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    La parroquia del Cordón

    Sr. Director:

    Carta a los violentos de cualquier género. Me dolió mucho ver las manchas en la pared de la iglesia del Cordón, injustamente golpeada por la intolerancia. Me duele también que una dirigente feminista diga que son formas de protesta válidas. No le hace bien a la mujer, la de la calle, la de a pie que acompañó esa marcha con el ánimo de una esperanza renovada en el horizonte. Incluso mujeres cristianas o de otras creencias. Me duele la intolerancia generalizada, el atropello y la soberbia, la sordera ideológica y el desprecio a las convicciones del otro. Lo digo por mi parroquia y por muchas “otras parroquias” que veo manchar todos los días.

    Me crie en ese barrio y en esa parroquia. A los nueve años una señora me invitó a participar de los grupos de niños. Era un espacio divertido y generoso, un espacio de intensa convivencia entre la disparidad fortuita de la zona. Había blancos y negros, delincuentillos de poca monta, chicos de clase media alta o casi, y chicas con las que compartíamos los domingos de mañana y luego la mayor parte de la vida, marcada por el crecimiento intelectual, humano, espiritual en toda su dimensión. Compartimos durante años también la misa de jóvenes del domingo a las 11. Un momento festivo, de comunión, de aprendizaje. Participábamos desde chicos, cantábamos, leíamos, rezábamos, éramos monaguillos de una nueva generación que portaba la fuerza de un Cristo comprometido con los más necesitados, solidario, justiciero, misteriosamente divino y humano. Hoy somos casi todos amigos o nos recordamos con enorme cariño. Ellas y nosotros, los varones.

    El lugar era un ejemplo de convivencia impulsada por curas jóvenes, posconciliares, vestidos de vaquero y camisa. Tipos notables como el cura Vitale, Ruggiero, Sánchez, cuidados por un silencioso párroco de sotana, más veterano, más hosco y formal. A la distancia, ese párroco del que nunca supe el nombre y al que todos llamábamos cura Vidal se elevó en la consideración de aquellos adolescentes militantes y rebeldes que cuestionábamos y peleábamos por todo, incluso para que la mujer pudiera ocupar otro lugar en la jerarquía eclesial o que los curas pudieran casarse o por mayor libertad sexual. Crecimos peleando contra la culpa, gran tema de discusiones interminables. La Iglesia hervía con los teólogos de la Liberación y los curas obreros y las monjas libertarias. El formidable monseñor Partelli tuvo mucho laburo. Una Iglesia muy distinta a la actual, fermental, en la calle, lejos de los medios, aunque el cura Arnaldo Spadaccino ya rompía el rating en Conozca su derecho, programa de debate que conducía el abogado y periodista Eduardo Reisch Sintas y que sacudía la noche de los viernes con griteríos intensos y cautivantes.

    Nunca me olvidaré del Negro Antonio, uno de los compinches de entonces. Vivía de la caridad en un conventillo de mala muerte por la calle Miguelete. No tenía cédula. Nunca la tuvo, ni documento alguno. Era un peligro en medio de tanto enfrentamiento callejero, violencia y alerta policial permanente. Fines de los sesenta, ya no se podía jugar al valiente, al ladrón y poli. Se jugaba en la calle, de verdad, se tomaba partido, eras facho o bolche, eras tupa o pachequista. Todos armados o con secciones armadas. Yo no creía en las armas, más bien en una revolución pacífica, no violenta. Todavía lo creo. Intenté seguir practicando lo mismo a la salida de la dictadura. Ya cercano al Serpaj y a Perico, el gran amigo, guía y arriesgado cura Luis Pérez Aguirre. Estuvimos cerca de su legendaria huelga de hambre junto a otros compañeros de entonces, de diferentes credos, algunos sin religión, hermanados por principios claves y una profundísima adhesión a principios irrenunciables. Para mí, era la misma Iglesia que me había formado en mis primeros años de poscatecismo. Vale la pena leer sus libros para recordar qué pensaba del rol de la mujer en la Iglesia.

    Sigo con Antonio. Los amigos de la parroquia con quien compartía un rato lejos de las penurias, lo ayudamos a sacar la cédula. No sabía cuándo había nacido ni tenía mucho dato sobre su vida. Podía tener 12 o 25 años. Lo invitábamos a salir, a comer, a divertirse con nosotros. Era bueno, muy bueno el Negro Antonio. Y éramos felices compartiendo la calle con él, en algún sentido sabía más de la vida que nosotros. Me acuerdo de Daniel, el padre del Viruta Vera, exjugador de Nacional. El padre no llegó, pero jugaba muy bien al fútbol. Daniel era bandido, pícaro callejero del Barrio Sur, complicado, un poco violento, había que agarrarlo. Estaba Gerardo Sotelo y un montón de amigos que nos recordamos con enorme cariño, compañeros de muchas crisis de crecimiento adolescente, de muy diversas procedencias y destinos. Pasó mucho joven por la parroquia del Cordón, hoy triste e injustamente estigmatizada. Era un lugar agitado y de silencio, de acción y reflexión, de oración. Uno sentía allí que la vida tenía sentido, que luchar por mejorar la sociedad era prioritario, que estar junto al que sufre era parte esencial del llamado cristiano, también al lado de gente mayor y más conservadora con la que discutíamos todas las semanas. Se ponía la otra mejilla pero no se callaba. No se respondía a la violencia con violencia, se respetaba, se amaba al otro, aunque hubiera que pararse a pie firme frente a la intolerancia, el autoritarismo, la amenaza. Creíamos en un ser libre, en una sociedad justa, en un país distinto.

    El contexto no podía ser más complicado, incierto, violento. Recuerdo que la parroquia albergó obreros en paro que hicieron allí una de las innumerables ollas populares. Venían actores del Galpón a visitarlos, comunistas de primera línea, con carné y todo. Todavía éramos chicos, pero enfrentábamos a diario la movida de 18 de Julio, entre piedras y corridas, sirenas y cortes de luz. Una época brava. Los domingos después de la misa salíamos a la puerta a vender Informaciones, semanario de la Iglesia dirigido por el padre Paul Dabezies. Mi primer vínculo con el periodismo. Se vendía bien y era una trinchera para el aliento. Nos gritaban y acusaban de izquierdistas y otras cosas. No teníamos ni idea qué decían o por qué nos insultaban. Pero yo tenía claro que defendíamos un lugar sagrado que me recogió en la calle, me albergó y me hizo crecer en brazos de una religiosidad comprometida, de presencia permanente junto a los más pobres, preocupado por algo más que una pilcha de última moda o el viaje a Disney.

    Al lado de la parroquia estaba la sede de la tristemente célebre JUP (Juventud Obrera de Pie) que nucleaba la pesada derechista. Era habitual que domingo a domingo se pararan en la puerta de la iglesia a provocar, gritar consignas, tirar volantes, amenazar mostrando las armas. Un día entraron a misa, en medio del sermón cautivante del cura Ruggiero, flaco, de lentes y de un magnetismo arrasador. La iglesia repleta. “Fuera del templo —les gritamos— fuera de nuestra casa, fuera de la casa de Dios”. Un Dios que nos enseñaba a perdonar más allá de toda comprensión. Pero sus fieles no les permitían profanar su nombre con la bandera de la violencia y el atropello. No era fácil perdonar entonces. Nunca fue fácil, tampoco ahora. No toquen mi casa, les diría como antes. Mi casa que alberga imperfecciones, pero sigue resguardando valores esenciales del ser humano, hombre o mujer, sea cual sea su elección sexual, su color, su credo o el lugar que ocupe en la sociedad. Una casa en la que no se permite violencia de ningún tipo. Lo digo desde el dolor y la comprensión. Esa es todavía mi casa.

    Carlos A. Muñoz

    CI 1.459.828-3