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    La otra mordida

    N° 1771 - 03 al 09 de Julio de 2014

    La FIFA es una institución que goza de una autonomía única en el mundo. Hace cambiar las leyes de los países, obliga a todos los que quieren tener alguna relación con el fútbol a obviar las constituciones, leyes y tratados nacionales e internacionales, sus dirigentes acusados de graves casos de corrupción son “investigados” por sus pares y jamás pisan un juzgado, y, de vez en cuando, aplica decisiones draconianas para demostrar cuán impune es su poder obsceno. Eso fue lo que hizo la semana pasada con el futbolista uruguayo Luis Suárez. La FIFA sí que “muerde”.

    Esta semana, el Poder Ejecutivo informó al Parlamento acerca de un dato que, en Uruguay, “muerde” tanto o más que la FIFA: el impúdico poder de su enorme burocracia. Según el gobierno, al cierre de 2013 había en el país casi 300.000 funcionarios públicos. Eso equivale a 17,1% de la población económicamente activa (PEA) y a 9% de la población total (PT).

    Uruguay les gana por lejos a todos los latinoamericanos relevantes en esta materia: desde el más cercano, Argentina, con 2.780.000 empleados estatales (14,8% de la PEA y 6,8% de la PT), hasta el más lejano, Colombia, con 924.000 funcionarios públicos (4% de la PEA y 1,9% de la PT). (Ver cuadro).

    Esa burocracia monstruosa, engordada año tras año por cada gobierno, no la pagan los gobiernos: la pagan los ciudadanos con impuestos y tributos para casi todo, que suponen una tranca infranqueable para el desarrollo de la actividad privada, principal motor de la economía en un país en serio.

    Ya veo venir el malón recriminatorio por la información que “convenientemente olvido”: mientras en América Latina el empleo público representa, en promedio, 10,7% de la fuerza laboral y el gasto estatal 27,8% de su PBI, en los países de la OCDE (casi todos los más desarrollados del mundo) los empleados públicos equivalen, en promedio, a 15,3% de la fuerza laboral y el gasto estatal, a 45,2%. En Noruega, por ejemplo, los funcionarios del Estado son el 30% de todos los trabajadores.

    Pero, claro, hay una pequeña diferencia: en Noruega y en todos los países desarrollados con abultadas plantillas y gastos estatales (con su correlato de altas cargas impositivas), los empleados del Estado son conscientes de su condición de “servidores públicos” y actúan en consecuencia: sirven, son útiles y les facilitan las cosas a quienes —ya lo saben— les pagan sus sueldos. No les ladran ni les complican los trámites ni les hacen recorrer 38 oficinas para que se cansen. No. Los ayudan.

    ¿Y los servicios? Ah...en casi todos los países de la OCDE no es necesario pagar dos veces por la educación, dos veces por la salud ni dos veces por la seguridad. Tampoco es necesario usar un automóvil propio porque el transporte público es eficiente y no “la odisea del despacio”, expresión acuñada hace muchos años por el inolvidable “Cuque” Sclavo. El combustible es mucho más barato, la energía eléctrica también, la telefonía no es monopólica y así suma y sigue.

    La semana pasada, Búsqueda extrajo del documento preparado por la OCDE y el BID, y presentado el 20 de junio en México, la siguiente reflexión de sus autores: la mayor diferencia en el servicio civil de América Latina respecto al de las economías más avanzadas está en su falta de profesionalidad, lo cual “afecta la continuidad y la eficiencia de las políticas públicas”. En los países latinoamericanos, Uruguay entre ellos y al tope, las burocracias “no están basadas en el mérito” y muchas veces los jerarcas son designados por “afinidades políticas”.

    Y, también, reprodujo una frase de Edwin Lau (jefe del área de reformas del sector público de la OCDE), que debería ser una obviedad para cualquiera pero que, ciertamente, no se cumple ni en Uruguay ni en otras naciones latinoamericanas: “las buenas prácticas de gobierno son críticas para el desarrollo económico, para resistir los embates y fomentar el bienestar ciudadano”. (Búsqueda Nº 1.770, pág. 24)

    Esta semana, un completo informe de Ismael Grau (ver páginas 24 y 25 de esta edición de Búsqueda) sobre los millonarios recursos que el Estado uruguayo pierde por ineficiencias y desprolijidades de todo tipo y color, confirma plenamente que la oprobiosa cifra de 300.000 asalariados públicos es un alevoso insulto para los contribuyentes.

    Esto es: además de bancar una nómina de empleados públicos sólo sostenible con el sacrificio de la mayoría del pueblo, la sociedad debe soportar el despilfarro de dinero en decenas de miles de subsidios que van a personas equivocadas, injustificados viajes al exterior de funcionarios, pagos millonarios no documentados, obras hechas en centros educativos “sin evidencia” de su necesidad o compras sin planificación.

    ¿Es esto corrupción? Tal vez sí, tal vez no. En todo caso, son constataciones de la Auditoría Interna de la Nación. Pero, sin dudas, representan la cruda expresión del manejo negligente de recursos de la sociedad por parte de aquellos llamados a cuidarlos más y mejor que los suyos propios, precisamente porque no les pertenecen.

    Todos los meses, entonces, el Estado “muerde” los bolsillos de los uruguayos para pagar 300.000 salarios. Y todos los días, vuelve a “morder” lo que aún les queda a los contribuyentes para hacer frente a la exasperante ineficiencia, indolencia y desidia de muchos de esos mismos 300.000 funcionarios.

    Esas mordidas son permanentes y, por tanto, duelen mucho más que la que sintió durante no más de 1 segundo el defensa italiano Giorgio Chiellini en el estadio “Arena das Dunas”, de Natal.