicación, cuando llegó a mis manos el último Nº 1.798 de Búsqueda, con el que, al leer el artículo del señor Raúl Ronzoni (página 14), no pude evitar ampliarla con las consideraciones que siguen.
El señor Ronzoni es uno de los articulistas del semanario que, por la agudeza y objetividad con que estila abrir juicios, capta mi atención semanalmente; pero esta vez el contenido de su columna titulada “Dalmao y el sistema de garantías”, me sorprendió sobremanera; y paso a explicarme.
En general, del tenor de sus expresiones no quedan dudas que parte del axioma personal de que Nibia Sabalsagaray fue asesinada, sin conceder opción a la posible duda razonable.
En principio, cuando menciona que “la aplicación de normas penales no es una ciencia exacta” sentí coincidencia plena, pues sobre la conciencia del hombre es que más precisamente venía yo expresándome.
Cita luego que, fuera del ámbito en el que “el Derecho Penal regula el poder punitivo del Estado (…) quedan la imaginación, las opiniones personales o las fantasías que todos tenemos derecho a expresar”. Al respecto y coincidiendo con ello debo considerar que lo escrito por mí hasta aquí encaja en su calificación de “opiniones personales”, y permítaseme que me excluya por cierto de manejarme por “la imaginación o fantasías”, cosa que, de solo haber sospechado ese ánimo, ni siquiera hubiera iniciado esta carta.
En el cuartel de Trasmisiones 1 que refiere, existía una plantilla de casi 400 efectivos entre oficiales y personal subalterno, lo que me lleva a preguntarle al señor Ronzoni: ¿si se puede así como así “escenificar un suicidio” —como asevera temerariamente en el escrito— en tan escaso tiempo, dado los cortos momentos en que se habrían producido los hechos denunciados, y que nadie escuchara o hiciera un solo comentario sobre lo que supondría un montaje con participación de más de una persona, con complicidades varias y asegurando la ausencia de testigos inconvenientes al otro lado de las bambalinas?
En otro párrafo señala el articulista, supongo refiriéndose a las defensas de Dalmao: “No hubo testigos presenciales del homicidio, argumentan. ¡Claro que no! Pocas veces los hay especialmente en dictadura”. Aquí agrego yo: ni presenciales, ni cercanos, ni aproximados, ni posibles, ni persona que pudiera calificarse como tal por la razón ya reiterada de estar ante un suicidio y no de un homicidio; lo que sí hubo fueron testigos exdetenidos que, de oídas, “escucharon a otros que dijeron” y sus testimonios sí que fueron validados con fuerza de prueba. Estamos hablando nada más ni nada menos que de la inexistencia de testigos, elemento principalísimo en un proceso si aquellos resultan claros, serios y con testimonios respaldados en fundamentos demostrables. Por otra parte, transcurrieron casi 30 años del fin de la dictadura y se puede inferir que “los miedos” ya se superaron como ha sido demostrado en casos de acusaciones similares, donde varios militares de todas las jerarquías han prestado sus declaraciones a favor del demandante y hasta han hecho denuncias por propia iniciativa.
Otras expresiones en la columna: “Si fue un ‘garrón’, Dalmao debió conocer al autor”, me hicieron recordar a la fiscal Guianze declarando ante la prensa cuando contestó a una pregunta periodística: “si él no es responsable, entonces que diga quién fue”. ¿De qué se está hablando aquí? Sin duda que de haber partido de la base equivocada de que Nibia Sabalsagaray no se suicidó y que por lo tanto tiene que aparecer sí o sí un responsable, lo que transforma todo en una temeraria e inverosímil aserción.
Hablando de que el número de magistrados actuantes fue muy numeroso como para que alguien imagine una confabulación, dice el señor Ronzoni: “¡Menuda conspiración! ¿Todos se pusieron de acuerdo para perjudicarlo?”, para luego terminar la nota afirmando: “…y tuvo un abogado de primera línea como el catedrático Miguel Langón”. Sobre esto me apoyo en sus propias palabras para preguntarme y preguntarle: qué conclusiones se pueden obtener del siguiente diálogo entre un periodista y el doctor Langón (extraído de la revista digital “Tacuarembó 2030” de fecha 5 de junio de 2013), cuando citando magistrados actuantes el periodista pregunta: “Sin embargo, es el quinto juez que entiende en esta causa y apunta a Dalmao, contando con ciertos elementos como responsable. ¿Entonces?”; y el doctor Langón contesta: “Puede haber doscientos y eso a mí no me importa, es decir, el problema es que se está creando una nueva cultura, un derecho penal del enemigo donde se dice una especie de silogismo absurdo que nunca se había aplicado antes en ninguna situación de criminalidad de este tipo”. ¿Qué se puede entonces inferir de tan claras expresiones de un abogado y catedrático de elevada categoría, como confirma el propio articulista?
Para terminar no puedo dejar de expresarle al señor Ronzoni la angustia que me produjeron sus expresiones cuando, de hecho, compara por las edades respectivas al general Miguel Dalmao con el asesino serial Pablo Gonçálvez de los años 90, y aún hasta con “precoces mafiosos que tienen entre 10 y 16 años de edad”. Y al respecto apunto que, si bien coincido en no citar edades, corresponde en cambio separar ámbitos de responsabilidad, en tanto y cuanto Dalmao en 1974 ostentaba la menor jerarquía de la oficialidad y con muy escasos meses de antigüedad en el grado de alférez, lo que de por sí lo excluía de poseer autonomía para realizar procedimientos de cualquier naturaleza. ¿O alguien le otorgaría la derecha al médico recién recibido, con posgrado en cirugía, hacerse cargo del quirófano? ¿O alguien delegaría en un joven arquitecto la toma unilateral de decisiones para desarrollar una obra? ¿O algún especialista en Derecho se quedaría del lado de afuera de la sala, mientras un bisoño abogado apechuga por sí solo ante todo un tribunal?; y así podríamos seguir con todas las profesiones, y, por supuesto también con la profesión militar.
Entonces, pregunto una vez más al articulista: ¿era necesario tener que apoyarse en ese paralelismo con criminales de tan baja calaña?
Finalmente, Sr. Director, por todo lo expresado y por mi cabal convencimiento más que por elementos de mi convicción, es cuando dudo de que todos y cada uno de aquellos con cuota parte de responsabilidad en este intrincado procedimiento judicial, que terminó con la condena del general Miguel Dalmao a 28 años de cárcel, logren, al recostar su cabeza, abstraerse de la sacudida nocturna de su almohada.
Coronel Carlos O. Angelero
CI 1.910.878-8