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    La ola neopopulista

    N° 1912 - 30 de Marzo al 05 de Abril de 2017

    Pocos días antes de que Donald Trump asumiera la Presidencia de los Estados Unidos, su par venezolano, Nicolás Maduro, sorprendió a propios y extraños mostrándose condescendiente con él. “No me sumo a las campañas de odio contra Donald Trump que hay en el mundo”, señaló, con tono sereno y ademán de circunstancia, ante la mirada atónita de un grupo de periodistas. “Peor que Obama no será”, agregó, a mitad de camino entre la resignación y la esperanza, abriéndole una carta de crédito a quien todos suponían que vería como la encarnación del mal, una suerte de “Mister Danger” recargado, parafraseando a su antecesor y numen inspirador, el inefable Hugo Chávez. El hombre del “pajarito chiquitico” optó por ser “prudente” y “esperar”. Y en eso está.

    Una curiosa movida que, al margen del metamensaje de sumisión ante el nuevo capanga del barrio que contiene, invita a reflexionar sobre la similitud de estilos (y pulsiones) que caracterizan a estos personajes rocambolescos.

    Por cierto, ambos son bastante más parecidos de lo que sus respectivos partidarios seguramente estarían dispuestos a admitir en público. Ambos son bravucones, lenguaraces y pendencieros y a menudo rozan el ridículo, cuando no el grotesco. Pero, sobre todo, al igual que otros personajes tan exóticos como Putin, Farage o Le Pen, pertenecen a la gran familia neopopulista que amenaza con expandirse por el mundo como una plaga bíblica. Una suerte de internacional neofascista que deja de lado la vieja distinción entre izquierda y derecha, para reeditar otra tan vieja como aquella pero mucho más adecuada a las actuales circunstancias: civilización o barbarie.

    Durante la pasada contienda electoral estadounidense, los demócratas recién se dieron cuenta de que Trump no era un conservador tradicional y previsible (del tipo de Bush, McCain o Rubio), sino un populista semejante en forma y contenido a los que siempre tuvieron en su patio trasero, sobre el final de la campaña, cuando los dados ya estaban echados y todo ataque al magnate inmobiliario y “showman” televisivo no hacía más que victimizarlo y fortalecer sus chances de victoria. Y así fue. Lento de reflejos, el equipo de Clinton se limitó a difundir un spot televisivo comparándolo con Hugo Chávez, en el que enfatizaba su común desprecio por los medios de comunicación independientes. Apenas un tiro al aire. Un chasqui boom. Se olvidaron de hacer docencia (la buena política, entre otras cosas, es eso) y de aclararle a los estadounidenses o al menos a aquellos que quisieran escucharlos, las razones por las cuales el populismo es un peligro para una sociedad abierta como aquella. Del mismo modo que los adversarios del Brexit o los socialistas franceses no lo hicieron en sus respectivos frentes de batalla y ahora están obligados a mimetizarse con sus adversarios o prepararse para ser barridos por ellos.

    Al igual que los viejos populismos latinoamericanos, ahijados de los fascismos europeos nacidos entre ambas guerras mundiales, éstos se centran en la figura de un líder mesiánico, omnipresente, que busca establecer contacto directo con “su pueblo”, a través de una retórica nacionalista y demagógica, que no siempre se compadece con los hechos, así como también en el reparto de beneficios y prebendas (algunas concretas, otras simbólicas) entre sus seguidores. Cultivan una estética grandilocuente, sobrecargada, centrada en el culto a la personalidad del conductor y la reivindicación superficial y oportunista de los “valores supremos” de la nación que este dice representar. Asimismo, suelen buscar un enemigo externo o interno, da igual, al cual echarle la culpa de todos los males del país. Descreen de los partidos políticos, aunque se valen de ellos para acceder al poder. Son estatistas, pero solo para aprovecharse del Estado en su favor y convertirlo en coto de caza para sus socios en las sombras; y son proteccionistas en tanto protegen los intereses de ciertos sectores económicos renuentes al libre comercio y la libre competencia, con los que están en connivencia. Y, como se sienten encorsetados por el Estado de Derecho, ese invento del liberalismo occidental que consagra la igualdad de todos ante la ley, buscan horadar todo aquello que restringe o condicione su poder: sea la prensa libre, la justicia independiente, la enseñanza laica o la aritmética electoral.

    Los líderes populistas, ya sea los que están en el poder o los que aspiran a estarlo, por sentirse destinatarios de una voluntad que trasciende el orden institucional, que emana según algunos directamente de Dios y según otros de la voluntad inmanente del pueblo, se creen habilitados a hacer lo que se les cante. Porque su impulso, dicen, es el del pueblo. Y aquellos que se le oponen, en su lógica maniquea, son el antipueblo. Aquí es donde Perón, Vargas, Cárdenas y el resto de la vieja guardia populista no sirven como ejemplos. Para ellos, el antipueblo eran las viejas oligarquías locales y sus personeros, mientras que para los populistas modernos (aunque lo correcto sería decir posmodernos), el enemigo no es el establishment económico, ni las grandes corporaciones empresariales, sino la “clase política” y los defensores del libre cambio.

    En plena campaña electoral, Donald Trump lo planteó con todas las letras cuando le preguntó a sus seguidores: “¿quién quieren que gobierne Estados Unidos? ¿La clase política o la gente?”. Y el día de su asunción, luego de que su pregunta fuera respondida en las urnas, proclamó: “hoy la gente vuelve a dirigir este país”. Sí, la “gente”, esa peligrosa entelequia a la que los neopopulistas y sus publicistas jibarizaron el viejo concepto de ciudadanía parido por los atenienses hace 2.500 años, con el cual pretenden sustituir incluso la idea de “pueblo” que hasta hace no mucho populistas y socialistas, aún sin cruzarse, enarbolaban con igual entusiasmo.

    Pero esa no es la única diferencia que distingue a nuestros populistas de hoy con los de ayer. En el pasado, el líder encarnaba el proyecto de redención y reivindicación colectiva que proclamaba desde el balcón o desde la radio y este duraba lo que el líder lograba mantenerse en la cresta de la ola. Hoy no es así. El líder ya no es el proyecto sino un instrumento al servicio de un conjunto de intereses que lo trascienden. Y lejos de ser un enemigo del sistema, por más que se disfrace de tal, es un producto alternativo del mismo.

    Si esta ola neopopulista llega hasta nuestras costas, la suerte del Uruguay dependerá de la fortaleza de sus instituciones y de los anticuerpos republicanos que hayamos sido capaces de generar.