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Primero fue periodista deportivo, hasta que un día cubrió un crimen y entonces “fue un camino sin retorno”. Así define su trayectoria en la crónica policial, que inició a mediados de los 90, el periodista y escritor argentino Rodolfo Palacios (Mar del Plata, 1977). Algunas de sus investigaciones aparecen en Pasiones que matan, sobre trece crímenes argentinos que ponen los pelos de punta. Otra forma de la delincuencia la relató, con la voz de sus protagonistas, en Sin armas ni rencores, sobre el famoso robo al Banco Río de Acassuso. Pero tal vez su mayor audacia fue entrevistar y convivir con los más siniestros. Uno de ellos mató a once personas cuando era un joven rubio, bonito y de aspecto angelical. Hoy lleva 44 años de encierro y es el preso más antiguo de Argentina. Palacios lo entrevistó en su celda, convertido en un delirante hombre pelado, para su libro El ángel negro. Vida de Robledo Puch. Otro de sus títulos es El clan Puccio, que derivó en una serie televisiva.Palacios tuvo varios encuentros con Arquímedes, el jefe del clan, que después de la prisión era un viejo repugnante que se dejaba las uñas largas para repujar las empanadas y rasguñar los pechos de una adolescente. Su última investigación se llama Conchita, y cuenta “la segunda vida” del odontólogo Ricardo Barreda, un hombre que mató a su esposa, su suegra y sus dos hijas porque, según declaró en el juicio, ellas lo humillaban, le daban órdenes: le decían Conchita. Palacios trabajó en varios medios de prensa y ahora está preparando con el escritor Enrique Symns un libro sobre la triple fuga de los hermanos Lanatta, que tuvo en vilo a su país a fin de 2015. En Montevideo participó de la Semana Negra donde dio una charla y un taller para periodistas. Su hija Charo, de cuatro años, estuvo presente en la entrevista con Búsqueda. Cuando escuchaba hablar de Puch o de Puccio decía “mala palabra, mala palabra”, como si fuera un conjuro. Más tarde, en la rambla y mirando el mar, Charo deja caer una frase enigmática:“Me gustaría cazar sirenas, pero me dan miedo”. Y justamente de atracción, misterios y miedos tratan los libros que escribe su padre.
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— Cuando leí ese relato, me dio temor escribir sobre Robledo Puch. Si no lo hubiera entrevistado, jamás me hubiese arriesgado a hacer algo después de Soriano. (Jacobo) Timerman, director de La Opinión, le había pedido a Soriano que publicara lo mejor que se hubiera escrito sobre Robledo Puch. Entonces él se encerró con todos los diarios y revistas y escribió, sin salir a la calle, esa crónica magistral en presente histórico con un comienzo que te agarra: “Iluminados por el soplete, Robledo y Somoza trabajan callados y serios”. Cuando entrevisté al perito psiquiátrico Osvaldo Raffo, que examinó a Puch en 27 sesiones, me interesó más ahondar en el personaje. Creo que El ángel negro también puede ser un homenaje a Soriano.
—¿Cómo fue el primer contacto con Robledo Puch?
—Me decidí a enviarle una carta en la que le decía que no quería juzgarlo, sino que él me contara su historia. Fue lo que le dijo Truman Capote a los asesinos de A sangre fría o Gay Talese a Joseph Bonanno, el fundador de La Cosa Nostra en Estados Unidos, para escribir Honrarás a tu padre. Para mi sorpresa me respondió con varias carillas. Fue la primera de las 40 cartas que nos enviamos durante un año. También me permitió visitarlo y lo fui a ver como 10 veces. Ayudó para el contacto su admiración hacia Jorge Lanata, que dirigía Crítica de la Argentina, donde yo trabajaba. El diario se llamaba igual que el viejo Crítica de Natalio Botana y que leía el abuelo alemán de Robledo. Fueron encuentros intensos. Me di cuenta de que el policial no solo es adictivo para quien lo lee, sino también para quien lo escribe.
—¿Se puede tomar distancia con asesinos de este tipo?
—A veces me han dicho que tengo que usar la técnica de los psicólogos, que no pueden involucrarse con los pacientes. Pero yo no encuentro otra manera de escribir que acercándome para tratar de entender el otro lado. Es imposible tomar distancia, se genera un vínculo que claramente puede terminar contaminando. A veces libero esa contaminación cuando escribo la historia, pero siempre me termina persiguiendo. No tomar distancia permite ver todo de otra manera, retratar al protagonista de la forma más fiel posible. Lo mejor es que los encuentros fluyan y que pase lo que tenga que pasar. Si el asesino hace silencio, dejarlo; si se pone a llorar, no interrumpirlo. A veces está esa tendencia periodística a seguir preguntando, a inquirir, interrumpir los silencios. Yo los dejo ser.
—De esa forma surgió la emoción de Barreda al recordar una escena de Tiempos modernos …
—En Barreda apareció su sensibilidad para emocionarse con una película o su sensibilidad para cuidar dos cotorras. Eso lleva a pensar en la insensibilidad que tuvo para matar a toda su familia. Lo que me interesa es encontrar, si lo hay, el lado luminoso de estos criminales. También es interesante encontrar el lado oscuro en el bueno. Como dice Leila Guerriero, nadie es monolíticamente bueno ni monolíticamente malo. Esos claroscuros son los que busco.
—¿El miedo no fue un obstáculo para el acercamiento?
—El miedo es diferente al que pude sentir cuando me metí con ladrones en territorios peligrosos. Con estos personajes sentí un temor más psicológico. Arquímedes Puccio me miraba fijo, con una mirada penetrante, y yo sentía como algo viscoso en el ambiente. Sentía repulsión, pero por otro lado a veces me reía de las cosas que decía. Siempre digo que me impresionó como un monarca sin público. También es cierto que yo entrevisté a estos asesinos cuando ya estaban en el ocaso, cuando eran caricaturas de sí mismos, cáscaras de personas. Más que nada sentí el temor de meterme en una oscuridad de la que es difícil salir ileso. Porque lo difícil no es entrar, sino salir. Uno entra en una oscuridad ajena, en un mundo muy denso y cuesta liberarse de las toxinas. El psicólogo que examinó a Puch decía que después de hablar con él quedaba mareado, ensimismado. Y él era alguien que tenía las herramientas para enfrentarlo.
—¿Cómo fue integrar el equipo de la serie Historia de un clan?
—Estuve en la investigación y en el equipo autoral. Fue una muy buena experiencia trabajar con Luis Ortega, quien también participó de la investigación y puso en palabras situaciones que yo no podía definir. Creo que nos pusimos en la cabeza de ese clan que no actuaba solo por dinero, porque esa es una explicación muy simple, y lo que pasó en esa familia es muy complejo. Puccio quería tener el fantasma en su casa. Cuando tenía un secuestrado en el sótano estaba en su momento de esplendor, se alimentaba del poder de decidir sobre la vida de otro. No se arrepintió nunca. Él me mostró una carpeta con nombres y fotos. Tenía un listado de sus enemigos y también de sus víctimas, como si buscara matarlas de nuevo. Hay familiares de las víctimas que aún tienen miedo cuando suena el teléfono.
—En el libro de Barreda aparece una cita de un cuento de Haroldo Conti, en el que un hombre sueña con ahogar en el Riachuelo a su mujer y a su suegra. En el de Puccio, una de El sótano, de Mario Levrero. Parecen salidas de las historias reales…
—En cada caso policial aparece algún guiño literario. Pasa en ese cuento de Conti y también en la cita de Cioran: “Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos”. Levrero es uno de mis autores uruguayos preferidos y he comprado varios de sus libros. La frase de El sótano es muy buena porque ayuda a definir el rol de las mujeres de la casa. Los hombres participaban de los secuestros, pero no se sabía muy bien cuál había sido el rol de las mujeres. Ellas sabían que en el sótano había algo malo, pero miraban para otro lado y no se metían.
—¿Barreda genera menos repulsión que Puccio o Puch?
—Lo peor que me pueden decir es que Barreda me dejó una impresión favorable. La condición para poder entrevistarlo fue que no íbamos a hablar de los crímenes. Eso permitió verlo más relajado, porque hay asesinos que cuando empiezan a hablar del crimen quedan como duros. Entonces apareció un Barreda que quería recuperar parte de su primera vida, la que tenía antes de cometer los homicidios. Pero él maltrataba a su novia Berta, con la que convivió después de la cárcel. La trataba con desprecio. Decía que no podía ir al cine con el “chochán” porque no entendía nada. Un día Berta estaba hablando de un familiar que se le había muerto en brazos y él miraba el plato y preguntaba qué tenía el sushi que estaba comiendo. Me generaba desprecio.
—Hacía lo mismo que se supone le habían hecho las mujeres de su familia, cuando lo llamaban Conchita…
—La pregunta es si realmente le decían así, porque nadie lo escuchó. No me extrañaría que lo hubiera inventado. Por ese apodo, parte de la sociedad lo vio como víctima. Hay como cuatro o cinco canciones en su homenaje, y un grupo de médicos y dentistas se juntaban todos los meses y le rezaban a una estampita de San Barreda: “San Barreda, San Barreda, esta noche la vieja no se queda”. Cuando caminaba por la calle con él eran más los elogios que recibía que los insultos. Él se sorprendía, pero por otro lado decía que hubiera preferido que lo felicitaran por haber inventado una vacuna contra la caries.
—¿Es complicado ejercer el periodismo hoy en Argentina?
—Lo preocupante hoy es la cantidad de periodistas que han despedido, como pasó con Tiempo Argentino, cuyos dueños estafaron, se fugaron y dejaron a más de 200 trabajadores en la calle. La verdad es que me parece más complicado hacer periodismo en México. En Argentina no hay amenazas ni temores, lo difícil es conseguir trabajo como periodista.